Si se compara Uruguay con otros países latinoamericanos, surgen tres diferencias de largo plazo: la debilidad política del Ejército, de la Iglesia y de la clase latifundista. A la vez, se constatan tres fortalezas correlativas: del régimen democrático, dotado de contrapesos y de organismos de contralor; de un Estado laico, que permea toda la sociedad; y de una clase media urbana, históricamente mayoritaria en el plano material y hegemónica en el plano cultural.
A estas fortalezas hay que agregar tres complementarias del sistema político: la temprana constitución de partidos, con profesionales de la política, independientes de la clase dominante; la alta estabilidad del sistema; y el alto arraigo social de los partidos en la trama social. No es frecuente que los países logren alinear ambas dimensiones, estabilidad y arraigo, como lo ha señalado el politólogo Juan Pablo Luna. En este sentido configura un caso desviado.
A estas excepcionalidades positivas se agregan otras tres en materia de Estado. En primer lugar, un Estado que logra cumplir con todas las funciones de un Estado moderno desde hace más de un siglo, a años luz de las diversas modalidades de Estado fallido presentes hasta la actualidad en la región. En segundo lugar, la presencia de un edificio de protección social orientado a cubrir los riesgos vitales más importantes, así como consejos de salario que institucionalizaron el conflicto capital-trabajo en las ciudades. Ambas instituciones, la puramente estatal y la neocorporativa, antecedieron a la “patria de los pueblos” de la socialdemocracia sueca tanto como a los consejos tripartitos de la Europa continental en la segunda posguerra. En tercer lugar, la constitución de un Estado empresario eficaz con anterioridad a la URSS, en contextos de una economía capitalista periférica, de matriz primario-exportadora y tomadora de precios.
La socialdemocracia europea
Hay que aclarar dos cuestiones importantes. En primer lugar, la socialdemocracia europea de posguerra constituyó un régimen institucional que, con independencia del gobierno de turno, robusteció la figura del Estado de bienestar durante los llamados “30 años gloriosos” de Europa (1945-1975). La principal carta de presentación en el universo político reposó en esta arquitectura orientada a proteger a todos, desde el nacimiento hasta la muerte: from womb to tomb, según la expresión inglesa. Además, Europa desplegó una consensuada ideología del bienestar asentada en pactos fiscales entre capital y trabajo, inscripta en un entorno económico proclive al desarrollo social: pleno empleo, desempleo friccional, informalidad casi nula y poderosa demanda interna, sustentada de manera endógena, sin mayor dependencia del extranjero. Nada de esto, obviamente, ocurrió –ni podía ocurrir– en Uruguay.
En segundo lugar, en Europa y el Japón democrático-liberal de posguerra el neocorporativismo adquirió una gran escala, de múltiples dimensiones, que no se redujo a las relaciones entre el capital y el trabajo. Fue al mismo tiempo cuatro cosas: a) una modalidad de organizar la economía en el ámbito de la producción; b) una forma concertada de construir la política pública bajo formatos tripartitos que se plasmaron en consejos de carácter consultivo; c) un modo de representación de intereses donde las relaciones entre capital y trabajo son suavizadas por la intermediación de un Estado regulador y árbitro; d) una forma de cooperación entre capital, trabajo y Estado en materias tan diversas como inversión pública, precios, salarios, condiciones laborales y redistribución del ingreso.
La democracia uruguaya y el Estado de bienestar
El sociólogo noruego Stein Rokkan establece cuatro etapas en la constitución de un Estado-nación para la Europa occidental: una primera militar, donde tras la derrota del enemigo exterior, la autoridad define el territorio; una segunda de índole cultural, donde queda constituida una unidad de sentido, una comunidad imaginada, un nosotros, una patria; una tercera institucional, en que se construye una arquitectura democrática para el goce de derechos; y una cuarta de naturaleza social, donde el Estado se hace cargo de producir bienes públicos y redistribuir riqueza.
En Uruguay, el tercer y el cuarto momento se solapan en el tiempo bajo el primer batllismo, por lo cual la democracia uruguaya moderna y el Estado de bienestar nacen juntos. Si bien durante esa época el Estado de bienestar constituyó una manzana de la discordia entre el partido del cambio (batllismo y socialismo) y el partido conservador (nacionalismo y riverismo), la posterior coparticipación en el Estado de los partidos fundacionales transformó la naturaleza de la lucha partidaria. Esta se desplegó como una competencia por los beneficios sociales antes que como enfrentamiento entre proyectos alternativos, como señaló el sociólogo César Aguiar. Un sistema homeostático, reductor del conflicto.
