Francia, Italia, Hungría, Polonia, Austria, incluso lugares impensados como España y Alemania: la lista de países que se encuentran bajo la sombra de la extrema derecha está creciendo. El triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil y la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos han abierto un debate sobre la escala planetaria de lo que alguna vez parecía ser un fenómeno confinado a Europa.
El debate vuelve inevitablemente a la cuestión del fascismo. ¿Cómo entendemos los movimientos de extrema derecha que lo evocan pero emergen en un contexto histórico radicalmente diferente y hablan un idioma diferente al de “la sangre y la tierra” del siglo XX?
En Las nuevas caras de la derecha (Siglo XXI), el historiador italiano Enzo Traverso apunta a este blanco móvil. El resultado es el “posfascismo”, el intento de Traverso de formular una respuesta que pueda explicar tanto las continuidades como las discontinuidades entre el fascismo clásico y una derecha radical, que guardan un gran parecido de familia.
Los investigadores Nicolas Allen y Martín Cortés hablaron con Traverso sobre el intento por reinventarse de la derecha radical y también sobre cómo la izquierda también podría reinventarse para no quedarse atrás.
Los debates actuales sobre el fascismo y el populismo suelen atascarse en la semántica. En su último libro, adopta un enfoque diferente. Le interesa más cómo se usan esas palabras en el discurso público y lo que pueden revelar sobre los “usos públicos de la historia”. ¿Qué puede decirnos sobre la inspiración general del libro?
Las interpretaciones del pasado no pueden disociarse de su uso público en el presente. Me interesa conceptualizar el fascismo, pero este esfuerzo no es sólo historiográfico, y no es políticamente “neutral”. Por ejemplo, distingo entre fascismo y populismo: el primero significa destruir la democracia; el segundo es un estilo político que puede tomar direcciones diferentes, a veces opuestas, pero generalmente está dentro de un marco democrático.
No estoy seguro de cómo analizar la noción de fascismo hoy. A menudo se abusa de ella. Por lo general, la amenaza del retorno del fascismo ha sido una preocupación de la izquierda. Hoy se ha convertido en un estribillo de las élites que están bajo amenaza por el populismo de derecha y el posfascismo (piensen en Madeleine Albright y Robert Kagan en Estados Unidos o en Matteo Renzi en Italia).
El tipo de frente unido “antifascista” que proponen las élites tradicionales, sin embargo, esconde su propia responsabilidad en la creación de las condiciones que permitieron que la nueva derecha radical emergiera y se extendiera, desde Europa del Este hasta Europa Occidental, desde Estados Unidos hasta Brasil.
La inspiración general de mi libro radica en una pregunta: ¿qué significa el fascismo en el siglo XXI? ¿Debemos considerar el surgimiento de la nueva derecha a escala global como un retorno al fascismo clásico de la década de 1930, o más bien como un fenómeno completamente nuevo? ¿Cómo definirlo y cómo contrastarlo?
El título podría sugerir que el libro trata sobre el neofascismo. En cambio, usted afirma que la deriva hacia la derecha en la política europea es un fenómeno “posfascista”, vinculado al fascismo clásico, pero también distinto de él. ¿Puede explicar esta diferencia?
El neofascismo, compuesto por movimientos que afirman estar afiliados al fascismo clásico, es un fenómeno marginal. Una de las claves del éxito de la nueva derecha radical está en su representación de sí mismos como algo nuevo. O bien no tienen orígenes fascistas (como Trump o Matteo Salvini), o rompieron significativamente con su propio pasado (Marine Le Pen, quien expulsó a su padre del Frente Nacional).
La nueva derecha es nacionalista, racista y xenófoba. En la mayoría de los países de Europa Occidental, al menos en aquellos donde la derecha radical está en el poder o se ha vuelto fuerte, adopta una retórica democrática y republicana. Ha cambiado su lenguaje, su ideología y su estilo.
En otras palabras, ha abandonado sus viejos hábitos fascistas, pero todavía no se ha convertido en algo completamente diferente. Todavía no es un componente normal de nuestros sistemas políticos.
Por un lado, la nueva extrema derecha ya no es fascista; por otro, no podemos definirla sin compararla con el fascismo. La nueva derecha es una cosa híbrida que podría volver al fascismo, o podría convertirse en una nueva forma de democracia conservadora, autoritaria y populista. El concepto de posfascismo trata de captar esto.
Hoy es imposible predecir su evolución. En este punto, la comparación con el período de entreguerras del siglo XX es importante: en ambos casos, hay una falta de orden internacional. El caos después de la Gran Guerra fue el resultado de una ruptura en el llamado “Concierto europeo” –el liberalismo clásico del siglo XIX– y el de hoy es una consecuencia del fin de la Guerra Fría. El fascismo y el posfascismo han nacido de esta situación caótica y fluctuante.
