[Esta es una de las notas más leídas de 2019]
La detención, a principios de este mes, del empresario mediático Miguel Sofía, prófugo durante una década, por su presunta participación en dos homicidios y una desaparición en 1971, volvió a hacer sonar el nombre de la organización de extrema derecha que habría integrado cuando ocurrieron los hechos que se le imputan: la Juventud Uruguaya de Pie. En esta investigación, el historiador Gabriel Buchelli cuenta la trayectoria de un movimiento que “quedó marcado por su complicidad en el anticipo de las prácticas del terrorismo de Estado”.
La Juventud Uruguaya de Pie (JUP) fue fundada en octubre de 1970 como resultado de la convergencia de agrupaciones juveniles de todo el país autodenominadas “demócratas”, enfrentadas a la creciente influencia del estudiantado izquierdista, hegemónico en la capital. De fuerte impacto público hasta su autodisolución en 1974, la JUP se manifestó a través de un repertorio de acciones colectivas (propaganda escrita y radial, activismo estudiantil, actos públicos en todo el país) y movilizó a un amplio sector de la población tras un discurso que conjugaba el patriotismo con el anticomunismo militante. Así, esta organización dio voz al sujeto social de derechas en un espacio simbólico fundamental en la disputa con las izquierdas: el ámbito juvenil. Su convocatoria, sin embargo, trascendió a ese espacio generacional.
Tras un cauteloso discurso inicial de respeto a las tradiciones partidarias blancas y coloradas, a partir de 1972 la JUP afianzó un tono crítico a la conducción de sus dirigentes. Con ánimo de constituirse en un movimiento político autónomo, enunció un proyecto caratulado como “revolución nacional”, de neta resonancia falangista, que la condujo a apostar al ajuste por el golpe militar. Desde ese discurso y esa práctica, el movimiento se vio envuelto en múltiples episodios de violencia política que marcaron a la época. La violencia derechista no estatal, que desde 1971 sacudió al país, encontró en la JUP un depositario natural, por ser el movimiento social de derecha de mayor visibilidad. Así, quedó marcada por su complicidad en el anticipo de las prácticas del terrorismo de Estado.
En mi investigación de largo aliento he tratado de mostrar que la JUP fue más que un mero instrumento de violencia política, y que se trató de un movimiento social que aglutinó detrás de las banderas del “patriotismo” y el “anticomunismo” a una vasta “reacción conservadora” frente a los portavoces del “caos”. Aquí, particularmente, trataré de mostrar el grado de protagonismo que la organización adquirió en el escenario de violencia de los años 1971-1973, a partir de prensa de izquierda y jupista, archivos desclasificados de Inteligencia policial e informes del embajador francés en Montevideo a su cancillería, además de entrevistas a protagonistas.
“Desde un tiempo a esta parte los voceros del comunismo pretenden confundir a la ciudadanía desprevenida del país con una andanada de ataques contra el movimiento de la Juventud Uruguaya de Pie. El más manido es la de imputarle todos los disturbios acaecidos en Secundaria. La JUP sería algo así como aparcera de la feroz policía en la provocación de conflictos, contra inocentes estudiantes de izquierda”, decía el 7 de octubre de 1971 La Mañana, periódico que publicaba una página oficial de la JUP en su “Edición del interior”.
¿Fue la violencia física un componente del repertorio de acción colectiva de la JUP? Hubo tres escenarios clave en los que se manifestó la violencia política derechista no estatal (o paraestatal): el estudiantil, el preelectoral (setiembre a noviembre de 1971) y un escenario más difícil de clasificar, en torno a la acción de los denominados “escuadrones de la muerte”. Estos tres niveles fueron parte de un continuo que iba acentuando su carácter cruento, ilegal y por ende, terrorista.
La conflictividad en la enseñanza
El despliegue movilizador de la JUP en los primeros meses de 1971 coincidió con prolongados conflictos en la enseñanza secundaria, fundamentalmente en liceos montevideanos; en algunos centros de estudios se produjeron graves enfrentamientos entre estudiantes de izquierda y de derecha. En este clima de radicalización, la JUP vino a dar un marco de reproducción y legitimación a las prácticas y discursos de los jóvenes de derecha. El eje del conflicto se centraba en la intervención de la enseñanza media que el Poder Ejecutivo aplicó entre febrero de 1970 y junio de 1971. Conviene repasar aquel controvertido escenario.
