Un mes antes de que abandonara el cargo de ministra de Justicia y Paz de Costa Rica, en diciembre de 2017, un diario local la presentó como “la mujer que cambió el rostro del sistema penitenciario”. Cecilia Sánchez Romero es abogada, tiene un máster en Criminología, fue directora del Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente y actualmente es docente en la Universidad Nacional de Costa Rica. Para el mundo, siempre será la mujer que revolucionó el sistema penitenciario de su país. Lo hizo con la convicción de que había que “dignificar la ejecución de la pena” y apostar por medidas alternativas al encierro. Liderar esa reforma le costó una innumerable cantidad de ataques personales y amenazas que todavía hoy recibe. “Para mucha gente es fuerte que una mujer tome decisiones”, dice.

Hace unos días, Sánchez Romero visitó Montevideo para participar en el Congreso Latinoamericano de Políticas Pospenitenciarias organizado por la Dirección Nacional de Apoyo al Liberado (Dinali). En una de las pausas del encuentro, habló con la diaria sobre la necesidad de “un cambio cualitativo” del modelo punitivo en la región que apueste al encarcelamiento como última opción. La especialista consideró además que la propuesta de la Unidad 6 Punta de Rieles es un ejemplo porque “respeta la dignidad” de las personas privadas de libertad. Y, para ella, es “totalmente” replicable.

Como ministra de Justicia y Paz lideraste un cambio sustantivo del sistema penitenciario en Costa Rica. ¿En qué consistió?

Hubo cosas importantes. En primer lugar, haber puesto en la palestra pública la discusión del sistema penitenciario, que nunca había sido de mucho interés para nadie, cuestión que había provocado altísimos niveles de hacinamiento. Cuando llegué al ministerio me encontré con que las cárceles estaban abarrotadas y que había condiciones inhumanas que violentaban los derechos humanos. En primer lugar, empezamos a buscar cómo descongestionar el sistema, buscando políticas de egresos anticipados mediante estudios técnicos junto con el Instituto Nacional de Criminología, con el que hicimos evaluaciones y definimos ciertos perfiles de gente cuya permanencia en la cárcel ya no tenía ningún sentido. Pero más allá de esa medida de emergencia para el descongestionamiento, cerramos las “tumbas”, que eran unas cárceles de máxima seguridad que eran verdaderos centros de tortura, lugares lúgubres, inhumanos, oscuros. Las personas que estaban recluidas en ese lugar perdían un poco la visión, sus ojos se volvían amarillos, pálidos, hablaban muy duro porque se tenían que gritar. Era una cosa tremenda, parecía de un cuento de terror. Esos lugares los cerramos y allí se empezó a construir una comunidad terapéutica, que es un lugar para atender adicciones. Nos tocó inaugurar tres cárceles que fueron construidas con el Banco Interamericano de Desarrollo. Inaugurar cárceles no es algo que me complace; preferiría inaugurar una escuela, un centro de salud o un lugar para trabajar dentro de la prisión en vez de una cárcel nueva, porque las cárceles siempre se van a llenar. De hecho, un cambio fundamental fue decidir que esa gestión ministerial no apostaba por la nueva construcción como política para evitar el hacinamiento. Nosotros creemos que el hacinamiento tiene que atenderse desde otras ópticas, consideramos que hay que apuntar a sacar la mayor cantidad posible de gente de la cárcel y a recluir a la que tenemos en espacios donde lo que se privilegie en el modelo constructivo sean las aulas, los talleres, los espacios para el deporte, para el arte, para otras cosas que sumen. Entonces, se generó un nuevo modelo de atención centrado en esas patas, que se está aplicando en las tres nuevas cárceles, donde los reclusos se movilizan libremente todo el día. Por ahí iniciamos esos cambios. El sistema penitenciario es el sistema más abandonado de toda la gestión pública, los recursos siempre son escasos y hay una incomprensión social absoluta, nadie entiende cómo alguien se puede preocupar por las condiciones mínimas de dignidad de las personas privadas de libertad.

¿Por qué?