El Frente Nacional de Francia es para usted un caso de manual del posfascismo. ¿El ascenso de Vox en España o la Italia de Salvini lo alientan a matizar algún aspecto de su definición básica del posfascismo, o los ve como una confirmación de su esquema conceptual?
El éxito de la extrema derecha en Francia, Italia, Hungría, Austria, Polonia y, más recientemente, en España y Alemania, dos países que generalmente se consideraban excepciones, refuerza una tendencia general. El Frente Nacional francés fue un precursor. Obviamente, esto abre cuestionamientos dramáticos sobre el futuro de la Unión Europea [UE]. No creo que la UE pueda sobrevivir si estos movimientos posfascistas en los países de Europa Occidental y Central ganan en las elecciones de la próxima primavera en la UE. Probablemente no desaparecerá de la noche a la mañana, pero el colapso de la UE se volvería inevitable a medio plazo.
Sin embargo, el auge de estos movimientos “eurofóbicos” reaccionarios y nacionalistas es producto de las políticas implementadas durante más de 20 años por la propia Comisión Europea [CE]. La UE se ha convertido en una herramienta del capitalismo financiero que impuso sus reglas a todos sus gobiernos por medio de una estructura legal obligatoria, compuesta por un complejo sistema de leyes a veces inscritas en las constituciones nacionales.
El logro más espectacular de las élites neoliberales fue transformar su propia bancarrota social –en 2008 fueron rescatadas por los estados– en una crisis financiera de los estados, que supuestamente habían estado gastando dinero más allá de sus posibilidades y ahora deberían transformarse en instituciones rentables y competitivas. Después de dos presidentes de la CE como José Manuel Barroso (hoy asesor de Goldman Sachs) y Jean-Claude Juncker (ex líder de un paraíso fiscal como Luxemburgo); después de la crisis griega y de diez años de políticas de austeridad a escala continental, el ascenso de líderes populistas de derecha como Salvini y Viktor Orbán no es para nada sorprendente: “El sueño de la razón engendra monstruos”.
No podemos luchar eficazmente contra el posfascismo defendiendo a la UE. Es cambiando a la UE que podemos derrotar al nacionalismo y al populismo de derecha.
Gran parte de su análisis se centra en Francia. Allí, casi parece que la nueva extrema derecha en realidad se entiende mejor como un retorno de lo reprimido: que la incorporación del Frente Nacional es un proceso para hacer explícita la historia autoritaria y colonial en la raíz de la Quinta República. ¿Esto es correcto? Si es así, ¿podría extenderse a otros países que luchan contra tendencias de extrema derecha?
Hay un sabor inevitablemente colonial en la ola xenófoba y racista contra inmigrantes asiáticos y africanos en Europa. Los inmigrantes y refugiados musulmanes, que son sus objetivos, provienen de antiguas colonias europeas. Este es un “regreso de lo reprimido” que revela de manera impresionante la persistencia de un inconsciente colonial europeo. Pero la antigua retórica colonial y racista ha sido abandonada.
El Frente Nacional ya no es un movimiento de heraldos nostálgicos de la Argelia francesa; ahora se representa a sí mismo como un defensor de la identidad nacional francesa amenazada por la globalización, la inmigración masiva y el fundamentalismo islámico. Esta postura neocolonial puede incluir hábitos republicanos y “progresistas”: por un lado, desean preservar las raíces cristianas de Francia y Europa contra la “invasión” islámica; por el otro, pretenden defender los derechos humanos (a veces incluso de mujeres y gays) contra el oscurantismo islámico.
Estos argumentos son muy populares en los medios de comunicación franceses, mucho más allá de las filas del Frente Nacional: muchos intelectuales públicos que no quieren confundirse con Marine Le Pen se han convertido en sus aliados más efectivos, como Alain Finkielkraut, quien recientemente ingresó a la Academia Francesa. Después de los ataques terroristas de 2015, François Hollande y su primer ministro, Manuel Valls, adoptaron políticas sugeridas por el Frente Nacional: estado de excepción, toque de queda, expulsión masiva de inmigrantes indocumentados. Incluso intentaron adoptar el principio de privar de la ciudadanía a los terroristas binacionales (es decir, ciudadanos franceses con orígenes en el norte de África).
¿Qué piensa de términos como “microfascismo” u otros conceptos que ven al fascismo como una dinámica transhistórica dentro del capitalismo?