Para el sujeto social de derecha, la dilución del “principio de autoridad”, sobre todo en los liceos y especialmente desde 1968, resultaba exasperante. La hegemonía de las agrupaciones estudiantiles de izquierda, aliadas además a los sindicatos docentes de igual signo político, se hizo notoria. Desde tiendas de la derecha se reclamaba al Poder Ejecutivo, encabezado por Jorge Pacheco Areco, que se intervinieran los entes educativos, en contra de una fuerte tradición autonomista en todas las ramas de la enseñanza. Finalmente, la intervención en Secundaria y Universidad del Trabajo fue resuelta el 12 de febrero de 1970 mediante el decreto número 88, amparado en la aplicación de medidas prontas de seguridad. Se designaron consejos interventores para ambas ramas y el de Secundaria quedó presidido por el profesor Armando Acosta y Lara (ejecutado en 1972 por el Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros, que lo acusó de integrar el “escuadrón de la muerte”).
En De la reforma al proceso: una historia de la Enseñanza Secundaria (1955-1977), Antonio Romano afirma que la intervención era parte de un nuevo proyecto político pedagógico, que se profundizaría desde 1973, primero con la ley de educación “Sanguinetti” y luego con el golpe de Estado, y sustentado en los conceptos de “nuevo orden, nuevo hombre, nueva formación moral y cívica”.
La intervención chocó desde un comienzo con la cerrada oposición de la Asamblea de Profesores (órgano asesor del Consejo) y de los gremios docentes y estudiantiles, y aunó en su oposición a un arco muy diverso de la opinión política, desde los márgenes izquierdos hasta posturas del centro liberal. Para los sectores más organizados de la izquierda, el ámbito educativo se transformó en un espacio de acción política privilegiado. El Partido Comunista, según Gerardo Leibner (Camaradas y compañeros. Una historia política y social de los comunistas del Uruguay), lo definió como el principal conflicto social y político de 1970. Desde estos ámbitos se desataron importantes movilizaciones. “Del 22 al 26 de julio [de 1970], Montevideo parece un campo de batalla, con piedras, gases lacrimógenos por todos lados y barricadas que se erigen, se levantan, vuelven a instalarse.”, dice Julio María Sanguinetti en La agonía de una democracia: proceso de la caída de las instituciones en el Uruguay (1963-1973).
Para diluir la conflictividad, los consejos interventores suspendieron las clases el 28 de agosto de 1970 para luego clausurar el año lectivo el 4 de setiembre. “La medida de suspensión desnuda la imposibilidad del gobierno de restaurar el orden”, escribe Sanguinetti en el libro mencionado, publicado en 2008. Dicho por quien en 1970 era un diputado aliado al gobierno y luego se desempeñaría como ministro de Educación y Cultura del gobierno de Juan María Bordaberry, expresa el estado de ánimo del sujeto social de derecha: caos provocado por la izquierda, impotencia de la derecha para imponer el orden e inevitabilidad de la intervención.
La respuesta de los gremios de la educación fue la de organizar “contracursos” y “Liceos Populares”. Para Leibner, la movilización contra el cese de cursos “transformaba ante la opinión pública a los estudiantes agremiados de supuestos promotores del desorden en aplicados estudiantes deseosos de seguir estudiando”, aunque se puede dudar que esa haya sido la percepción predominante en el conjunto de la sociedad uruguaya. Amparado en un denso herramental mediático, el enfoque que señalaba a los gremios como los portadores del caos debió tener una fuerte audiencia, lo que, para Real de Azúa, respondía a un antagonismo establecido: “la concepción enteramente tradicional que de los fines de esa enseñanza profesa un sustancial sector de la población nacional y la otra, y tan distinta, que se involucra en la militancia de los sectores docentes y estudiantiles de posición más extrema” [en Partidos, política y poder en el Uruguay (1971 – Coyuntura y pronóstico)].
Romano ha llamado “guerra pedagógica” al proceso educativo desplegado desde las altas esferas. Durante el año y medio de labor de los consejos interventores, “la función de los sistemas educativos 'cambia' y pasa a transformarse en un espacio de prueba de formas de socialización (despolitización) de los jóvenes, principales opositores al gobierno”. Para ello, debieron contar con el apoyo de un cuerpo docente dispuesto a colaborar, lo que implicó decenas de destituciones, y de un sector estudiantil dispuesto a “asegurar el cumplimiento de un año lectivo normal por todos los medios”. La JUP estuvo llamada, según Romano, a cumplir con esta última función.
Cabe señalar que la JUP nació en octubre de 1970, cuando los cursos ya habían sido suspendidos por el Consejo Interventor. Por ende, la presencia activa de esa organización en el conflictivo clima de la enseñanza solo pudo darse desde el momento en que los cursos fueron reiniciados, en marzo de 1971.