Frenos a impulsos
Asimismo, bajo ese telón de fondo de “equilibrio sistémico”, se inscriben “momentos calientes” en los que el conflicto entre la continuidad y el cambio sale a la luz pública. Es razonable pensar que cuando un partido del cambio escala en reformas sociales que afectan intereses, el partido del statu quo organice sus filas, busque aliados, contraponga coaliciones de veto y elabore una plataforma ideológica para deslegitimar el cambio. El último siglo muestra esta dinámica de frenos conservadores a impulsos reformistas: 1916, 1929, 1958 y 2019 son fechas que condensan el bloqueo puesto por la derecha política y económica a ciclos de reformas. Los actores protagónicos son el bloque imperial-conservador en el período 1911-1916, el Comité de Vigilancia Económica en 1929, el herrero-ruralismo en 1958 y la coalición multicolor en 2019. Los frenos fueron en todos los casos bloqueos externos a impulsos: el freno no está contenido en el impulso.
En las cuatro coaliciones de veto tuvo un papel decisivo el herrerismo, cuyo conservadurismo es persistente en el tiempo y consistente en contenido. Constituyó un adversario histórico del cambio en varios planos. En el económico, por su anclaje en las cámaras vinculadas al sector agroexportador. En el político, por su capacidad de articular a otras derechas de menor porte. En el ideológico, por ser el único en elaborar una ideología conservadora. En el cultural, por su sintonía con la Iglesia católica, por defender el trinomio tradición, familia y propiedad, y por su condena de la “reforma moral” llevada adelante por el batllismo de principios de siglo XX –que implicó impulsar el feminismo y la secularización de la vida, entre otros cambios–, y luego por su rechazo al grueso de reformas de la izquierda en el siglo XXI. Se podrá decir que el herrerismo acompañó leyes progresistas –derechos civiles para la mujer, consejo de salarios, etcétera–, pero nunca por iniciativa propia. Además, la coparticipación en el Estado con los colorados hizo que se constituyera en establishment bipartidario: esto lo comprometió en aprobar leyes que no eran de su agrado.
No sobra apuntar que, en los cuatro momentos referidos arriba, el catalizador del conflicto de clases fue el sector rural organizado. En efecto, el balance de fuerzas perjudicó al impulso reformista cuando irrumpieron las clases rurales como actor en el sistema político.
En las cuatro coaliciones de veto tuvo un papel decisivo el herrerismo, cuyo conservadurismo es persistente en el tiempo y consistente en contenido. Constituyó un adversario histórico del cambio en varios planos.
El enfrentamiento y su negación
Los momentos ideológicos calientes fueron básicamente los cuatro referidos, a los que hay que agregar un ciclo de altísima temperatura ideológica y lucha político-social que comienza con la ilegalización de la mayoría de la izquierda y los primeros mártires estudiantiles en 1968, sigue con una intensa movilización obrero-estudiantil previa a la fundación del Frente Amplio en 1971 y culmina en un golpe de Estado en dos turnos, febrero y junio de 1973. En el ciclo 1968-1973 –con antecedentes en las elecciones de 1962 con la formación de dos coaliciones de izquierda, la fundación del primer sindicato rural en Artigas por Raúl Sendic en 1963, la gestación del MLN-Tupamaros, y la unificación de los trabajadores en torno de la Convención Nacional de Trabajadores–, la polarización ideológica fue extrema, sumando un componente enteramente nuevo: la militarización de la política y la politización de la milicia.
Sin embargo, desde los años 30 hasta principios de los años 60 había primado un clima bipartidista negador de las clases sociales, que implantó una despolitización tan profunda como mayoritaria. Esto se tradujo en una dicotomía del comportamiento ciudadano. Mientras que a nivel sindical el trabajador votaba a un dirigente de izquierda, aunque sin mayor convicción ideológica, en las elecciones nacionales el ciudadano seguía votando a los dos partidos tradicionales, también sin mayor carga ideológica, en virtud de redes familiares y adhesión tradicionalista al bando, según un estudio clásico de los sociólogos Alfredo Errandonea y Daniel Costábile de 1969. En ambos casos, el ciudadano orientaba su adhesión según intereses personales y familiares: el dirigente de izquierda conseguía mejores salarios y condiciones laborales para los trabajadores; el dirigente del partido tradicional dispensaba una serie de bienes públicos al ciudadano, difíciles de obtener por las vías formales.
Alcances y límites en la economía
A lo largo del último siglo, Uruguay muestra rasgos excepcionales en su estructura económica: un ingreso per cápita alto en la región, alta formalización del empleo, bajo peso relativo de la economía informal, y una distribución del ingreso marcada por una pauta menos desigualitaria que la región.
