Ignacio Cano es doctor en Sociología. Es español, pero vive hace más de 20 años en Brasil. Trabaja como docente en la Universidad del Estado de Río de Janeiro, donde coordina el Laboratorio de Análisis de la Violencia. Es referente en estudios sobre violencia letal (homicidios), prevención de la violencia y seguridad. Visitó Montevideo como docente invitado del Diploma en Políticas Públicas en Crimen e Inseguridad, que es coordinado por el Núcleo de Análisis de la Criminalidad y la Violencia, un grupo de investigación de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.

¿Qué se necesita para elaborar un buen diagnóstico sobre delito y seguridad?

Se necesitan datos de calidad y encuestas de victimización que releven de qué delitos han sido víctimas las personas, sin importar si fueron denunciados o no, que son incluso mejores que las cifras oficiales porque muchas personas no denuncian. En América Latina prácticamente no existen; hay alguna de vez en cuando, pero son muy pocos los países que consiguen implementarlas con regularidad. Es esencial porque sin eso no sabemos si lo que está cambiando es el delito o la inclinación de la gente a denunciar. También necesitamos datos georreferenciados exactos y capacidad técnica de análisis. Pero el primer requisito, casi el más difícil, es contar con información de calidad.

¿La información criminológica en América Latina es de calidad?

En general no tenemos información de calidad. La información es deficiente, circula poco y el grado de transparencia es bastante bajo. Hay una cultura de sigilo en relación a la información sobre seguridad.

América Latina concentra un tercio de los homicidios del mundo, ¿por qué?

Hay varias explicaciones. Una es que es un continente con un alto grado de desigualdad, la circulación de armas es bastante amplia y los aparatos de justicia tienen un impacto bastante reducido. Históricamente se ha producido una cierta aceptación de la violencia como método de control social; esto tiende a perpetuar la violencia.

¿Cuáles son las experiencias exitosas de programas de prevención de homicidios en América Latina?

Hay varias. Las ciudades que han tenido más éxito son Bogotá y San Pablo, que han conseguido reducir la violencia a un nivel “tolerable”. Hay diversos tipos de programas allí. Hemos aprendido que para reducir la violencia drásticamente los programas tradicionales no funcionan. La idea de que vamos a meter en la cárcel a los criminales y allí los vamos a resocializar no funciona cuando hay niveles de violencia elevados o crimen organizado. Hay que recurrir a otro tipo de abordaje, por ejemplo a la interlocución con los grupos criminales, no sólo como objetivo de la persecución penal sino para lograr otros tipos de intervenciones. Están los casos más radicales, como en El Salvador, donde se negociaron treguas con grupos criminales, o los modelos de “disuasión selectiva focalizada”, que eleva los costos de la violencia y genera costos diferenciales para unos y otros criminales. Se avisa a los grupos criminales: “Si optan por la violencia tendrán un costo mayor”. Esto significa que tendrán un costo menor si siguen cometiendo crímenes sin optar por la violencia. Otro elemento regional importante es la política de drogas. Uruguay es un ejemplo bien interesante, aunque la implementación de la política aún es limitada. Pero si funciona tenemos otra ruta para América Latina. Nuestro continente tiene políticas de drogas muy represivas, como buena parte del mundo. Esto genera niveles elevadísimos de violencia. Tenemos que intentar desactivar estos mecanismos. La descriminalización es muy importante, no sólo de la marihuana sino de todas las sustancias. Sabemos que políticamente eso no va a ocurrir tan rápidamente, pero si la marihuana tiene éxito poco a poco podemos ir aplicando un modelo de política de drogas mucho más vinculado a la salud pública y menos vinculado al sistema de justicia criminal.

En algunos lugares el delito organizado le disputa el poder al Estado, acá se dice que nuevas modalidades de crimen organizado están empezando a aparecer, ¿se podría generar un programa de prevención?, ¿cómo sería?