Un artículo publicado en La Mañana el 6 de mayo de 1971, en pleno conflicto entre las gremiales estudiantiles de izquierda y las agrupaciones “demócratas”, ilustra el discurso de la JUP para legitimar sus luchas: “Somos los que vamos al Liceo a hacer algo hasta que cumplamos 18 años y podamos trabajar. Somos hijos de familias que no nos usan de instrumentos de sus rencores políticos ni de sus situaciones económicas”.
A partir de marzo de 1971, en Montevideo y la zona metropolitana hubo focos de disturbios en los liceos Bauzá, 18, 9, el de Las Piedras, el IAVA y otros. Según el embajador francés, a fines de mayo, de veintidós establecimientos liceales de Montevideo, solo diez funcionaban más o menos normalmente, mientras que los otros estaban cerrados, ocupados o desorganizados.
Los consejos interventores cayeron el 12 de junio de 1971 por decisión parlamentaria, en una medida que Romano interpreta como una respuesta política ante el “alto grado de impopularidad” de la intervención. Fue una de las pocas ocasiones en que el gobierno de Pacheco claudicó ante el legislativo. El informe del embajador francés señalaba que “la extrema izquierda canta victoria”, pero entendía que ese enfoque era erróneo, y que solo se trataba de una maniobra táctica del presidente. Para él, el hecho de que nombrara de inmediato al ex presidente del Consejo Interventor, Armando Acosta y Lara, como subsecretario de Interior, era “un signo elocuente” de continuidades.
Desde entonces, la JUP sostuvo un discurso crítico al levantamiento de la intervención y a la acción de los consejos interinos, entendidos como una claudicación ante la presión sindical y estudiantil. “Todo el Gobierno ha entregado la E. Secundaria al control comunista. Todos nos damos cuenta”, decía La Mañana el 24 de junio de 1971. Para voceros de la JUP, había una actitud “entreguista”.
Naturalización de la violencia en secundaria
Resulta imposible hacer un recuento de las acciones violentas adoptadas por núcleos estudiantiles de izquierda y de derecha contra sus rivales. Los enfrentamientos a golpes de puño, con cachiporras e incluso con armas de fuego fueron frecuentes, según numerosos testimonios. Para los militantes de izquierda, la convicción de que los grupos “demócratas” actuaban con la protección –si no con la decidida participación de la policía, uniformada o encubierta– reforzó la radicalidad de sus acciones.
Uno de los mecanismos privilegiados por las gremiales estudiantiles, tanto liceales como universitarias, para penalizar a quienes definían como “fachos” fue la desgremialización. Si bien se trataba de una medida de carácter simbólico, su discusión y resolución en asambleas debió ambientar no pocos enfrentamientos. Cuando entrevisté a Hugo Manini Ríos –hermano del actual comandante en jefe del Ejército, Guido Manini Ríos, y nieto de Pedro Manini Ríos, fundador del diario La Mañana y cabeza de la derecha antibatllista colorada a principios del siglo XX–, opinó que “la violencia que soportaban los militantes de la JUP era mucho más moral que física. Como el caso de [Mario] Soca, que fue juzgado y desgremializado en la Universidad. Mi hermano Bruno, que fue desgremializado en Agronomía y no pudo seguir estudiando. Infinidad de casos”.
Sofía el “demócrata”
El 7 de mayo de 1971 El País informó sobre un ataque con pintura roja arrojada sobre la cabeza de un conocido militante “demócrata”: se trataba de Miguel Sofía. Fotografiado en el patio de un liceo, resultaba una imagen de corte impresionista, con la pintura roja corriendo por su barba y mejilla. Por entonces, Sofía era un militante de derecha conocido desde hacía ya algún tiempo en los ambientes de la militancia estudiantil.
Desde la última semana de abril de 1971 se vivieron disturbios entre estudiantes en varios liceos y el Bauzá se constituyó en el principal nicho de “resistencia” de la derecha a la hegemonía izquierdista entre los liceos de la capital.
