Hubo un tiempo en que Ricardo trabajaba como feriante. La primera vez juntó algunas cosas que ya no se necesitaban en su casa, las cargó en la camioneta y allá se fue a la feria barrial, con su madre al volante y la ansiedad apenas reprimida. El primer día le fue bien, pero hubo jornadas mejores, en las que llegó a ganar 400 pesos en un par de horas. Nada mal para un adolescente que buscaba pagarse sus gustos y salidas. El “mamá, dame plata” lo cambió por “mamá, llevame a la feria”. María Josefina, su madre, estaba encantada.

“De esa forma matábamos tres pájaros de un tiro: Ricardo ganaba dinero, las cosas adquirían nueva vida con otros dueños y yo me desprendía. Así es la vida, desprenderse”, cuenta María Josefina ahora, y sabe de lo que habla. De hecho, que ahora estemos conversando en el jardín de su casa en Flor de Maroñas tiene que ver con el desprendimiento, con la generosidad y, de alguna manera, con la transgresión.

Flor de Maroñas se pobló en los años 40 y 50 a raíz de la instalación de fábricas textiles y curtiembres. Los obreros fueron construyendo sus casas de planes económicos en los alrededores, las parejas se conocían en la fábrica, se casaban y se instalaban en las cercanías, los hijos ingresaban a trabajar en el mismo lugar que sus padres. La masa de trabajadores no solo creó sus hogares, sino también sindicatos, asociaciones políticas y comisiones barriales. Pero María Josefina no se acuerda de eso: en esa época crecía a pocas cuadras del centro de Montevideo, en un barrio que comparte nombre con el parque que lo rodea, el Parque Batlle, donde el verde de los árboles se mezcla con las fachadas de las casas de estilo.

Ahí fue niña, adolescente y joven. Ahí convivió con sus hermanos y sus padres. Ahí conoció el derecho y la abogacía de la mano de su papá, Américo Plá, reconocido abogado laborista, fundador del Partido Demócrata Cristiano, diputado, senador y decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.

Digna hija de su padre, se recibió de abogada a los 25 años. El último examen para obtener el título estaba pautado para el 27 de junio de 1973, pero fue cancelado y semanas más tarde vuelto a fijar para el mes de agosto. La causa: la disolución del Parlamento por parte del presidente Juan María Bordaberry con apoyo de las Fuerzas Armadas. Ese día Uruguay ingresó en una dictadura que se extendió hasta 1985.

Mientras la novel abogada representaba a trabajadores despedidos y destituidos por haber participado de la huelga general en contra del autoritarismo, también soñaba con encontrar caminos para vivir su fe religiosa. “Mis búsquedas no se caracterizan por mi iniciativa, sino por dejarme encontrar. Más que ponerme plazos, metas, objetivos, yo me siento vibrar, asombrar ante alguna señal que luego voy siguiendo e hilvanando”, cuenta. Así llegó a un curso de catequistas de adultos y a un seminario sobre comunidades eclesiales de base que se realizó en la parroquia Santa Gema, a 12 cuadras de donde estamos ahora, sentadas en el banco de madera de su jardín.

El movimiento de las comunidades eclesiales de base surgió a partir del Concilio Vaticano II y tuvo gran desarrollo en América Latina. Se trata de pequeños núcleos de personas que, según me explica María Josefina, “viven la fe, aprendiendo de la fraternidad y la solidaridad”. Estos grupos se comprometen con los valores cristianos desde la acción, desde la inserción en los barrios más pobres, desde la lucha con y para la comunidad. Una apuesta a la transformación social que se abría paso en plena época de represión y miedo.

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El primer día de aquel seminario Josefina llegó tarde: el 106, el único ómnibus que la llevaba de Parque Batlle a Flor de Maroñas, pasó dos veces sin detenerse y tuvo que esperar varios minutos para que llegara el tercero. Los encuentros se desarrollaron durante toda una semana y al finalizar María Josefina supo que había descubierto su manera de vivir la fe. Se había dejado encontrar por Santa Gema y por Flor de Maroñas.

Durante dos años fue y vino en el 106. El barrio ya no era aquel de las fábricas trabajando a tope y los obreros organizados. La represión militar desarticuló los sindicatos y las industrias fueron cerrando.

Pero si la opción había sido unirse a esta comunidad, entonces tenía que ser una vecina más. Una mañana de 1977 el auto de su madre estacionó frente a la puerta de esta casa. María Josefina bajó con dos perchas de ropa, un kilo de arroz, uno de harina y uno de fideos. En el patio de atrás estaba el apartamentito que Artemio y Pitita, los dueños del lugar, le alquilaron a ella y a una amiga. No había heladera ni muchos muebles, sólo dos camas donadas y una pequeña cocina comprada en un remate.