Porque el castigo se ha convertido en una cuestión de venta electoral política. El discurso que se vende a la ciudadanía es “nosotros les vamos a garantizar seguridad porque vamos a meter en la cárcel a todos los que cometen delitos”, sin pensar para qué los vamos a meter en la cárcel. Además, así como los metemos van a salir algún día. ¿Y cómo queremos que salgan? ¿Como bestias violentas agresivas o como personas preparadas para vivir en libertad? Por eso es importante tener estos espacios [como el Congreso Latinoamericano de Políticas Pospenitenciarias], porque es impensable en la mayoría de los países de la región una entidad como la Dinali, que hace un acompañamiento a la persona que egresa. Nosotros establecimos una en el Ministerio de Justicia y Paz que se llama Unidad de Inserción Social, pero está gateando, comenzando a dar sus pasos. La idea es intentar dar un acompañamiento en el egreso y luego, ya en libertad, el acompañamiento pospenitenciario para permitir que la persona que egrese tenga apoyo para poder recuperar su familia y sus redes de contención. Para poder recuperar la “normalidad”, enfatizo en las comillas, porque la cárcel siempre es deteriorante, eso es lo más grave. Veamos la paradoja: aislamos para socializar, separamos para que después vivan en comunidad, les quitamos hasta el derecho al amor, porque a la gente se la castiga cuando se porta mal. El sistema penal en general es perverso, y su mayor perversidad está reflejada en el sistema carcelario.

Se dice que tuviste que pagar altos costos personales por estas reformas y que incluso recibiste duras amenazas.

Me criticaban porque la prensa logró colocarme a mí como la responsable de la inseguridad del país. El país está pasando por un momento histórico, en el cual hay un incremento de la actividad criminal ligado, por supuesto, a una situación económica conflictiva, porque la criminalidad y la inequidad social están ligadas. Yo no voy a decir que es la pobreza, porque no es la pobreza, pero sin duda una sociedad que ejerce una violencia estructural porque no tiene la capacidad de darle a la mayoría de sus ciudadanos trabajo, vivienda, salud, educación, cultura, deporte genera condiciones propicias para la vida criminal. Entonces, hubo muchos actos de criminalidad. El ministerio encargado de la política de seguridad no lograba detener esto y la prensa empezó a decir que las personas que salían a hacer daño eran las que habían salido por mi política de egreso del sistema penitenciario. Todo derivó en que en algún momento al presidente [Luis Guillermo Solís, que gobernó de 2014 a 2018] lo increparon, porque es normal que si salen 3.000 personas de la cárcel algunas cometan algún delito. Fueron muy poquitas, 7% de estas personas liberadas retornaron a la cárcel. Es una cifra insignificante respecto de los que pudieron sostener la vida en libertad. La prensa, que presionaba mucho al presidente para que me destituyera, lo acosaba y le decía “presidente, Fulano liberado por la ministra de Justicia...”. Por supuesto que yo no tenía el poder para otorgar libertades, porque es un órgano técnico que hace un estudio y son los jueces los que ordenan la libertad, pero para el imaginario popular yo llegaba a la cárcel y decía “usted, usted y usted van para afuera”. Entonces el presidente dijo “bueno, una golondrina no hace verano”, que es un dicho muy popular, y se generó una categorización para estas personas a las que aparentemente yo “liberaba”, las empezaron a llamar “golondrinas”. El término “golondrina” pasó entonces a ser peyorativo, estigmatizante, y de ahí en más cada vez que ocurría un hecho delictivo había medios de prensa en Costa Rica que publicaban mi foto y la de la persona que había infringido la norma y el titular decía “aquí está la responsable de la inseguridad”. Todavía se sigue usando el término, aunque ya no esté en el ministerio. Tenía que andar escoltada en los lugares públicos. En una ocasión, en el shopping, un tipo se paró y me gritó muy fuerte. Me dijo “tú eres responsable de que este país esté tan mal” y otras cosas violentísimas que asocio al tema que fue vendido por la prensa, pero también al machismo. Para mucha gente es fuerte que una mujer tome decisiones.

¿Sentís que los agravios fueron más violentos porque sos mujer?