El periódico socialista El Oriental, bajo el título “Los fascistas en acción”, responsabilizó a militantes de la JUP de haber ingresado el 27 de abril “con los revólveres en la cintura o con garrotes” al liceo mientras se realizaba una asamblea estudiantil “donde se trataba, precisamente, los manoseos y provocaciones que por parte de esos mismos elementos eran objeto muchachas y muchachos”. Según esta crónica, los atacantes dispersaron a los asambleístas a balazos, no habiendo “heridos graves de casualidad”. Al día siguiente, “la gente de la JUP” ocupó el local de estudios mientras padres y alumnos realizaban en la puerta un acto de desagravio por los hechos de la víspera. Los ocupantes dispararon nuevamente y la policía intervino para apresar a varios de los estudiantes que protestaban por la ocupación al grito de “fascistas, fascistas”. Tras esto, los agredidos marcharon hasta el Viaducto del Paso Molino, donde unos individuos volvieron a dispararles desde un auto. Los tiradores fueron vistos luego conversando con los ocupantes del Bauzá. Las víctimas de esos atentados identificaron a trece de sus atacantes, entre los cuales figuraba el Manco Ulises Fernández, “conocido agente policial, protagonista de graves sucesos desde hace tiempo en el Bauzá”, se informaba luego en sendos comunicados de los gremios estudiantil y docente, denunciando la responsabilidad del Consejo Interventor en este tipo de incidentes. En el análisis del órgano socialista, la policía y la JUP actuaban en connivencia, siendo la comisaría próxima al liceo “la base de operaciones” del grupo: “Bajo el alón protector del pachecato, al fascismo se le hace el campo orégano”.
De acuerdo al embajador francés, el Liceo Bauzá “fue teatro de actos de violencia de cierta gravedad, ya que estudiantes de tendencias opuestas se enfrentaron con armas de fuego (felizmente, sin alcanzar a nadie). Una nueva organización, la Jeunesse uruguayenne debout (JUP) [manuscrito: “de extrema derecha”, sobre tachado: “de tendencia fascista”], cuya formación fue suscitada por partidarios de la reelección del presidente Pacheco y que tendría apoyo de la policía”. Desconocemos qué fuentes manejaba el embajador, pero las referencias al vínculo JUP-gobierno-policía sugieren la existencia de un cierto sentido común al respecto en los circuitos de poder.
La violencia en los liceos se agudizó en el año y medio anterior al golpe de Estado de junio de 1973. Los testimonios dan cuenta de la generalización de una modalidad particular: el ataque a los institutos controlados por estudiantes de izquierda por parte de grupos externos, amparados frecuentemente en la acción de efectivos policiales. Uno de esos ataques, perpetrado el 11 de agosto de 1972, mientras se llevaba adelante una asamblea gremial en el Liceo 8, terminó con la vida del estudiante Nelson Rodríguez Muela, militante del Partido Comunista Revolucionario (maoísta). El grupo agresor, compuesto por unos quince jóvenes ajenos al instituto y encabezado por Enrique Mangini, entró disparando balas al recinto liceal. Detenidos por la policía, siete atacantes terminaron procesados por atentado a la propiedad privada, pero la causa por el homicidio fue archivada, hasta su reapertura en 2009. Más tarde, ya en dictadura, el grupo fue beneficiado por una amnistía a presos comunes.
La prensa de la izquierda presentó este caso y los demás de este tipo como ataques de la JUP. Esta respondió con su habitual retórica de invertir los términos de las responsabilidades: “Por fin encontraron el muerto”, tituló el semanario jupista Nuevo Amanecer, en tanto deslindaba toda participación.
La percepción de que los centros de estudios eran objeto de ataques de grupos de derecha quedó estampada en la “Plataforma de 5 puntos” que la CNT elevó al Poder Ejecutivo apenas iniciada la huelga general contra el golpe de Estado del 27 de junio de 1973. El reclamo por la “erradicación de las bandas fascistas que actúan impunemente en la enseñanza” reflejaba la relevancia que al asunto le daban las fuerzas de izquierda.
Para los medios de prensa de izquierda como El Oriental, el comunista El Popular y Cuestión, del Movimiento 26 de Marzo, no cabían dudas sobre la identidad jupista de los agresores en ese tipo de hechos. Cargada de adjetivaciones ideológicas (“fascista”) y connotaciones de clase (“nenes bien”), la JUP era presentada como un mero agente de acción represiva complementario de la policía y al servicio del gobierno.
Por su parte, el comunicado de los profesores tras los hechos ocurridos en el Bauzá en abril de 1971 agregaba algo de complejidad al asunto y proponía pensar en una distribución de tareas escalonadas entre diversos actores, al referirse a la “intervención de grupos armados que acatan las directivas de la JUP cuya vinculación con la Intervención se manifiesta en el hecho de que su presidente es secretario del Interventor Escanellas” (apuntaba a Gabriel Melogno, presidente de la JUP en Montevideo y efectivamente secretario de Antonio Escanellas). Esta tesitura ubicaba a la JUP como una superestructura próxima al poder político, a la cual respaldarían “grupos armados” que no necesariamente participaban en su orgánica.