Esa noche los padres la acompañaron a la misa en la parroquia Santa Gema y luego fueron a la nueva casa de su hija para celebrar su instalación en el barrio. No estaban convencidos ni entusiasmados. “¿Qué decimos si nos preguntan?”, le decían, y ella ahora lo cuenta entre risas. Se ríe también cuando recuerda las indicaciones que le dio a su padre para llegar a la casa: “Ellos vinieron en auto desde la parroquia y yo me vine caminando con un grupo de vecinos. Para explicarles el gozo que era venir acá a vivir les dije que cuando llegaran al final de la calle Eusebio Vidal, que se abre hacia otra que se llama María Manruco, era como si estuviéramos en Zurich, porque la calle hace una curvita como esa y te bajás ahí y hasta acá llegaba el 7 a Morgental. Habíamos estado una sola vez en Zurich, no hacía tanto. Yo los desconcertaba”.

A pesar de la emoción por vivir en el barrio que eligió como propio, María Josefina pensó que su profesión podía ser una dificultad para el vínculo con los vecinos; ser “la abogada” podía considerarse una diferencia que no le interesaba marcar. El obstáculo y, a la vez la adopción, se manifestaron en un cumpleaños al que había asistido como invitada. La madrina del cumpleañero estaba en la cocina tratando de solucionar una torta que se había quemado y cuando se enteró de que ella estaba, no quiso salir. Tal vez por vergüenza la mujer sintió que no podían compartir la fiesta. Fue entonces que la madre del niño le dijo: “No te preocupes por María Josefina, ella es como nosotros”.

Como vecina de Flor de Maroñas la profesión fue tomando un rumbo cada vez más afianzado en esa opción de servicio y compromiso. “He querido siempre ser abogada de los sin voz, de los sin techo, de los sin trabajo, de los sin justicia”, dice en una reflexión escrita para presentar en un encuentro de abogados en Buenos Aires.

Con ese anhelo creó un consultorio jurídico gratuito en la parroquia Santa Gema y comenzó a asesorar a vecinos desalojados, a quienes por no tener vivienda ocupaban un terreno baldío, a los que se organizaban para la construcción de una cooperativa.

Entre todas las necesidades hubo una fundamental: la identidad. En Uruguay, hasta el año 2005 la cédula de identidad era obligatoria recién a partir de los 12 años de edad; eso produjo que durante décadas muchos habitantes directamente no estuvieran registrados. Para el Estado “no existían”. La vulnerabilidad al extremo, el no ser.

Fue, entonces, tiempo del proyecto “Recuperando nuestra identidad”, ideado por María Josefina para que los niños del barrio tuviesen su cédula y así comenzaran la escuela, para que las madres no recurriesen más a la identificación de otra persona para ser atendidas en un hospital.

“Si no le gusta la rutina, conozca a María Josefina”, me cuenta que decía su madre. Y es que ese “vibrar con la vida”, como define ella su sentir y su forma de estar en el mundo, tuvo diferentes ribetes y manifestaciones. Apareció en las noches de octubre de 1980, en las que recorría parroquias para explicar los argumentos en contra de la reforma constitucional que los militares plebiscitaron en noviembre de ese año. Como integrante del partido Democráta Cristiano y como militante social, María Josefina también apareció leyendo una proclama en radio Sarandí: “Queremos decir que no debemos tener miedo. El “No” no nos conduce al caos, no es volver atrás, no es buscar el desorden, es mirar hacia adelante y es querer un Uruguay de justicia y libertad. Queremos votar el “No” con esperanza porque queremos otro futuro para nuestra patria”.

Aquel 30 de noviembre los uruguayos decidieron que no permitirían la modificación de la constitución. El “No” ganó con 56,8% de votos. El resultado fue una cachetada para el régimen, pero los presos políticos seguían ocupando las cárceles y los desaparecidos no volvían. María Josefina siguió buscando esa justicia y libertad de la que habló en la radio y se unió a los curas Luis Pérez Aguirre (Perico), Adolfo Amexeiras y Juan José Mosca, entre otras personas, para fundar el Servicio Paz y Justicia de Uruguay (Serpaj).

La organización fue un sostén para los familiares de los desaparecidos y un pilar fundamental en el reclamo por la vuelta de la democracia, por el respeto de las garantías individuales y los derechos. Las demandas tuvieron su repercusión en las autoridades militares, no para darles lugar sino para intentar callarlas. Así fue que Pérez Aguirre fue detenido y citado por la justicia militar, algo que no era nuevo para él, y tras una huelga de hambre de varios de sus integrantes en pro de un diálogo nacional, la organización fue proscripta primero y clausurada después.

María Josefina Plá y Mariana Mota en la INDDHH.

María Josefina Plá y Mariana Mota en la INDDHH.

Foto: Pablo Vignali

Mientras Serpaj se movilizaba, desde los barrios más pobres de Montevideo también surgían voces reclamando vida. En el mismo año del plebiscito constitucional, las autoridades desalojaron varios “cantegriles”, barrios de ranchos de chapa y cartón, instalados en terrenos estatales o municipales. La medida no contemplaba una solución habitacional para estos habitantes de la pobreza. Fueron los propios vecinos desalojados y otros que todavía vivían en los “cante” que se organizaron para hacer valer el derecho a una vivienda, tal como establece la constitución. Así nació Movide (Movimiento Pro Vivienda Decorosa), que tuvo el empuje del Padre Cacho, el cura que en el año 1977 se mudó de su iglesia a un rancho en la zona de Aparicio Saravia, una de las de mayor pobreza de la ciudad. Y “como si no las tiene, se las busca”, al decir de Artemio, María Josefina se integró como asesora legal del Movide.