No sólo se podría sino que se debería. La situación de Uruguay, por más que hayan aumentado los homicidios en este último semestre –de 250 a 400– y que haya una sensación de alarma en la sociedad, dista mucho de lo que sucede en otros países de la región. Es importante tomar medidas en las áreas en las que hay más violencia para desincentivar que haya una evolución negativa. Se pueden hacer muchas cosas, desde programas de prevención social con los jóvenes de esas áreas hasta intervenciones con “pandillas” para evitar venganzas. Hay grupos delictivos que son responsables de un número alto de homicidios a nivel local, y que no denuncian sino que se vengan posteriormente. Hay modelos de intervenciones para evitar que haya venganza después de un homicidio. Hay que evitar que la venganza sea la alternativa. En Jamaica hay un modelo muy interesante. Inmediatamente después de un homicidio, el Estado y la sociedad civil intervienen y les dicen: “Sabemos que han sufrido un homicidio y que se van a querer vengar, pero si se vengan estamos de ojos abiertos con ustedes”. Entonces, les proponen que aporten información para procesar a los responsables. Hay mucho para hacer. Cuando uno tiene pocos homicidios, como en Uruguay, es muy difícil reducirlos significativamente; lo importante es evitar que haya una evolución negativa en el futuro.

¿Sí o sí se debe apuntar al diálogo con las bandas delictivas?

El diálogo o la interlocución es indispensable para reducir los niveles de violencia letal. El diálogo tiene riesgos políticos. El Estado a veces no lo puede hacer y lo tiene que hacer la sociedad civil. No estoy diciendo que la solución sea el diálogo, me refiero a que hay que adoptar medidas de prevención que eviten una evolución negativa cuando los niveles de violencia todavía son relativamente bajos. Cuando los niveles se disparan revertir la situación es mucho más difícil.

¿La violencia se debe abordar desde lo social o desde lo policial?

Desde todo punto de vista. Lo social es indispensable, pero algunas de las investigaciones recientes muestran que el impacto en la renta de los sectores más pobres tarda 20 años en mostrarse en la tasa de homicidios. Esto significa dos cosas: que hay que establecer una política de prevención social que tendrá resultados a mediano y largo plazo; a su vez se precisa otro tipo de intervención ahora, porque no podemos esperar 20 años para cambiar la situación. Hay que complementar la política social con la política policial y el aparato de seguridad pública.

¿Podríamos estar viviendo en Uruguay las repercusiones de la crisis de 2002?

Los datos que tenemos dicen que 15 o 20 años después de las crisis económicas se ve el impacto en la violencia letal. Entonces, podría ser la repercusión de esa crisis.

Aumentaron 66% los homicidios este semestre. ¿Se podría explicar este fenómeno?

Cuando los números son bajos, como acá, un pequeño crecimiento da un aumento grande de la tasa. Hay que tener cuidado con ese 66%, porque parte de niveles bastante bajos. Sobre todo si se desagrega territorialmente. Hay lugares en los que se dan de 50 a 80 casos. Es un gran cambio, pero son sólo 30 homicidios más. Si en un lugar hay dos grupos delictivos violentos enfrentados entre sí, 30 homicidios no son tan difíciles de producir. Otra hipótesis es el desplazamiento del delito cuando hay presión del aparato público local. El crimen se reorganiza y se va a otro lugar, o cambia de modalidad delictiva. En estos casos también puede ser alto el aumento, pero representa pocos crímenes. Hay que tener un trabajo de investigación y de desarticulación. Es importante que otros grupos vean que los responsables de esos crímenes han sufrido una investigación profunda y que han sido desarticulados. Eso funciona como un mecanismo de desincentivo para posibles explosiones de violencia local. Hay varias formas de hacerlo. Se puede ofrecer dinero a cambio de información, y desarticular así una banda delictiva que genera muchos más daños y costos para la seguridad. La infiltración es otra herramienta, es más difícil pero es posible. El programa de testigos protegidos, que es nuevo acá, también es importante para desarticular grupos criminales.

Los homicidios se concentran en las zonas periféricas y se intentan explicar como “ajustes de cuentas”. ¿Son ellos contra ellos?

Si un homicidio se categoriza como ajuste de cuenta y, por tanto, un problema entre los grupos criminales, parecería que no es nuestro problema. Pero es peligroso hacer política a partir de eso, es un error pensar que si se matan entre ellos nos podemos sentir tranquilos. Porque la violencia nunca se contiene, siempre se derrama. Hay que atacarla, sea quien sea que la produce. Es importante que haya una reacción, a pesar de que el perfil de las víctimas y de los autores sea poco representativo de la realidad local.

La mayoría de los homicidios fueron con armas de fuego [72%]; sin embargo, desde las posiciones más conservadoras se promueve que los ciudadanos se armen. ¿Cómo puede repercutir esto en la seguridad?