La JUP dio su opinión sobre los hechos de abril de 1971 en su página del “suplemento verde” de La Mañana, bajo el título “Los hechos del Bauzá. Una juventud sana ante el fanatismo foráneo”. Todas las acusaciones de violentismo en su contra eran redirigidas contra sus enemigos. No se habría tratado de una ocupación, sino que el Bauzá fue “defendido, preservado... por estudiantes que se adelantaron al vandalismo de los izquierdistas, evitando que éstos se adueñaran de la casa de estudios”. La responsabilidad de la balacera era también redireccionada, acusando de la misma a los izquierdistas. En definitiva, no se había tratado de un enfrentamiento entre grupos políticos, sino “de estudiantes auténticos defendiéndose de fanáticos antipatriotas”. Se preguntaba luego: “¿Qué papel tuvo la Juventud Uruguaya de Pie en el episodio? Como Movimiento, ninguno. Como conglomerado de jóvenes que comprende sus ideales, desde luego entre los estudiantes que defendieron el Bauzá, había simpatizantes de la JUP”.
Esta manera de decir “no fuimos” pero “estamos con ellos” respondía a un dilema no resuelto por la organización. Por un lado, la JUP encontraba en aquellos núcleos de estudiantes “demócratas”, además de un marco de contención de la izquierda juvenil, el espacio para ganar adherentes y expandir su influencia, y por lo tanto no los podía defraudar. Por otro lado, a nivel público, era necesario para la JUP mantener la imagen de referente de la juventud “sana y patriótica” con la que se había lanzado desde el interior del país –su origen estuvo en Salto– y a la cual la proximidad con el escenario de violencia podía perjudicar.
Según dos ex dirigentes de la JUP que entrevisté, Hugo Manini y otro de iniciales GT, en el liceo funcionaba una agrupación “demócrata” llamada Siempre Bauzá, que combatía los supuestos excesos izquierdistas. Esa agrupación, de acuerdo a ellos, no respondía orgánicamente a la JUP, aunque hubiera entre ellos simpatizantes de la organización. GT y Manini reconocieron también que esa agrupación recibía apoyo externo de gente armada. Esto había sido resultado, según ellos, de que los comunistas hacían lo mismo, trayendo a obreros en camiones a castigar a los oponentes de sus camaradas liceales. Entre la gente armada que apoyaba a “Siempre Bauzá” ubican al grupo que comandaba el Manco Ulises, pero aseguran que la JUP siempre evitó el vínculo con ellos. “El Manco Ulises nunca fue de la JUP”, sino que “era una persona paga por los yanquis. Era policía. Tenía sus autitos”, dijeron.
El informe de la inteligencia policial sobre la JUP al respecto de los incidentes del Bauzá señala los mismos matices : “Asociación ʻSIEMPRE BAUZÁʼ. Tiene su sede en el mismo Liceo Bauzá, dirigida por un consejo regente de 3 miembros, con 300 inscriptos. Orgánicamente no depende de la JUP, pero sus integrantes son admiradores de la misma, asiduos concurrentes a su sede central y, en forma individual, estrechamente vinculados a la JUP”
El contexto preelectoral
Los meses previos a las elecciones de 1971 estuvieron jalonados por niveles de violencia política muy por encima de los habituales en la historia electoral del siglo XX. Eduardo Rey Tristán, en La izquierda revolucionaria uruguaya, 1955-1973, afirma que de 146 acciones violentas adjudicadas a lo que él llama “grupos paramilitares” en ese período, 95 se produjeron en 1971 y 46 en 1972. Los “atentados” de derecha contra personas causaron seis muertes. “Mientras las acciones de la izquierda revolucionaria se enmarcaron en estrategias más amplias motivadas por el propio carácter y objetivos de esas organizaciones, la acción paramilitar fue más limitada en sus formas, y se orientó principalmente contra las personas. Esto estuvo motivado sin duda por la diferente función que la violencia cumplía para estos grupos respecto a los revolucionarios. No había una estrategia a partir de la cual se pretendiese el poder, sino más bien era de represalia, de posible apoyo a la labor de las fuerzas de seguridad... o incluso, en ocasiones de puro y simple terror”, dice.
Al contrario de lo que ocurría con la violencia izquierdista, la mayor parte de los atentados derechistas quedaron sumidos en el anonimato. Las víctimas de la violencia necesitan poner nombre al agresor que no se identifica. “Detrás de esa mano, se mueven los verdaderos culpables; se mueve la JUP, una organización que no ha ocultado su definición ultraderechista. Se mueven otras bandas fascistas parapoliciales, ostensiblemente asesoradas por expertos estadounidenses y brasileños.”, decía El Popular en noviembre de 1971.