“Microfascismo” parece una definición inapropiada, ya que nos enfrentamos a un fenómeno global. Dado que una democracia auténtica requiere igualdad social, podemos decir que, especialmente en la era neoliberal, el capitalismo consiste en “deshacer” la democracia, como Wendy Brown ha explicado muy bien. Esta es una tendencia general del capitalismo en sí, no una de sus patologías o formas degeneradas.
Desde la primera mitad del siglo XIX, un pensador liberal clásico como Tocqueville entendió que el desarrollo del capitalismo amenazaba lo que consideraba la “afinidad electiva” entre la sociedad de mercado y la democracia. Esta visión de una identidad entre capitalismo y democracia se convirtió en un mito en la segunda mitad del siglo XX, en la era del Estado de bienestar.
De hecho, esta “humanización” del capitalismo fue una consecuencia de la Revolución de Octubre. Después del colapso del socialismo real y el fin de la descolonización, el capitalismo redescubrió su naturaleza “salvaje”. Las desigualdades sociales explotaron a escala global y la democracia comenzó a vaciarse de su contenido.
El fascismo ciertamente tiene un carácter “transhistórico” –pensemos en las dictaduras militares en América Latina en los años 60 y 70– y no puede desconectarse del capitalismo, que era una de sus premisas. Pero ver el fascismo como resultado de la crisis global del capitalismo no significa considerarlo como su resultado inevitable.
En Estados Unidos, el resultado de la crisis del capitalismo no fue el fascismo. Fue el New Deal. El fascismo pertenece a una época histórica, el siglo XX, en la que destruyó la democracia. Hoy en día, el posfascismo ha perdido la dimensión subversiva de sus antepasados: no desea suprimir el parlamentarismo o los derechos individuales; más bien trata de destruir la democracia desde el interior.
Usted escribe sobre la actual “ruptura del tabú” en cuanto a afirmar abiertamente identidades políticas fascistas o ultraderechistas, y reconoce que la extrema derecha europea ha alcanzado cierta legitimidad al llenar el vacío que dejó la retirada de los partidos socialdemócratas. Sin embargo, parece afirmar una idea más profunda, que se relaciona con lo que llama un “régimen de historicidad”. ¿Puede ampliar sobre la conexión entre nuestras “democracias amnésicas” y el surgimiento de la extrema derecha?
El posfascismo es un fenómeno global que no tiene características monolíticas ni homogéneas. Su cóctel explosivo de nacionalismo, xenofobia, racismo, liderazgo carismático, “identitarismo” reaccionario y políticas regresivas antiglobalización puede adoptar diferentes formas.
Por ejemplo, la forma radical del neoliberalismo que respalda Bolsonaro es desconocida en Europa, donde el posfascismo es alimentado por la ira y el descontento hacia las políticas neoliberales de la UE. Desde este punto de vista, me parece que una premisa fundamental para el surgimiento del posfascismo reside en la falta de una alternativa de izquierda al neoliberalismo.
Tanto el comunismo como la socialdemocracia, los modelos hegemónicos de la izquierda en el siglo XX, han fracasado: el socialismo real colapsó, paralizado por sus propias contradicciones, y la democracia social, la herramienta para la humanización del capitalismo durante la Guerra Fría, agotó su función histórica cuando el capitalismo se volvió neoliberal. El socialismo tiene que ser reinventado.
Sin embargo, en la competencia por reinventarse entre la izquierda y la derecha, el posfascismo está un poco por delante. Pero a diferencia de sus ancestros, que fueron apoyados por las clases dominantes de Europa continental en la década de 1930, el posfascismo aún no se ha convertido en la opción principal de las élites neoliberales. Podría convertirse en la principal opción tras una crisis general del capitalismo o un colapso repentino de la UE. El miedo al bolchevismo, la principal fuente de fascismo en los años entre las dos guerras mundiales, ya no existe.
En mi libro, hablo de un “régimen de historicidad” neoliberal cuyos horizontes están limitados por el presente. Esta es una desventaja para los movimientos de derecha e izquierda. El posfascismo no tiene el horizonte utópico de sus antepasados. No intenta conquistar la imaginación colectiva con el mito de un “Hombre Nuevo”, el “Reich Milenario” o una nueva civilización. La lógica del posfascismo es más bien la de “pesimismo cultural”: la defensa de los valores tradicionales y las identidades nacionales “amenazadas”, reclamos de soberanía nacional contra la globalización, y la búsqueda de un chivo expiatorio en inmigrantes, refugiados y musulmanes.