Sin duda. Tuve que cerrar todas mis redes sociales porque por ahí recibía muchísimas amenazas. Había señoras que me escribían y me decían “si a mi hija la violan o si a mi hija le pasa algo la busco y la mato”, “le haría lo mismo a sus hijos”, “ojalá la roben”, “ojalá la maten”, “ya sabemos dónde vive, le vamos a tirar piedras, están convocados”. Eran cosas muy intimidantes. Creo que el respaldo que siempre tuve del presidente fue lo que me permitió no retroceder, porque la verdad es que soy jubilada del Poder Judicial y podía renunciar y volver a mi jubilación. Pero ocurrió un fenómeno muy curioso: mientras más me agredían, más me envalentonaba y más decisiones tomaba. Era un reto, un pulso permanente. Los diputados me llamaron al pleno del Parlamento para increparme y para que explicara lo que estaba haciendo con toda la intención de darme un voto de censura y obligarme a renunciar. Fui y expliqué. Cuando salí, los periodistas me volvieron a preguntar, entonces les dije: “Ya estoy agotada de hablar con ustedes y que siempre me pongan a decir lo mismo, no les voy a contestar nada”. Ya estaba mortificada. De pronto me di vuelta y le dije a un periodista: “Ya le di el titular de mañana, ¿verdad? ‘Ministra agotada’”. Me contestó: “Efectivamente”. Al otro día, el titular decía “Ministra agotada. ¿Por qué no se va para la casa?”. Hay un ejercicio muy irresponsable de la comunicación, pero lamentablemente los medios de prensa son piezas comerciales y necesitan vender, y unos periódicos más que otros han hecho del amarillismo, del sensacionalismo, de la sangre el motivo de su negocio.

¿Cómo sería un sistema penitenciario acorde a las realidades latinoamericanas?

El sistema penitenciario es algo que tiene que cambiar radicalmente, pero no puede cambiar solo, tiene que cambiar el modelo político. Es decir, tiene que cambiar la política criminal de un Estado, porque al sistema penitenciario llega la gente que los legisladores han decidido que quieren que llegue. Ellos han decidido el delito y le han puesto la pena. ¿Y qué es lo que ha pasado? Tenemos una ola represiva punitivista que da una respuesta penal al conflicto social. Todo lo que la política social no resuelve lo resolvemos con política penal, y eso es un gravísimo error porque la política penal no resuelve nada. Tenemos que lograr un cambio cualitativo del modelo punitivo en la región. Tenemos que construir un diseño de política criminal que apueste por la aplicación de medidas alternativas, que la prisión sea la última opción. Es decir, preservar la cárcel solamente para aquellos sujetos que no pueden convivir en sociedad fácilmente porque tienen una serie de limitaciones. Para eso es la prisión. Pero ¿qué tenemos en prisión? Una enorme cantidad de jóvenes de 18 a 35 años, en plena capacidad productiva, la mayoría ociosos porque el sistema penitenciario, por sus condiciones, no tiene posibilidades de ofrecer trabajo, formación, capacitación y mucho menos deporte y cultura. Primero cambiemos el modelo punitivo, busquemos otras alternativas a la prisión, y para quienes estén en prisión desarrollemos únicamente infraestructura carcelaria que sea similar al afuera. Las “reglas Mandela”, que son las reglas básicas de la Organización de las Naciones Unidas para el tratamiento de personas privadas de libertad, hablan del “principio de normalidad”. ¿Qué significa eso? Que la cárcel debe reproducir las condiciones de normalidad de la persona, de tener movilidad, de tener relaciones personales adecuadas. Puede salir a ver a su familia y regresar a cumplir su pena. Puede tener salud, estudiar, tener la posibilidad de trabajar. Esto último es un derecho, porque además muchos mantenían a su familia cuando estaban en libertad. El problema de la pena de prisión es que se traslada a la familia, la sufren todos. Por otro lado está el estigma: los hijos de los presos también llevan en la frente el sello de presidiarios. La gente sale y cuando el patrón ve en la hoja de antecedentes penales que estuvo en la cárcel dice “hasta aquí llegamos”. No hay apoyo. Todas estas cosas tienen que cambiar, pero tiene que haber una voluntad política. Pensaría en un pacto social. El gobierno que llegue, de cualquier tendencia que sea, tiene que convocar a un gran pacto social en el que nos pongamos de acuerdo la sociedad civil y todas las instituciones del Estado acerca de para qué estamos castigando. ¿Necesitamos bajar la criminalidad? Sí. Empecemos a tratar de resolver las causas de la criminalidad. Atendamos necesidades sociales. Pero además entendamos que el Estado no puede castigar por venganza, sino con la finalidad de hacer de la persona privada de libertad una persona distinta a la que es cuando ingresa al centro penal. Distinta en el sentido de que es una persona que tendrá herramientas para vivir en libertad, acompañamiento psicológico, capacitación, que podrá terminar su escuela, sacar su título universitario, eso debe ser la prisión. Pero yo creo que estamos un poquito lejos de lograr esto en consenso. Yo pensaría en una propuesta regional, porque casi todos los países estamos en esta dificultad. En la mayoría de los países la gente cree que cuando termina la pena de prisión el sistema manda a la persona para su casa y ella ve qué hace con su vida. Nadie le da seguimiento.