Entre el sinnúmero de acciones de violencia que involucran a la derecha en aquél contexto electoral, hay por lo menos uno que presenta una relación directa y comprobable con la JUP. El 10 de noviembre de 1971, la organización realizó un acto en Montevideo en la plaza Viera (en Rivera y Francisco Muñoz), tras el que se produjeron hechos graves de violencia. Hay dos versiones de los incidentes y totalmente contradictorias. Según El Popular, luego de finalizado el acto, un conjunto de participantes marchó desde la plaza en dirección este. A diez cuadras en esa dirección, en la intersección de Rivera y Pastoriza se encontraba un local de la Lista 1001, referente del Partido Comunista. Al llegar allí, “las hordas fascistas de la JUP” atacaron el local a balazos. Al producirse un tiroteo, acudieron la Policía y un vehículo del Ejército, emprendiéndola ambos contra los ocupantes del local y produciéndose detenciones. Tras los hechos se constataron dos heridos: el comisario Blas Fabregat y “el fascista” Jorge Washington Piñón, quien “era del Prado, “capanga de la JUP, lugarteniente del ʻMancoʼ Ulises... [los] vecinos lo señalan por andar armado”.
Según GT, efectivamente hubo una marcha por la avenida Rivera luego del acto, y al pasar frente al local comunista les dispararon desde adentro, lo que generó una reacción. GT señala que el comisario herido iba de civil acompañando a los manifestantes, y que Piñón era efectivamente del grupo de Ulises Fernández, pero que éstos últimos no eran orgánicos de la JUP, sino activos militantes anti-izquierdistas en el entorno de los liceos de Montevideo. Sobre presencia de éstos en el acto, respondió algo evidente: ninguna fuerza política puede controlar la asistencia a un acto público.
En nuestra percepción, a priori no parece razonable que desde un comité comunista se disparara espontáneamente contra una marcha rival. Esas no eran al menos las directivas que tenían sus militantes, más allá del margen de improvisación en que pudiera incurrir alguno de ellos. Parece más posible que, si es que se abrió fuego desde el local, fuera en respuesta a una provocación previa desde el exterior. No resulta evidente quiénes pudieron pergeñar una trampa como esa. Asignarle la responsabilidad a la JUP es elegir el camino más corto. Múltiples actores, incluida la JUP, podían beneficiarse del rechazo anticomunista que agitarían los medios de comunicación dominantes a dos semanas del acto electoral. Al día siguiente, El País tituló “Comunistas balearon a manifestación de la JUP en Pocitos” y La Mañana: “Frentistas atacan a asambleístas de la JUP”.
En el marco de aquella violencia preelectoral, la derecha también pudo presentar su “mártir”. El 6 de agosto de 1971 el joven Zapicán Arhancet, de 16 años, resultó muerto de un balazo mientras atentaba contra un comité de base del Frente Amplio. Se trataba de un estudiante del liceo Bauzá, hijo de un militar. Aún hoy, las versiones siguen impregnadas por la polarización de la época, e incluyen desde un inocente ataque con pintura a un intento de arrojar un cóctel molotov y la denuncia de que Arhancet y su acompañante portaban armas de fuego. Nadie fue procesado por el hecho, porque el juez entendió que se había tratado de un homicidio ultraintencional, producto de un disparo de su propia arma cuando el joven era desarmado por militantes frenteamplistas.
De acuerdo a Hugo Manini, el joven fallecido no era de la JUP, aunque sí probablemente fuera de la agrupación liceal Siempre Bauzá: “Era un muchacho que animado por una voluntad antiizquierda hizo algo y murió”. Al calor de los hechos, la JUP invocó esta muerte en un acto realizado en Durazno el 19 de agosto junto a padres y estudiantes “demócratas”; allí, según La Mañana, Manini tomó la palabra y dijo que era un ejemplo de que “el comunismo mata”. Una semana más tarde, Melogno, en un acto de la JUP en Minas, habló de una “ominosa ejecución”, aunque en ningún caso la JUP lo reclamó como militante de la organización.
