El año pasado, la Corte Penal Internacional (CPI) ordenó la detención del primer ministro Benjamin Netanyahu y Yoav Gallant, el exministro de Defensa israelí, y del comandante del Movimiento de Resistencia Islámica (Hamas) Mohammed Deif, para ser indagados por sus responsabilidades en crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos a partir del 7 de octubre de 2023.
Esa orden vinculante para Uruguay, más allá de las expectativas de que contribuyera a lograr la paz y a poner fin a décadas de impunidad por las graves violaciones del derecho internacional cometidas en los territorios palestinos ocupados por Israel, generó por parte del presidente Donald Trump una orden ejecutiva que sanciona a las personas y sus familias que colaboren en las investigaciones de la CPI, imponiéndoles restricciones financieras y de visado.
En el marco de los avances y retrocesos que han acompañado los debates éticos, jurídicos y políticos sobre la necesaria responsabilidad de los estados de perseguir y castigar los crímenes de lesa humanidad,1 desde las organizaciones de la sociedad civil defensoras de los derechos humanos no se ha dejado de estar atentos tanto al uso como al perfeccionamiento y la eficacia de aquellos instrumentos internacionales que la humanidad ha instalado para salvaguardar sus derechos. Esa preocupación, y en mayor medida, debería ser también de los gobiernos democráticos.
Es desde allí que nos preguntamos si un Estado como el uruguayo, más allá de su relativo poder e incidencia a nivel mundial, debe permanecer ajeno a determinados hechos que afectan la eficacia de esos instrumentos. Si la “diplomacia” o el “pragmatismo” no afecta el fin primordial de los instrumentos de salvaguarda de los derechos humanos de poner un cerco eficaz a nivel internacional a la impunidad del genocidio que acontece en territorio de Palestina.2
La trabajosa construcción de la Corte Penal Internacional y las medidas legislativas adoptadas por Uruguay para adecuar su ordenamiento interno al Estatuto de Roma, a pesar de que los gobiernos uruguayos no siempre dieron muestras de entender que se debía cerrar el ciclo de impunidad de los crímenes de lesa humanidad, fue un paso importante que contó con el impulso de la sociedad civil.
Fue así que ese instrumento se integró a nuestro ordenamiento interno con la aprobación de dos importantes leyes: el 27 de junio de 2002, el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional,3 y el 13 de setiembre de 2006, la Ley 18.026, de Cooperación con la mencionada Corte Penal Internacional en Materia de Lucha contra el Genocidio, los Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad. De esa manera, al igual que lo hizo con relación a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Uruguay es Estado Parte de la Corte Penal Internacional y reconoce su legitimidad para entender en los asuntos de su competencia.
Nos preguntamos si la “diplomacia” o el “pragmatismo” no afecta el fin primordial de los instrumentos de salvaguarda de los DDHH de poner un cerco eficaz a la impunidad del genocidio que acontece en territorio de Palestina.
Las organizaciones defensoras de los derechos humanos, a partir de la experiencia vivida en estos últimos años con la ley de caducidad, tienen muy claro que, para la vida en democracia, es imprescindible hacer valer aquellas normas creadas a partir de las luchas de los pueblos para protegerse de las arbitrariedades de los estados, y porque ellas apuntan a impedir la repetición y perpetuación de la violación de los derechos humanos en el futuro. Con ese horizonte, se ha de actuar identificando los distintos mecanismos de la impunidad, para combatirlos. Entre esos mecanismos, están las represalias del gobierno de Estados Unidos.
Hace más de un cuarto de siglo, cuando se trabajaba para instalar la Corte Penal Internacional, se alertaba que el delicado entramado de la convivencia humana podía romperse en cualquier momento, con niños, mujeres y hombres que eran víctimas de atrocidades que debían conmover profundamente la conciencia de la humanidad porque constituían una amenaza para la paz, la seguridad y el bienestar de la humanidad.
El Estado uruguayo, al definir ser parte de ese instrumento internacional, asumió que los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto no debían quedar sin castigo y que, a tal fin, tenía que adoptar medidas en el plano nacional e intensificar la cooperación internacional para asegurar que sean efectivamente sometidos a la acción de la justicia los autores de esos crímenes.4
Ahora bien, la Corte Penal Internacional ha calificado a lo que ocurre actualmente en territorio palestino como actos que dañan a los seres humanos, violentando los bienes jurídicos más preciados para ellos, como la vida, integridad física, libertad, bienestar físico, salud, dignidad. Que se trata de actos inhumanos que por su gravedad y extensión van más allá de los límites de lo tolerable por la comunidad internacional, y por eso debe garantizar que la justicia internacional sea respetada y puesta en práctica.
La puesta en marcha de la Corte Penal Internacional fue, sin duda, el mayor avance del derecho internacional en los últimos tiempos y existe gracias la participación activa de organizaciones de la sociedad civil. Ese papel desempeñado por la sociedad civil es el que nos motiva a reclamar que el Estado uruguayo no sea omiso a la hora de defender sus decisiones.
Raúl Olivera Alfaro es fundador del Observatorio Luz Ibarburu.
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Esto fue brillantemente resaltado por el doctor Ricardo Perciballe en el acto del pasado 27 de abril en recuerdo del levantamiento del Gueto de Varsovia. ↩
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Naciones Unidas ha definido al genocidio como la negación del derecho a la existencia de grupos humanos enteros, como el homicidio es la negación del derecho a la vida de los seres humanos individuales. ↩
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El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional fue aprobado el 17 de julio de 1998 por la Conferencia Diplomática de Plenipotenciarios de las Naciones Unidas sobre el establecimiento de una corte penal internacional. ↩
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Uruguay, con otros 119 países, ha ratificado el Estatuto de Roma, es decir que ha aceptado la jurisdicción de la Corte. ↩