Los datos de todas partes del mundo muestran que las armas, que son un supuesto elemento de protección contra la violencia y la criminalidad, generan la experiencia contraria: agudizan la violencia. Un dato: la mayoría de los policías que mueren en Brasil son asesinados fuera del servicio, casi siempre intentando reaccionar a un robo. A pesar de que son profesionales de seguridad, entrenados y bien armados, cuando reaccionan a un robo son heridos o asesinados. Si así termina un profesional, imagina qué pasará con un civil que intenta reaccionar. La probabilidad de que uno consiga reaccionar con un arma y defenderse es muy baja. Hay estudios que muestran que es más probable que el arma que uno compra para defenderse sea usada contra uno mismo, en lugar de usarse para matar a alguien en legítima defensa. Entonces, armarse es una ilusión. Es una ilusión que vende muy bien, porque la gente cuando se siente muy vulnerable quiere una solución. Esto parece una solución drástica, pero no lo es. Estados Unidos es el ejemplo más claro de cómo una sociedad armada genera más violencia todo el tiempo. La solución conservadora de “más armas” no sirve. Es un espiral que no para nunca, además hay muchísimos accidentes y suicidios. La difusión de armas es una pésima iniciativa en cualquier sociedad, tenemos que tener mucho cuidado con eso. Si no funciona la seguridad pública habrá que mejorarla, pero no es una cuestión individual. Es como pensar que si no funciona la salud la solución es que cada uno vaya a la farmacia y agarre lo que le parece; no vamos a llegar a una solución satisfactoria por ahí. Hay sectores conservadores que apuestan a eso y en momentos de pánico social es una propuesta que tiene bastante apego.

La brecha de género –con los varones como principales afectados de la violencia– tiende a aumentar en lugares con altas tasas, como América Latina. ¿Por qué?

Podríamos considerar que hay un nivel común y cotidiano de violencia. Esa violencia afecta a las mujeres en alguna medida, en particular asociada a los femicidios y la violencia de género. Cuando se dispara la violencia, en general lo hace asociada a la violencia política o a violencia criminal de grupos organizados. Ese tipo de violencia tiene un perfil muy masculino y muy joven. El crimen organizado es masculino, sobre todo el más violento. Hay excepciones: en Honduras las mujeres se están involucrando en actividades de crimen organizado. También hay muchas mujeres en las cárceles de América Latina, pero suelen estar presas por delitos de transporte de drogas y no por enfrentamientos violentos.

La mayoría de los homicidios son cometidos por varones y la mayoría de las personas asesinadas son varones [79%], ¿tiene esto que ver con los estereotipos de género?

Hay muchas explicaciones posibles. Desde explicaciones genéticas y hormonales, hasta una cuestión cultural de la imagen de lo que es ser masculino y de la crianza. También pesa el grado de exposición: los hombres están más en las calles, las mujeres están más en las casas. Los hombres en el mundo criminal asumen posiciones de mayor riesgo. Es casi universal que el porcentaje de víctimas y de autores de homicidios es masculino. En algunos países de baja violencia empieza a haber un desequilibrio menor entre los dos sexos.

En el caso de los homicidios de mujeres, la mayoría de los homicidas son personas que las conocen. ¿Están comprendidas las mujeres en las estrategias de seguridad pública?

Últimamente, sobre todo vinculada a los casos de femicidio y de violencia de género, la violencia doméstica en América Latina pasó de ser un problema privado a ser un problema público. Se han tipificado los femicidios en la mayoría de los países; en algunos es un agravante, en otros es un tipo penal diferenciado. Hay iniciativas de política pública contra la violencia doméstica. La mujer ha irrumpido en la política pública de seguridad recientemente, pero en este tipo de violencia específica, en el resto no ha tenido mucha presencia.

¿Por qué es importante desglosar este fenómeno del resto de los homicidios?

El femicidio tiene una definición muy vaga, que varía de país en país. En muchos países se define como la muerte de una mujer “por razón de género”. Definir “razón de género” no es algo simple. Lo que hay son homicidios contra mujeres, de los cuales una parte son femicidios y otra parte no. Esto es la punta de lanza de la reflexión sobre la calidad de la información. Importa desglosar los homicidios por tipología y etiología, porque la prevención es muy diferente. Es diferente un homicidio doméstico de uno que tiene que ver con crimen organizado. No se puede hacer una política única para prevenirlos. La política que puede servir para reducir esos homicidios varía mucho entre un caso y el otro. El femicidio es un tipo muy específico de homicidio, que necesita una prevención especial. Es la punta del iceberg de un fenómeno mucho más amplio que es la violencia de género. De hecho, el número de femicidios es pequeño comparado con el número de mujeres que sufren violencia de género. La tentativa de reducir estos delitos es en el fondo mucho más que eso, es una tentativa de reducir la violencia de género.