El campo de las derechas
El complejo mapa de la extrema derecha civil entre 1968 y 1971 incluye a numerosas agrupaciones asociadas a la violencia. Además de la JUP, actuaron el Movimiento Nueva Generación, de origen pachequista, la Coalición Renovadora de Estudiantes Independientes, el Movimiento de Restauración Nacionalista, presuntamente vinculado a la extrema derecha blanca, el grupo de apelativo fascista Movimiento Obrero Estudiantil Nacional Socialista del Uruguay, el Comando Oriental Anticomunista, que perpetró ataques contra sindicalistas de la salud en 1969, el grupo ultracatólico Tradición, Familia y Propiedad, entre otros; además, las agrupaciones estudiantiles como Siempre Bauzá, y las eventuales “bandas” reunidas para acciones puntuales, de lo cual el ataque al comité del FA en el que murió Zapicán Arhancet podría ser un ejemplo.
Actuaron también, desde la clandestinidad, los grupos denominados de manera genérica “escuadrones de la muerte”, que firmaron ocasionalmente sus comunicados o acciones con una variedad de nombres (Comando Caza Tupamaros, Comando Dan A. Mitrione, Defensa Armada Nacionalista, Comando Armando Leses, Brigadas Nacionales, MANO, Escuadrón de Justicia Oriental) y que cobraron en torno a cinco vidas de jóvenes izquierdistas, como refleja un documento de la embajada de Estados Unidos al Departamento de Estado. En las declaraciones realizadas por el agente policial Nelson Bardesio a los tupamaros que lo mantuvieron secuestrado con el fin de investigar las acciones de esos escuadrones, aquél menciona a Miguel Sofía y a Ángel Pedro Crosas como dos de sus integrantes, señalándolos además como pertenecientes a la JUP.
No se pueden descartar las conexiones entre las organizaciones que actuaban en la esfera pública, con las que lo hacían desde el plano de la clandestinidad, aunque los ex jupistas han rechazado terminantemente que Sofía y Crosas fueran integrantes de su movimiento y toman distancia respecto a todas las demás organizaciones mencionadas. “Con esos grupúsculos nunca quisimos saber nada”, asegura Hugo Manini, quien puntualiza que las relaciones entre la JUP y el Movimiento Nueva Generación (MNG) terminaron en una ruptura radical: “Nosotros no tuvimos grandes problemas con el MNG... hasta que un día quisieron copar la sede nuestra”. Efectivamente, el día 31 de enero de 1972 un grupo de hombres armados ingresó al local de la JUP en la Av. 18 de Julio. Bajo el título “Escándalo en la JUP: batalla campal con varios heridos”, Cuestión denunció que se había producido una disputa entre grupos rivales por la supremacía interna: “Manini, armado con metralleta, acusó de traición a otros dirigentes en plena reunión del Consejo Federal”. Según el semanario, Manini había llegado con “cuatro guardaespaldas armados con metralletas, gritando de forma histérica ‘la JUP es mía’”. El resultado habría sido que Gabriel Melogno se retirara herido y que Ricardo Trindade, dirigente de la JUP fuera detenido y luego procesado por “lesiones graves”.
Algunas conclusiones provisorias
En sus ataques contra el movimiento izquierdista, la derecha respondió con una diversidad de dispositivos, no necesariamente coordinados. Primero que nada, la represión lisa y llana –correspondiente al estado de excepción en el que el gobierno había colocado a toda forma de protesta– supuso el uso discrecional de la “fuerza legítima” del Estado, con un estilo que Álvaro Rico ha catalogado como “autotransformación del Estado de derecho en Estado parapolicial” (en Cómo nos domina la clase gobernante. Orden político y obediencia social en la democracia) entre 1968 y 1973, y la aplicación de resortes represivos propios de la “dictadura comisarial” desde junio de 1973.
En el plano de la sociedad civil, hubo tres niveles de acción. En primer lugar el de la JUP, protagónica en el interior del país y con intenciones de contrarrestar la hegemonía izquierdista entre el estudiantado montevideano. El movimiento fue adoptando un ambicioso proyecto político de alcance nacional, en el cual el asunto educativo era central por razones ideológicas y estratégicas. En el medio de la agitación incubada bajo la intervención de la enseñanza media, se posicionó claramente contra los “promotores del desorden”. A través de un arsenal mediático de peso (escrito y radial), la JUP se transformó en una voz relevante de la reacción conservadora en el campo estudiantil. Con un discurso plagado de referencias a la lucha contra los “traidores” y “apátridas”, de hondo sentido belicista, sus militantes no debieron ser ajenos a los enfrentamientos, más allá del rechazo público a la violencia del que la JUP era portavoz.
