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La semana pasada se reunieron en Kenia más de 9.000 delegados de 170 países, incluida una nutrida delegación uruguaya. Eran representantes de gobiernos, movimientos sociales, instituciones académicas, organizaciones sociales y hasta empresas privadas. Llegaron al este de África para participar en la Cumbre de Nairobi, un evento asociado a las Conferencias Internacionales de Población y Desarrollo (CIPD), con las que el Fondo de Población de Naciones Unidas busca generar consensos planetarios en torno a las políticas de población.

Para entender mejor de qué se tratan las CIPD, hay que hacer un poco de historia. La primera se celebró en la década de 1920, se citaron esporádicamente, y se transformaron en una reunión oficial de los gobiernos del mundo recién en 1974, en Bucarest. La fecha no es casual. La población mundial había crecido a un ritmo inéditamente veloz durante el siglo XX, al punto de que en la primera CIPD, en 1927, los humanos sobre el planeta éramos unos 2.000 millones, y al llegar Bucarest 1974 la cifra ya se había duplicado. En ese entonces, las preocupaciones asociadas a la sobrepoblación marcaron la cancha de la discusión sobre el diagnóstico y el posible plan de acción. ¿Éramos muchos sobre el planeta? ¿Habría que hacer algo al respecto?

El debate enfrentó concepciones cercanas a la idea de control poblacional con otras que promovían la idea de que “el mejor anticonceptivo es el desarrollo”, invocando el vínculo entre el desarrollo de las poblaciones y el descenso de la fecundidad –sugiriendo una relación causal más compleja entre ambas–, y avanzando hacia la idea de los derechos reproductivos, en un contexto en el que las soluciones coercitivas aún no tenían muy mala prensa; de hecho, cinco años más tarde, China comenzaría la llamada “política del hijo único”. El resultado de Bucarest fue un acuerdo de compromiso entre ambas visiones y un plan de acción mínimo. Pero la discusión recién comenzaba.

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Cortemos camino. En 1994, la CIPD de El Cairo, la última hasta ahora, marcaría la victoria de una perspectiva basada en la idea de salud sexual y reproductiva y derechos reproductivos de las personas, lo que hizo perder legitimidad a las políticas basadas en controlar el ritmo de crecimiento poblacional y dio mayor espalda política a una mirada sobre la reproducción humana formulada en el lenguaje de la salud y los derechos. Esto incluye ideas hoy relativamente extendidas, aunque aún en pugna; por lo pronto, que nadie debería parir hijos que no ha decidido traer al mundo, ni poner en riesgo su salud por motivos asociados a la reproducción. Es por ese motivo que expresiones como “la agenda de El Cairo” nos pueden resultar familiares. Seguramente hemos escuchado a alguna organización, quizás feminista, refiriéndose al “Programa de Acción”, que emergiera de esa conferencia, como herramienta para reclamar derechos reproductivos.

El escenario actual es aún “post Cairo”. La razón por la que los 9.000 delegados se presentaron la semana pasada en Nairobi es el 25º aniversario de la conferencia. A la Organización de las Naciones Unidas le gustan los aniversarios que son múltiplos de cinco, pero esta cumbre tuvo una razón de ser más sustantiva, o más bien dos. Por un lado, el Programa de Acción de El Cairo tiene aún tareas pendientes. Por otro, el propio marco de derechos y salud sexual y reproductiva está un tanto amenazado por una ola de gobiernos que no tienen interés, por decir poco, en promover derechos reproductivos y mucho menos sexuales, lo que puede traer consigo retrocesos.

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Una digresión: “avances” y “retrocesos” pueden parecer términos lineales o ingenuos, pero en los estudios de población son valoraciones habituales, por buenas razones. Una variedad de discusiones filosófico-políticas acerca de la noción de progreso podrían relativizar este uso, pero ese debate quedará en mejores manos y para una mejor oportunidad. Por lo pronto, quienes trabajamos con datos no podemos dejar de leer ciertas tendencias como progreso humano liso y llano.

Es fácil argumentarlo ante fenómenos como el impactante aumento de la esperanza de vida; sólo necesitamos el supuesto de que es mejor vivir más tiempo que menos, y recordar que hoy lo hacemos minimizando la enfermedad y las formas más directas de violencia. Pero también puede argumentarse que las poblaciones humanas progresan en dimensiones menos evidentes, como la forma de reproducir las sucesivas generaciones. Nos cuesta desnaturalizarlo, pero la posibilidad de elegir con alta precisión la cantidad y el momento de tener los hijos (y si se los quiere tener o no) es un logro civilizatorio tan formidable como reciente. Entre otras cosas, porque la investigación demográfica muestra que controlar la propia fecundidad genera círculos virtuosos asociados a la propia supervivencia de los niños, y a una mayor autonomía en las vidas de todos, sobre todo de las mujeres.