Trabajaste en la evaluación de programas de unidades policiales de pacificación en las favelas. ¿Cómo fue esa experiencia?

El programa fue interesante porque trajo un paradigma alternativo a la idea de que la violencia en las favelas y el narcotráfico se combate con un modelo de invasión militar, que es el modelo que funciona hasta hoy. Esta intervención propuso un modelo de permanencia de los policías en esas áreas y de contención de los conflictos armados. Por otro lado, iban a ser una oportunidad para transformar el modelo de seguridad y dejar atrás la militarización, la guerra contra el narcotráfico e intentar mejorar la relación entre las comunidades más pobres y la Policía. Esto es un desafío en muchos países de América Latina. Muchas comunidades sienten que la Policía es un órgano enemigo que no está allí para protegerlas sino para agredirlas o someterlas a un mayor riesgo. Este cambio de percepción no se logró, y no se logró transformar la relación. Estas unidades no dialogan lo suficiente con la comunidad. Son una fuerza de ocupación hasta hoy. Se contuvo la violencia, se redujo más o menos en 50% las tasas de violencia locales (cifra bastante considerable), pero no se consiguió transformar el modelo de seguridad. En un escenario como el actual, no se ha podido frenar el deterioro y por tanto hoy son un experimento bastante fracasado.

Los casos de gatillo fácil, que impactan mucho en la juventud, no aportan en este sentido.

Los países en los que la Policía mata más están en nuestra región: Jamaica, El Salvador, Venezuela y Brasil. Es un fenómeno difícil de desarticular porque hay una demanda social que se refleja en “bandido bueno, bandido muerto” y en los linchamientos. No es solamente una idea de la Policía, es un problema social y de cultura política. Desarticularlo es bastante difícil; los sistemas de justicia no investigan de manera satisfactoria, hay una presunción de que si murió en manos de la Policía es una muerte legítima. Lo que está claro es que la Policía que mata mucho termina muriendo también. Es una fantasía pensar que mueran “los malos” y no “los buenos”. Parte de la fantasía del armamento es que hay “armas del bien” y “armas del mal”, y que hay que darle armas a “los ciudadanos de bien” para que se defiendan de los ciudadanos que van contra la ley. Evidentemente no hay una distinción drástica entre los dos grupos y si uno arma a un grupo está armando a los dos. Si uno piensa que la Policía puede matar a los malos para proteger a los buenos, como pasa en Brasil, siempre va a haber casos de la Policía asesinando a personas inocentes.

Las propuestas en Uruguay tienden a proponer la mano dura como herramienta, ¿por qué falla? Y si falla, ¿por qué lo siguen intentando?

Es una lógica muy simple que apela a razonamientos primitivos y emocionales, y cuando no funciona el argumento es que “hay que ser más duro”. Y si doblar la pena no funciona, cuadripliquemos la pena. Si matar a 500 no funciona, matemos a 800. Es muy difícil cambiar el modelo; lo que se discute muchas veces es intensificar el modelo, pero no cambiarlo. Esto está muy claro, incluso en modelos militarizados. Si uno va a trabajar en un territorio con la población tiene que ganársela. Si uno es muy duro en las intervenciones va a hostilizar a la población, cuya información es fundamental para desarticular a los grupos criminales. Es mucho más importante que la gente confíe en la Policía y que te dé la información que necesitas, que poder allanar en mitad de la noche cualquier lugar. Desgraciadamente, hay muchas fuerzas en América Latina que no lo han entendido y piensan que si son más duros, si entran por la noche, si lo hacen sin orden judicial van a conseguir resolver el problema. Pero lo que consiguen es alejarse de la comunidad y disminuir los flujos de información. Uno tiene que trabajar con la comunidad. Hay experimentos interesantes en Honduras, en donde un grupo de sociedad civil investiga y consigue información porque la gente les cuenta cosas que no le contaría a la Policía. Hay que trabajar con inteligencia en vez de con dureza. La dureza está comprobado que no funciona.

¿La opinión pública es cómplice de que no cambie el modelo?