El libro se ocupa principalmente de Europa. Incluso sus breves discusiones sobre la política estadounidense aparecen principalmente para refutar la idea de que Trump se puede entender a través de una óptica fascista. ¿Piensa que la idea de “régimen de historicidad” general puede aplicarse más ampliamente? ¿La victoria de Bolsonaro en Brasil no nos invita a considerar la escala global del fenómeno posfascista?
Como han señalado muchos observadores, Trump exhibe rasgos fascistas típicos: liderazgo autoritario y carismático, odio a la democracia, desprecio por la ley, exhibiciones de fuerza, desprecio por los derechos humanos, racismo abierto, misoginia, homofobia. Pero no hay movimiento fascista detrás de él. Fue elegido como candidato del Partido Republicano, que es un pilar del sistema político estadounidense. Esta situación paradójica no puede volverse permanente sin poner en tela de juicio el marco democrático de Estados Unidos.
Un dilema similar, en una forma aun más dramática y sorprendente, está en juego en Brasil después de la elección de Bolsonaro. Es más radical que sus homólogos estadounidenses o europeos: mientras Marine Le Pen rompió con el antisemitismo de su padre y adoptó una retórica democrática, Bolsonaro es un apologista de la tortura y la dictadura militar. Mientras Marine Le Pen y Salvini desean restablecer las políticas proteccionistas, Bolsonaro es un fanático neoliberal.
Sin embargo, Petrobras, el pilar del capitalismo brasileño, no está detrás de él. Como muchos analistas brasileños han señalado, detrás de Bolsonaro hay tres poderosas fuerzas conservadoras: balas, bois, e biblia: el ejército, los terratenientes y el fundamentalismo evangélico.
En otras palabras, un verdadero movimiento fascista clásico combinaría esas dos cosas de las que carecen Trump y Bolsonaro: la movilización de masas y el apoyo unificado de las élites. ¿Es eso correcto?
Sí, creo que esta es una gran diferencia que los distingue del fascismo clásico, incluso si las clases dominantes pueden adaptarse perfectamente a ambos, especialmente en ausencia de una alternativa efectiva. En los países de la UE, sin embargo, esta opción no está en su agenda. Los movimientos de masas militarizados del fascismo clásico fueron consecuencia de la brutalización de la política producida por la Primera Guerra Mundial. Hoy en día, esto ha ocurrido en Irak, Libia, Siria y Yemen, pero no en los países de la UE, Estados Unidos o Brasil. Por eso el precursor de Trump y Bolsonaro no es ni Mussolini ni Hitler, sino Silvio Berlusconi. Pero una nueva crisis global podría cambiar el perfil de la extrema derecha en muchos países.
Una de las secciones más interesantes de su nuevo libro es un análisis de la escuela europea de historiadores “antifascistas” y su supuesta revisión de la historia “políticamente neutral”. ¿Por qué la ve como un peligro, y por qué sería importante reafirmar la importancia de una historiografía antifascista?
La línea divisoria entre el fascismo y la democracia es moral y política. En Europa continental y, en años más recientes, en América Latina, la democracia nació de la resistencia y del antifascismo. Dondequiera que estas luchas hayan dado lugar a la democracia, una democracia “antifascista” sólo sería frágil, amnésica e infiel a su propia historia.
La izquierda debe recordar este vínculo genético entre antifascismo y democracia. La democracia no puede reducirse a un dispositivo jurídico y político, a “las reglas del juego”. La democracia tampoco es un simple corolario de la sociedad de mercado; es una conquista histórica de revoluciones políticas y luchas antifascistas. Romper o negar este vínculo histórico es la forma más directa de “deshacer el demos”.
Usted ha descrito los “movimientos de las plazas” recientes, como Occupy Wall Street y los indignados españoles, como un intento de inventar un “nuevo comunismo”. Al mismo tiempo, parece sugerir que sin volver a revisar el “viejo comunismo” críticamente y descubrir algunos elementos utilizables de su legado, la izquierda global seguirá sin timón. ¿Dónde están algunos de esos aspectos utilizables del legado comunista?
Occupy Wall Street y los indignados de España han expresado su deseo de una alternativa, al igual que Syriza en Grecia antes de su giro político en el verano de 2015. Hoy, Bernie Sanders, Jeremy Corbyn y Podemos demuestran que la izquierda está buscando nuevas ideas, nuevos caminos y nuevas esperanzas. Sanders encarna un cambio en la historia de la izquierda estadounidense, después del New Deal en la década de 1930 y la Nueva izquierda en la década de 1960. Da una nueva legitimidad a la idea del socialismo en un país donde nunca fue hegemónico. En Reino Unido y España, Corbyn y Podemos simbolizan una ruptura radical con la larga secuencia del social-liberalismo.