Todo esto para recordar que la agenda de El Cairo es el correlato político más explícito de estas transformaciones. Avanzar esta agenda es avanzar en politizar asuntos antiguamente privados, asociarlos a derechos que las personas puedan reclamar universalmente, disminuir el rol del azar en nuestras vidas, relativizar la influencia de los vínculos consanguíneos. Es decir, situar las condiciones de la reproducción humana en el terreno de las responsabilidades colectivas de la comunidad política. Si esos avances se ven amenazados por la desacumulación de condiciones políticas que deriva de ciertos cambios de ciclo en los gobiernos del mundo, comienza una discusión que, cómo no, incluye términos como “avance” y “retroceso”.

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Volvamos a Nairobi. La cumbre tuvo en su centro la defensa de un marco político crecientemente amenazado y la necesidad de acelerar la acción que se deriva de ese programa. Por lo pronto, el leitmotiv de la cumbre fue “acelerar la promesa” de El Cairo, promoviendo compromisos financieros y políticos de los países y fijando la meta de los “tres ceros” antes de 2030: cero mortalidad materna, cero demanda insatisfecha de anticonceptivos y cero violencia basada en género. Las disputas se centraron en la reafirmación del marco de El Cairo y en la posibilidad de promover avances en el marco de derechos reproductivos que superen incluso lo establecido en 1994; por ejemplo, incorporando el aborto a los derechos reproductivos o consagrando derechos sexuales.

Allí entra a escena Uruguay, cuyo rol durante la cumbre no fue inocuo. Nuestro país, que ya conquistó uno de los tres ceros (ninguna mujer murió durante el parto en 2018) y ha hecho descender los embarazos adolescentes tras una fuerte política de acceso a la anticoncepción, defendió la agenda regional de América Latina, plasmada en el llamado Consenso de Montevideo. Este marco de acción, aprobado en 2013, es producto de un momento político anterior al actual, pero allí permanece. Es el programa de acción regional más ambicioso de todos, por lo que se destaca como uno de los puntos de tensión política sobre estos temas.

De hecho, Pablo Álvarez, coordinador de la Comisión Sectorial de Población de Presidencia, leyó una declaración que defendía la posibilidad de avanzar en la agenda del Consenso de Montevideo ante “discursos de odio que no renuncian a ninguna estrategia para atacar la agenda de la CIPD”, y habló de la población LGBTI y los derechos sexuales. México, en la misma línea, defendió el Compromiso de Puebla, un acuerdo de países de la región que reafirma y busca acelerar esta agenda.

Pero toda tensión tiene otros puntos de apoyo. Y no necesariamente hay que ser el pastor Márquez y decir “ideología de género” cada dos frases para objetar la necesidad de avanzar en derechos. La intervención de Estados Unidos, por lo pronto, se apoyó en el marco de El Cairo, pero fue ciertamente belicosa respecto del espíritu de avanzar en esa línea. Más allá de curiosidades como citar a Melania Trump en un contexto donde se suele citar investigaciones o líderes de mayor porte, el gobierno estadounidense promovió una posición que recordaba que la Cumbre de Nairobi no tenía efectos vinculantes, y que temas como la interrupción voluntaria del embarazo no debían considerarse. La suscribieron pocos países, incluido el Brasil de Jair Bolsonaro, cuyo representante no fue nada tímido a la hora de defender posiciones familistas y “pro vida” que en 1994 habían quedado remitidas al Vaticano y un puñado de estados islámicos.

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Desde luego, no fue necesario que estas disputas se reprodujesen ante todos los temas (¿quién argumentaría en contra de abatir la mortalidad materna, por ejemplo?) para que revelaran los antagonismos existentes. Entre otras cosas, por la evidente interconexión entre los temas; la integración del aborto legal y seguro a los servicios de salud sexual y reproductiva podría reducir la probabilidad de que las mujeres mueran durante el parto, por lo pronto. Habrá tiempo para discutir en qué medida se ejercen algunos derechos cuando no se ejercen al mismo tiempo todos aquellos que garanticen las decisiones sexuales y reproductivas autónomas.

Así, lo que asoma por detrás de los indicadores de mortalidad materna o acceso a la anticoncepción no es sólo la discusión técnica acerca de cada uno de esos temas, o las reivindicaciones más urgentes (desde el acceso al agua potable a la existencia de sistemas de vigilancia epidemiológica), sino el ejercicio de derechos dentro de políticas universales. Sin ir más lejos, uno de los puntos centrales de discusión en la Cumbre de Nairobi fue el acceso a servicios de salud sexual y reproductiva desde una cobertura universal de salud, con lo que uno puede imaginarse rápidamente aliados y enemigos de tal agenda.

Pero puede decirse aun más. La sostenibilidad de estas transformaciones depende de un cambio social más amplio: de una mayor participación de todas las personas en los bienes que genera la humanidad, de la democratización de las decisiones de la vida en común y de la propia distribución planetaria de los recursos. Es decir, de mayores niveles de igualdad, que hagan posible el ejercicio de derechos sobre todo a aquellas personas con peores condiciones para exigir su ejercicio. Mayor igualdad de género, por cierto, pero no solamente. En esa disputa se va la vida de los niños que andan en las calles sin vereda de Nairobi, tanto como la de las adolescentes que deberán atender su salud sexual y reproductiva en cualquier país que tenga elecciones, digamos, mañana.

Ignacio Pardo, desde Nairobi.