La convocatoria estaba fijada a las 13.00, pero pasadas las 12.00 el tuco y los fideos ya estaban prontos y había empezado a formarse la fila en la puerta del Club Villa Teresa. Laura fue de las primeras en llegar: llevaba un bol grande, de esos blancos que en algún momento tuvieron helado, y en la otra mano un papelito con el número que le dieron los voluntarios en la entrada. La reja estaba abierta, pero los organizadores cortaron el paso con una mesa larga para evitar la aglomeración de gente en el interior. No se trataba de una olla más, sino de la primera del “Villa” en medio de la emergencia sanitaria por coronavirus, que, a pocos días de haber llegado al país, había empezado a hacer mella en el barrio.
“Mi cuñada se reía de mí. Yo le dije que no tengo nada que perder. Yo estoy yendo a buscar una comida para mis hijos. No sé de qué se ríen. Que se rían todo lo que quieran. Yo no estoy robando, estoy pidiendo. ¡Otra vez volver a vivir esto!”, se lamentaba Laura, como pensando en voz alta, mientras las vecinas que la rodeaban asentían con la cabeza. Eran, en su mayoría, empleadas domésticas, feriantes, limpiadoras y clasificadoras. También había alguna que “salía a la calle” a hacerse el manguito. Y amas de casa en hogares donde el ingreso principal se cayó. Todas tenían algo en común: el coronavirus les sacó el sustento económico y la olla popular era de las pocas oportunidades que tenían para rescatarles un plato de comida a sus hijos; en algunos casos, el único del día.
Laura vende ropa usada en ferias de la zona, pero hace tres domingos no puede vender porque el gobierno departamental dispuso que en el contexto de emergencia sanitaria sólo se vendan alimentos y productos de higiene. Tiene siete hijos, todos menores de edad, a los cuales mantiene sola. “A veces, mi hijo de 17 va escondido en el camión a trabajar en el puerto. Porque no hay nada. Yo llevé mi currículum a la empresa donde está trabajando mi nuera y no me tomaron, porque tengo 50 años. Antes por lo menos hacía una feria y venía con una plata, con verduras y cosas para mis hijos. Ahora no. ¿De dónde sacás?”, preguntó en voz alta, pero nadie le pudo responder. “El que tiene se ríe del pobre. El pudiente no tiene que pasar lo que estamos pasando nosotros. Ninguno pasa esto. Dicen ‘no salgas a robar’, pero no ayudan a los pobres”, continuó.
Laura era chica la última vez que vivió una olla popular. Ahora está viviendo lo mismo, dice, y compara la situación actual con la crisis de 2002. “Estamos pasando necesidades que no estábamos pasando. Vivíamos el día a día, pero teníamos para comer. Ahora no. Ahora tenemos que venir a pedir un poco de comida para llevarles a nuestros hijos. ¿Dónde la ves? Si uno es joven y puede salir a rescatar la plata para darles de comer a sus hijos. Yo no lo veo bien”, se responde, y enfatiza sus palabras con un gesto de negación. La fila avanza rápidamente.
El Club Villa Teresa recibe donaciones de alimentos todos los días de 9.00 a 14.00. La entrega se puede coordinar con el presidente del club, Martín Sierra, a través del 094 951 553.
A unos metros de Laura esperan dos hombres, uno bastante mayor que el otro, con chismosas de las que sobresale la forma de los recipientes de plástico. Son Jorge y Álvaro, tío y sobrino, ambos recientemente desempleados. Jorge vende medias en la feria de Mazangano y Álvaro es portero en una residencial de ancianos. El primero se quedó sin su changa por la misma razón que Laura; el segundo está en el seguro de paro y su esposa también. “Un mes sin hacer feria son 30 días que no tenés ingresos, y te van llegando las cuentas y hay que pagarlas”, dice Jorge. “Los adultos no tendríamos que llegar a esta situación para poder llevarles un plato de comida a los gurises. Pero no tenemos otra opción. Estamos colgados del pincel”, se lamenta.
Jorge tampoco imaginaba volver a asistir a una olla popular. “Yo tengo 59 años y de niño asistí a ollas populares en La Teja, cuando en la dictadura se cerraron muchísimas fábricas y fuentes de trabajo. No pensé volverlo a vivir. Sé que en 2002 hubo, pero yo no asistí. Y después de eso pensé que no lo iba a volver a vivir”, confesó. Para Jorge, aceptar la ayuda de los vecinos es una forma de agradecimiento. “La gente es muy solidaria, más en esta zona y en este club, que se ha caracterizado por ayudar cuando puede. Mientras se pueda ayudar, hay que ayudar, y el que puede recibir que lo reciba, porque es una manera de agradecer cuando te pueden dar una mano”, manifestó.
Barrio y solidaridad
“A los que nacimos dentro del club siempre nos inculcaron que hay que ser solidario y dar una mano, porque somos todos gente humilde y laburadora; unos más, unos menos. Al que va al seguro de paro se le trata de dar una mano, al que se queda sin trabajo se le hace una colecta entre los vecinos o los que vienen a la cantina. La solidaridad en el club siempre está”, aseguró el presidente del Club Villa Teresa, Martín Sierra, mientras colaboraba en los últimos aprontes, protegido con tapabocas y guantes, como el resto de los voluntarios. “Creo que eso pasa también por la zona en que vivimos. Por ejemplo, en las formativas, tenemos 150 pibes todas las tardes corriendo, que es gente de la vuelta, que lo necesita. Nosotros hacemos este esfuerzo con ganas, para ayudar a las familias de los gurises del barrio”, afirmó. Y la leyenda “Barrio y solidaridad”, escrita con pintura roja en la pared externa de la sede, lo respaldaba.
Los voluntarios habían previsto 70 porciones de comida, pero no sabían a ciencia cierta cuántos vecinos se iban a arrimar. No fueron más, pero cada uno pedía cuatro o cinco porciones para llevar a los otros miembros de la casa, y al final fueron casi 200 las porciones solicitadas. Una vez que se terminaron las 70 preparadas y se repartieron el pan y las pizzas que donó una panadería de la zona, los demandantes se anotaron para el día siguiente. “Para mañana vamos a ver cómo nos ordenamos mejor, hoy era nuestro primer día y no sabíamos cuántos iban a venir”, explicó uno de los colaboradores a los vecinos que se habían quedado sin su vianda. “¡Arriba el Villa!”, fue una de las respuestas. La decepción, indisimulable, no se convirtió en enojo.
Rosario fue una de las que llegaron tarde. Se acercó con su hermana, ambas treintañeras, y pidió algo de comida, “aunque sea para los gurises, porque estamos todos desempleados”. Del otro lado, en silencio, los voluntarios se miraban entre sí, esperando que alguno tuviera alguna sobra para dar. No quedaba ni un poco de pan; todo lo habían entregado. Les ofrecieron anotarlas para el día siguiente y así lo hicieron.
“No sabemos qué hacer, porque somos las dos madres solteras. Yo ahora voy a mi casa y los gurises me están esperando con los platos arriba de la mesa, contentos pensando en la comida. ¿Cómo les digo que no hay? Una puede tomar un mate y arreglarse. Con mi hermana estamos viviendo a mate dulce estos días. Pero los niños no”, señaló Rosario al alejarse de la puerta, conteniendo las lágrimas. Y las hermanas se fueron, con las manos vacías, pero la promesa de volver al otro día.
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