Estas experiencias son pasos hacia inventar un nuevo modelo para una izquierda global. Los viejos paradigmas fallaron, pero todavía no han sido reemplazados. Un nuevo modelo debe combinar una interpretación crítica del mundo y un proyecto para su transformación revolucionaria, como sugirió Marx en su famosa Tesis XI.
El comunismo encarnó esta combinación y estableció el horizonte utópico para el siglo XX. Mi única certeza es que la nueva alternativa de izquierda para el siglo XXI será anticapitalista, pero no sé si se llamará a sí misma “comunista”. Probablemente inventará nuevos conceptos e imágenes, como hicieron el socialismo y el comunismo en los últimos dos siglos. Pero una nueva izquierda global no surgirá de una tabula rasa. Decir que habrá una ruptura histórica con los modelos anteriores no significa que una izquierda global no necesite memoria y conciencia históricas.
Una comprensión crítica de las derrotas pasadas es inevitable. Lo que ayudó a la izquierda a superar sus derrotas, desde la Comuna de París hasta el golpe chileno de 1973, fue la convicción de que el futuro pertenecía al socialismo, y que incluso los fracasos más trágicos eran batallas perdidas. Esta creencia en un objetivo histórico estaba cargada de una dimensión teleológica, pero también daba a la izquierda una fuerza extraordinaria, que hoy en día ya no existe.
La izquierda ha quedado “huérfana”. No puede ni reclamar ni olvidar el pasado: lo tiene que superar.
Se muestra escéptico del uso político del populismo por parte de la izquierda. Ya que es una palabra que se usa a menudo de manera cruzada, para agrupar fenómenos dispares como La Francia Insumisa y el Frente Nacional, usted sugiere que el populismo termina desdibujando las líneas entre la izquierda y la derecha. Que ciertos intelectuales y partidos políticos de izquierda hayan adoptado la etiqueta de “populismo de izquierda”, al intentar trazar un rumbo entre “la plaza” y las “encuestas”, no parece ser parte de sus consideraciones. ¿Cree que hay un lugar para el populismo de izquierda en la lucha contra el posfascismo?
Desde mi punto de vista, el populismo es un estilo político que pueden compartir líderes de diferentes orientaciones, incluso opuestas, tanto en la derecha como en la izquierda del espectro político. Pero un estilo y una retórica en las que la virtud está encarnada por el “pueblo” enfrentado a las élites corruptas simplemente definen la forma, no el contenido de una fuerza política. En América Latina, el populismo de izquierda utilizó la demagogia y con frecuencia adoptó características autoritarias, pero su objetivo era incluir a las clases más bajas en el sistema social y político. En Europa occidental, el populismo de derecha es xenófobo, racista y reclama políticas de exclusión.
Como ha subrayado Marco D’Eramo, en la mayoría de los casos estigmatizar al “populismo” revela un desprecio aristocrático y elitista por el “pueblo”. Si el populismo significa que Corbyn, Sanders y Podemos son intercambiables con Salvini, Orban, Trump y Bolsonaro, es un concepto completamente inútil e incluso peligroso.
Sé que algunos pensadores radicales piensan que el populismo es una alternativa a una división supuestamente obsoleta entre la izquierda y la derecha, y con frecuencia presentan valiosos argumentos. Bajo ciertas circunstancias, este uso del populismo puede funcionar, pero en un contexto global de movimientos posfascistas en aumento, se corre el riesgo de generar malentendidos peligrosos.
¿Qué piensa de la reciente controversia en torno al llamado “argumento de la izquierda para el cierre de fronteras”, que ha suscitado una serie de preguntas sobre la soberanía y su uso político como concepto para la izquierda?
Reclamar “fronteras cerradas” en la era de los “estados amurallados” y las fronteras militarizadas contra inmigrantes y refugiados me parece extremadamente peligroso. En última instancia, legitima la xenofobia, las defensas reaccionarias de la “identidad nacional” y el retorno a la soberanía nacional: el estribillo del posfascismo. Pensar que la globalización capitalista podría ser contrarrestada por el restablecimiento de las fronteras nacionales es una idea regresiva, en la medida en que todas las cuestiones cruciales del siglo XXI, desde la ecología hasta las desigualdades sociales y las transferencias demográficas, requieren una solución global.
Desde sus orígenes, el internacionalismo pertenece a la izquierda, y no creo que podamos abandonar o rechazar fácilmente el universalismo. En una era global, el socialismo debería redescubrir el significado original de las fronteras como puntos de encuentro, en lugar de líneas de separación.
Este artículo fue publicado originalmente en la revista Jacobin.