En segundo lugar, las agrupaciones liceales autoproclamadas “demócratas”, movilizadas por su rechazo al gremialismo de izquierda, y apoyados frecuentemente en núcleos de docentes y padres también autodefinidos como “demócratas”. Muchos de ellos pudieron afiliarse a la JUP o participar en sus actividades. Más allá de estar o no afiliados, todo parece indicar que el rótulo “JUP” constituyó para ese conjunto de activistas de derecha un marco identitario. Esto explica que para los militantes de izquierda no cupieran dudas de que era efectivamente la JUP la que los atacaba.
En tercer lugar, los grupos de choque, seguramente animados desde la fuerza policial mediante agentes encubiertos –lo que los izquierdistas llamaban “tiras”–, proclives a incidir con armas en las disputas interestudiantiles. En qué medida ese accionar policial estaba a su vez ambientado por la inteligencia estadounidense (como lo sugiere el testimonio de un ex jupista), es un extremo que no estamos en condiciones de probar, pero que encontramos muy plausible.
Por último, tenemos los “escuadrones de la muerte”. Las fronteras entre estos comandos, las fuerzas represivas del Estado, las estructuras partidarias y los movimientos sociales de derecha son difusas. La mirada de la izquierda ha quedado abonada por las “actas de Bardesio”, ciertamente creíbles, pero seguramente confusas e incompletas. Gonzalo Varela Petito, en De la República liberal al Estado militar, le adjudicó a esferas gubernamentales el recurso a la violencia parapolicial.: “Un ejercicio abierto del poder represivo no era fácil en la coyuntura [electoral de 1971]; se le complementó pues por la vía clandestina”. En esa dirección irían las apreciaciones que el por entonces líder del batllismo Lista 15, y socio del gobierno, Jorge Batlle, vertiera a la diplomacia estadounidense: “era necesario crear [...] sin tantos miramientos, un grupo secreto que “solucionara” el problema de la guerrilla [...] fuera de las autoridades legítimamente constituidas, como revela Clara Aldrighi en El caso Mitrione. A posteriori, Sanguinetti, por entonces compañero de militancia del recién nombrado, ha preferido explicar ese tipo de hechos como actos de “venganza [...] por algún grupo clandestino presumiblemente de origen policial”, descartando así una orquestación partidaria o gubernamental. Su línea argumental no parece ajena a la intención de deslindar cualquier sospecha de complicidad de parte de una élite política que él mismo integraba.
Es posible que todas estas esferas de acción (fuerzas de represión estatales, JUP, grupos “demócratas”, fracciones partidarias, grupos de choque y “escuadrones de la muerte”) convergieran, generando un traspaso de activistas entre ellas que debió darse tanto de forma espontánea como también bajo mecanismos de infiltración. Algunos hechos y episodios evidencian que las relaciones entre los actores involucrados no se basaban solamente en normas de solidaridad.
En el clima de confrontación que atravesó el país, los actores que habían radicalizado sus posturas no pudieron mantenerse alejado de la práctica de violencia. El porte de armas fue relevado por la inteligencia policial y es asumido en las entrevistas a ex militantes de la JUP, aunque se le asigna un rol defensivo. Pero ese apelativo defensivo de su retórica no debe conducirnos al error. ¿Cuál es la distancia que media entre la autodefensa y la agresión armada? Ha sido en general un dilema difícil de resolver en la investigación acerca de escenarios de espiral de violencia. Si bien la JUP pretendió cultivar una imagen de organización “seria”, que se tuteaba con ciertas personalidades de los partidos tradicionales y con figuras de la Iglesia Católica y que, sobre todo en el interior, se rodeaba del apoyo de tradicionales “fuerzas vivas”, su discurso se cargó de un tono de belicosidad, cimentado en una lógica de guerra (amigo-enemigo), y apelando a la “energía” y la “virilidad” de unos militantes dispuestos a ofrecer “hasta la última gota de su sangre”.
Vale decir que en el campo de la derecha hubo una suerte de “división del trabajo” no explícita, probablemente no planificada, en la cual los grupos de acción directa desempeñaron un rol funcional a la estrategia general de la derecha uruguaya, la JUP incluida, permaneciendo sin embargo ésta inmune a evidencias contundentes de participación en hechos cruentos. Resulta razonable que una organización como la JUP no pretendiera involucrarse en batallas decisivas contra el comunismo. Su invocación al golpe militar desde principios de 1973 denota su confianza en las Fuerzas Armadas para cumplir con esa tarea. No faltaba en su prédica mediática una pretensión “intelectual” que podría reservarles un papel específico en un eventual ajuste autoritario. Tras autodisolverse, luego del golpe militar, varios de los activistas de la JUP escalaron posiciones en el sistema educativo.