¿Cuáles son los mecanismos alternativos al encierro?

Se puede poner algunos dispositivos de control electrónico, que a mí no me gustan mucho pero que al menos evitan que la gente vaya a la prisión. Hay arresto domiciliario, hay trabajos de utilidad pública que son una maravilla porque el sujeto va a cumplir una obligación con el Estado. Hay terapias, está el cumplimiento de un plan de estudio para los jóvenes, algunos procesos de justicia restaurativa, reparación integral del daño con acompañamiento, encuentro entre víctimas y agresores o el desistimiento, que es un trabajo de acompañamiento psicológico para tratar de incidir en los jóvenes para que no se metan en la conducta delictiva. Hay muchas posibilidades de no usar la cárcel.

Has dicho que la cárcel de Punta de Rieles uruguaya te parece un ejemplo. ¿Por qué?

Porque no ves una construcción monstruosa, lujosa o pesada; son espacios muy sencillos en los que te encontrás con que la gente está trabajando, tiene su propio negocio, mantiene a su familia, circula libremente por todo el centro, tiene su teléfono para hacer sus llamadas, se comunica horizontalmente con el director y con los funcionarios, son educados, te saludan y están construyendo un proyecto de vida para cuando regresen afuera. ¿Qué inversión hace el gobierno uruguayo en Punta de Rieles? Yo no vi nada de lujos, es un presupuesto hasta limitado el que tienen ahí. Funciona mucho el modelo que se aplica. Y, por supuesto, hay un director comprometido con su trabajo, una persona que destila amor hacia los demás, y eso lo necesitan los presos también.

¿Te parece que es viable replicar este sistema?

Sí, totalmente. Lo que a mí más me sorprende es que la gente dice que transformar las cárceles tiene costos altísimos. En Punta de Rieles se aprovechó un espacio que había y no hay construcciones costosas. Es que lo fundamental no es la infraestructura sino el modelo, el acercamiento, el relacionamiento, el saber que hay un principio de autoridad que se gana con el ejemplo, porque no es que cada quien hace lo que se le dé la gana, las personas entienden sus obligaciones pero también saben de sus derechos. Es un modelo que respeta la dignidad.

¿Cuáles son los “beneficios carcelarios” por los que tanto fuiste atacada en tu país?

El sistema penitenciario costarricense le da posibilidades a la administración penitenciaria de conceder ciertos beneficios. Uno es, por ejemplo, disponer del egreso anticipado aunque no lo ordene el juez. ¿A quién se le da este egreso? A personas que han cumplido un plan de atención técnica, que tienen buena conducta, que no consumen drogas. Se les da, se van y la gran mayoría no regresa. Algunos regresan, es inevitable, porque no tienen acompañamiento y porque no todos salen con las herramientas que queremos, pero son los menos. Esto se me criticó mucho y se me pedía que no diera ningún beneficio. Imagínate que me criticaban porque los llevaba al estadio, los sacaba a las ferias de artesanía, porque íbamos al teatro, porque hacíamos festivales de canto en centros comunitarios. Me censuraron porque fui mariscala de la Marcha de la Diversidad y desfilé con una persona trans privada de libertad, para asegurar mi compromiso con esa población y con la lucha de sus derechos. Todo esto a la gente le parecía inadecuado. Es muy complejo y hay demasiados retos, pero es una experiencia en la que hay que dejar la piel y el alma, porque si no lo vas a asumir con esa voluntad, con ese corazón y con ese compromiso, mejor no te metas. A la gente que sólo quiere estar ahí por el salario y no le importa el privado de libertad no la quiero trabajando en el sistema penitenciario, porque tiene que entender que está trabajando con una población que tenía enormes vulnerabilidades antes de llegar, que se le acrecientan en el contexto de encierro y que tiene una particular sensibilidad. Que hasta saludarlos y ponerles la mano en el hombro les sorprende, porque no están acostumbrados al cariño ni al afecto.