Sin embargo, el país carga con un conjunto de restricciones, como han mostrado los economistas:
- La condición periférica de tomador de precios, resultado de una histórica división internacional del trabajo que lo transforma en dependiente de los centros de turno.
- Una canasta limitada de alimentos y materias primas exportada a pocos países de destino. De esta manera, cualquier shock externo en los mercados de destino se traslada automáticamente a la economía nacional, volatilizando el crecimiento.
- Un turismo estacional y una inversión extranjera directa con altibajos refuerza una pauta económica restrictiva.
- La dependencia del clima para generar saldos exportables, con la consiguiente alternancia de años buenos, regulares y malos.
- La ubicación remota respecto de los centros mundiales.
- La baja participación en las cadenas globales de valor, con perfil de “segundo país” más que de creador originario de valor agregado.
- La integración a una unión aduanera donde la iniciativa propia es débil y la situación de los países limítrofes es inestable.
- El peso débil del país en organismos de desarrollo y crédito.
- El restringido mercado interno, que descarta una política de sustitución de importaciones que, en cambio, aprovechan con ventajas competitivas los países asiáticos y Brasil.
- Por último, la alta concentración de la tierra, que lo asimila a la mayoría de los países de la región y contrasta con otros, que lo han intentado con cierto éxito pasajero: el México revolucionario desde 1915, la Bolivia del Movimiento Nacionalista Revolucionario en 1953, el Perú de Velasco Alvarado, etcétera.
Demografía: luces y sombras
Uruguay fue ejemplo de país de inmigrantes durante el siglo XIX; una inmigración forjadora del Uruguay moderno cede lugar, tras la segunda mitad del siglo pasado, a una pauta expulsora, de neto saldo emigrante, con la consiguiente fuga de las élites y pérdida neta de recursos humanos, en quienes el país invirtió y luego los pierde por siempre: una pérdida neta. Los demógrafos señalan asimismo una temprana transición poblacional caracterizada por una importante caída de la mortalidad primero y de la fecundidad después, con correlato en un bajo crecimiento vegetativo y aumento de la expectativa de vida. Este envejecimiento de la población, que tiene un costado positivo por alargar la vida de las personas, tiene aspectos negativos: porque lo hace de manera desigual en lo social, y porque la pauta de socialización deviene conservadora. De hecho, la radicalidad cultural del primer batllismo se pierde en el segundo batllismo y, una vez que accede al poder la izquierda en el siglo XXI, esa radicalidad ya no está en el sistema de partidos, sino en los nuevos movimientos sociales. Tras aquella experiencia de un siglo atrás, a la política profesional no se le ocurrió poner en tela de juicio el conjunto de valores conservadores ni el modelo de familia, tampoco tomó la iniciativa en la emancipación de la mujer y de los niños ahogados bajo dominio patriarcal. Por supuesto que el tema de la homofobia y la reivindicación del matrimonio igualitario le eran ajenos. Estos temas se instalaron en la agenda institucional, pero se debió más a una agenda global de Naciones Unidas y a la presión de movimientos masivos que a la delantera de los gobiernos.
Similares y diferentes
En otras palabras, el Uruguay de 1985 heredó dos tipos de déficit. Uno primero que lo asimila al resto de los países de la región por diversos motivos: la dependencia externa, que lo transforma en tomador de precios; la venta de una canasta reducida de productos primarios a pocos destinatarios; la desigualdad interna, manifestada en la distribución de la tierra, la estratificación territorial, el desbalance intergeneracional, la brecha educativa, la inequidad étnica.
Por otro lado, Uruguay también asume los rasgos de una sociedad moderna de tipo conservador: por la baja tasa de innovación en ciencia y tecnología; por el envejecimiento poblacional; por el reclutamiento particularista en el empleo estatal, sólo mitigada por Uruguay Concursa, introducido por la izquierda; por un desempeño de rol ritualista del empleo, al margen de criterios de eficiencia.
Por último, el país ha registrado en el largo plazo niveles relativamente bajos de violencia anómica, pero niveles más altos de violencia de la persona contra sí misma, tema tabú en el que se alternan tiempos prolongados de ocultamiento y momentos episódicos de visibilidad. No hay actualmente en el país un debate sobre el tema, que por lo demás aqueja a todas las sociedades de alto nivel educativo promedio, ni tampoco existen políticas públicas de peso para afrontarlo.
Fernando Errandonea es sociólogo y profesor de Historia.