A Aparicio Saravia volvió varias veces, cientos o miles, las que correspondan a diez años de atención jurídica gratuita en la organización San Vicente, creada por Cacho. “Cuando murió me fui del velatorio para buscar unas partidas de nacimiento al registro civil, después volví y seguí llorándolo”, dice hoy. Eso fue el 4 de setiembre de 1992, el día que los carritos tirados por hurgadores de basura formaron el cortejo fúnebre para despedirlo.

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En 1984 la reapertura democrática estaba a la vuelta de la esquina. Luego de negociaciones entre los actores políticos habilitados y la cúpula militar, se marcaron elecciones nacionales para noviembre de ese año. Pero las cárceles continuaban cerradas y los exiliados sin poder retornar. La muerte no se frenó: en abril, el médico Vladimir Roslik murió torturado en un cuartel del departamento de Río Negro.

Entre todos los presos políticos había nueve muy especiales: los llamados rehenes, los líderes del Movimiento de Liberación Nacional, Tupamaros. Como “elementos peligrosos para la seguridad nacional”, fueron trasladados de cuartel en cuartel durante los 12 años de reclusión. Todos atravesaron diversas enfermedades durante esos años, la mayoría las superaron, como el ahora ex presidente José Mujica, pero Adolfo Wassen, no. En junio de 1984, con 38 años y un cáncer mal tratado, Wassen comenzó una huelga de hambre en reclamo de amnistía para todos los presos. María Josefina, que lo había conocido en los viejos tiempos de estudiantes de Derecho, sintió que la medida debía ser acompañada. Junto con otras 20 personas, representantes de fuerzas políticas y organizaciones sociales, ayunó por nueve días. La amnistía llegó finalmente en marzo de 1985, con la asunción del presidente Julio María Sanguinetti, pero Adolfo Wassen no alcanzó a disfrutarla: murió 15 días antes de las elecciones de noviembre de 1984.

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Para tomar una decisión, María Josefina tiene algunos métodos. Uno es escribir las ventajas y las desventajas de las posibilidades que se le plantean. Así lo hizo cuando, a pocos años de vivir en Flor de Maroñas, su compañera se casó y ella quedó sola. “Porque el sentido y la entrega siempre están, pero a veces se siente la falta”, me dice.

Entre las muchas opciones que manejó en ese momento estaban tomar los hábitos y, en el otro extremo, casarse. En esa lista de pros y contras escribió entre paréntesis: “No hay candidato hasta el momento”.

María Josefina nunca tuvo pareja: “Cuando vine acá el sentido era ser más libre, amar más a los no amados, todas esas historias que implican dar la vida entera, pero además no se dio nunca”. No fue una decisión determinante, fue una elección que el transcurrir de la vida no alteró. “Mis reflexiones y elecciones iban por otro lado, tampoco pensé en la maternidad”, me dice. Pero ahí sí la vida le hizo un guiño.

En 2008, a los 60 años, María Josefina se convirtió repentinamente en madre de tres niños de seis, siete y nueve años. Virginia, Ricardo y Ana quedaron huérfanos cuando su mamá murió, en 2007. Durante un tiempo vivieron con dos de sus otros diez hermanos, pero un fin de semana que no tenían con quién quedarse visitaron su casa. Se habían conocido seis años antes cuando, como abogada, realizó el trámite para sacarle la cédula a uno de los niños más grandes. Desde ese momento se generó un vínculo con la mamá y con los hijos que hizo que los ayudara hasta después de la muerte de la madre.

“María Josefina debe saber”, me cuenta que la hermana más grande, de 19 años, les dijo a los asistentes sociales del Ministerio de Desarrollo Social que buscaban la documentación de los más chicos. Y entonces se comunicaron con ella y comenzó a ser la referente.

Pero los niños fueron a más y, luego de algunos fines de semana juntos, un día le preguntaron: “¿Nos podemos quedar en tu casa?”. Esa fue la simple pregunta que hizo que ahora lleve a Ricardo a la feria, oriente a Virginia en sus estudios y cargue en brazos a Ana hasta el auto. Esta última es la más grande de los tres hermanos y sufre parálisis cerebral.

Al sol de esta incipiente primavera montevideana, María Josefina me cuenta que desde hace años le gusta ir por la calle descubriendo grafitis, que las paredes muchas veces dicen cosas que reflejan su sentir. Se acuerda de uno escrito acá en el barrio que dice que sin locura no hay felicidad y siente que es para ella: “Hay una locura de la cruz, del reino, de vivir en una sociedad más fraterna. Para cualquiera tengo un grado de locura, pero esa locura es la que te da la felicidad; sin un poquito de volvernos algo locos no te atrevés a cambiar tu mundo”.