Es bastante cómplice. Hay sectores influyentes que favorecen el modelo punitivo y que votan por candidatos que proponen este tipo de medidas, a pesar de que no funcionen. Falta una tarea pedagógica para que la gente entienda que este modelo no funciona. En algunos casos son personas que están muy preocupadas. Hay una investigación reciente en Brasil, que concluye en que mucha gente que defiende lo de “bandido bueno, bandido muerto” al mismo tiempo opina que la Policía no está preparada para distinguir “la gente de bien” de los criminales. Entonces, ¿cómo le vamos a dar a la Policía el poder de que mate si sabemos que es incapaz de distinguir a unos de los otros? La gente está tan desesperada que acaba apoyando una posición que no es instrumental sino simbólica. Es expresiva: “Que los maten”, a pesar de que saben que no siempre matan a los que deberían y que no es la solución.

¿Las cárceles son reproductoras y agravantes del problema? ¿Cuánto influyen en la seguridad?

Absolutamente. Las cárceles en la región son estructuradoras de la violencia y la criminalidad. Los grupos criminales se estructuran en general en las cárceles y a partir de las cárceles. Muchas de las medidas que se toman supuestamente para debilitar al crimen organizado, lo fortalecen. Por ejemplo las cárceles de alta seguridad, a las que llevan a los más peligrosos de varios lugares y los ponen juntos; en poco tiempo tienen una red nacional de grupos criminales que se han estructurado. Las cárceles son una asignatura pendiente en toda la región. Su capacidad de resocialización es muy baja, los niveles de reincidencia son muy altos y las condiciones son hostiles. Todo esto acaba generando mayores niveles de criminalidad y violencia.

¿Por qué los políticos siguen defendiendo la privación de libertad como estrategia?

Por lo mismo que defienden el armamento y la dureza: porque no conocen otra cosa y porque son argumentos que apelan con facilidad a una opinión pública desesperada. Necesitamos cárceles pequeñas, que tengan internos del mismo perfil, cárceles en las que los internos puedan trabajar. Necesitamos adoptar la privación de libertad como última medida posible para crímenes violentos, para todos los otros es mejor otra cosa. Los criminales no violentos deberían estar haciendo servicio público, recogiendo basura, ayudando en hospitales. Deberían estar haciendo algo de utilidad pública y viviendo modestamente. En América Latina eso es un sueño.

En Uruguay se está discutiendo un plebiscito que propone la militarización, ¿mejoraría la seguridad?

La militarización no mejora la seguridad. El Ejército tiene otra función y otra doctrina. Cuando uno coloca al Ejército para combatir la criminalidad tiene que transformarlo de manera que ya no funcione como un ejército, si no va a combatir contra el enemigo como sabe hacerlo, y eso va a recrudecer todos los problemas de seguridad. Además, el Ejército tiene poca capacidad de investigación. La investigación es mucho más eficiente que el patrullaje. Pero en América Latina seguimos convencidos de que el patrullaje es fundamental, que necesitamos más policías, más patrulleros y más armas, cuando en realidad necesitamos más información, más inteligencia, más infiltración, más pago por información, y no militares en las calles. Pero lo que tenemos en muchos países es más militares en las calles.

¿Cómo han sido las experiencias de los países que han militarizado la seguridad?

No resultó en ningún país. No hay ningún ejemplo positivo en el mundo. Países que han militarizado y que ha sido un desastre hay varios. México es un ejemplo claro: triplicó su tasa de homicidios en pocos años después de que el presidente Calderón llamó al Ejército para el “combate al narcotráfico”. En América Central ha tenido resultados brutales. En Venezuela la llamada al Ejército complicó todo. Cuando muere Hugo Chávez, Nicolás Maduro llamó al Ejército y creó unas operaciones llamadas “de liberación del pueblo”; son masacres que han recrudecido el problema de seguridad en ese país.

¿Hay formas de cambiar las políticas de seguridad para que no sean sólo políticas del miedo?

Hay que cambiar la sociedad. No es un problema técnico. Evidentemente hay una cuestión técnica y hay que tecnificar y mejorar la calidad de los datos, evaluar las intervenciones, etcétera. Pero fundamentalmente estamos ante un problema político que sólo se resolverá cuando la gente entienda que las soluciones tradicionales no funcionan. Si queremos una sociedad menos violenta tenemos que tener una sociedad menos desigual, con programas sociales, Policía más eficiente y mejor preparada, y no Policía más truculenta ni políticas que promuevan la violencia.