¿Cómo debe ser un proceso de egreso?

El proceso de egreso debe comenzar el día que la persona llega al centro penitenciario. Ahí hay que identificar sus vulnerabilidades, las condiciones que lo llevaron a cometer el hecho delictivo, sus redes de apoyo, sus habilidades, sus competencias, y empezar a trabajar con él para fortalecerlo en lo personal, para darle acompañamiento. También hay que identificar si tiene algún tipo de enfermedad, si necesita acompañamiento en alguna adicción y trabajar pautas de comportamiento voluntariamente. Capacitarlos para que aprendan un oficio si no lo tienen, y si lo tienen acompañarlos en la búsqueda de trabajo, generar en la prisión espacios de encadenamientos productivos, de alianzas con empresas privadas que se metan a la cárcel, que es dificilísimo. El Polo Industrial del Comcar, que visité, me pareció una cosa genial en este sentido.

¿De qué institución deben depender las cárceles?

Es una pregunta compleja. La propuesta de Uruguay de pasarlas a la órbita del Ministerio de Educación y Cultura me parece genial. De donde no deben depender, creo yo, es de las instituciones que tienen a cargo también la represión de la actividad delictiva, porque es un poco contradictorio, ya que la misión es distinta. En el sistema penitenciario, la visión de que los privados de libertad son personas peligrosas que hay que custodiar conspira contra un modelo de inserción, porque no necesitamos que el vigilante penitenciario sea un policía que piense sólo en reprimirlos en caso de que se fuguen. Necesitamos un vigilante que sea parte del proceso de acompañamiento, que mire a los ojos al privado de libertad, que lo salude, que le reconozca su dignidad y que establezca con él relaciones horizontales. El tema es que los policías son verticales, aquí y en el mundo entero, a eso no lo podemos evitar, y las relaciones verticales conspiran contra los procesos de socialización.

¿Considerás que los sistemas penales adolescentes deficientes condicionan las trayectorias de vida adulta?

Totalmente. La mayoría de la clientela del sistema penal de adolescentes pasa por el sistema penal de adultos. ¿Por qué razón? Primero porque también hay una criminalización excesiva de la conducta de los jóvenes y un uso excesivo del encarcelamiento de los jóvenes. Y las condiciones de atención, como la mayoría de las condiciones de atención penitenciarias, no son las mejores. Entonces tenés chicos en plena efervescencia, chicos que deberían estar en la escuela, que deberían estar jugando o haciendo deporte, metidos en una cárcel sin hacer nada. A veces van a estudiar, pero no es un modelo que promueva estas cosas, y eso es muy grave también. La Justicia de adolescentes tiene que hacer un enorme esfuerzo por mejorar las instalaciones, darles una mejor formación a los funcionarios, también a los jueces penales juveniles, fiscales penales juveniles, defensores de penales juveniles, para que aprendan a manejar a estos jóvenes con criterios propios de la edad. A veces hay una gran incomprensión. Un mal abordaje del sistema penal adolescente lanza a estos muchachos irremediablemente al sistema de adultos.

¿Invertir en el sistema penitenciario es invertir en seguridad?

Ese es mi lema. Por algo muy simple: si ingresan 16.000 personas, posiblemente todas van a salir algún día. ¿Y cómo queremos que salgan? ¿Como personas preparadas para convivir en sociedad, con herramientas de estudio y trabajo, con valores, o queremos animales salvajes, que son los que egresan cuando los tenemos en esas jaulas, cuando no les damos la alimentación adecuada, cuando no reciben a sus familias, cuando no tienen ni derecho al amor? Son fieras enjauladas que salen todavía más lastimadas y con más odio, porque sienten que la sociedad los excluyó, y luego salen y siguen siendo excluidos. La seguridad que le conviene más a la comunidad es la que promueve que el chico que robaba vuelva, termine los estudios y se integre. Eso es seguridad. Pero se ha visto que en los países, en general, seguridad es tener más policías, más armas, más patrullas, más equipamiento para incautar droga. Es decir, todo lo que sea represión. Tiene que haber muchísima prevención, antes que nada tenemos que impedir que la gente llegue a la cárcel, pero si ya llegó, tratemos de que vuelva a la sociedad, que se integre y no reincida.