No importa la olla, no hace falta más que asomar la cabeza para notar que la amplia mayoría de las que ponen el cuerpo para mantenerlas en marcha son mujeres. En una semana se cumple un año del 13 de marzo, día en que se declaró la emergencia sanitaria a partir de que se detectaron los primeros casos de covid-19 en Montevideo y comenzó de manera abrupta un confinamiento voluntario. Pero la consigna “Quedate en casa” excluía de por sí no sólo a quienes estaban en situación de calle, sino a quienes por la paralización total de actividades perderían su trabajo, su casa, su posibilidad de comer. Como rescate, brotaron ‒más que el virus‒ ollas populares, que, ante la ausencia de la ayuda estatal, se multiplicaron, mientras las mujeres, principales guardianas de la iniciativa, eran las más perjudicadas por la crisis, ya no sólo sanitaria, económica, ecológica, sino de cuidados. Así lo reflejan las experiencias de cuatro mujeres participantes de ollas populares y las reflexiones de dos académicas feministas sobre el impacto de la pandemia y el teletrabajo en la carga de las labores no remuneradas y en la producción total de la economía.

Yolanda, de 60 años, entregó el sábado pasado, en el merendero Las Bóvedas, 694 meriendas ‒un pedazo de torta, bizcochos y panes que les dona Pagnifique de lo que sobró en los supermercados el día anterior, y medio litro de leche‒. Y no alcanzaron. “Había 20 personas en fila pero no teníamos más”, cuenta a la diaria. El 16 de mayo, cuando unas 30 personas ‒en su amplia mayoría mujeres‒ crearon el merendero como iniciativa de la comisión fomento de una cooperativa de vivienda en Ciudad Vieja, repartían 50 meriendas.

Andrea, de 47 años, era conductora de Uber y escuchó la noticia de la declaración de emergencia en un viaje. “De repente en la calle no había nadie. Yo, con una nena chiquita, tenía 1.050 pesos y no tenía ni siquiera pañales, por lo que decidí tirar una misiva con vecinos para que, si necesitaban el servicio, en vez de llamar a la aplicación hablaran conmigo directamente. Pero la gente no se movía”, recuerda. En un viaje con una vecina ‒también trabajadora independiente‒, las dos se acordaron de algunos “íconos” del barrio, que seguro estaban en una situación más crítica que ellas, y ahí surgió la idea de la olla Palermo, que en un inicio estaba ubicada en el club Atenas, y de la que se encargaban 15 mujeres, aunque ahora hayan alcanzaron la paridad de género.

La olla de la plaza Juan Ramón Gómez, en Durazno y Minas, ofrece aproximadamente 180 porciones de comida, una cantidad similar a la del comienzo de la pandemia. “La diferencia es que hace un año venían muchas más personas a pedir muchos platos, hasta que por falta de recursos tuvimos que limitar a dos platos por persona”, cuenta Sylvina, de 29 años. Los recursos faltaron en varias oportunidades, pero dice que están “tranquilos” porque la olla Palermo, ubicada en la calle Jackson, los puede “cubrir” ya que sirve los mismos días, unas horas más tarde. En esa olla se servían 130 porciones diarias y hoy en día, 220. “En vez de mermar la necesidad, se acrecentó”, sostiene Andrea, quien dice que se cuentan las porciones, y no la cantidad de gente, porque “a veces va una familia, y te pide, por ejemplo dos o tres porciones, que reparten”.

Al comienzo se acercaban a las ollas personas en situación de calle, y con el paso de los meses fueron llegando familias monoparentales, trabajadores informales e independientes, con niños, y una cantidad “impresionante” de adultos mayores, dice Andrea. También observa que la cantidad de personas varía “sustancialmente” entre la primera quincena y la segunda, cuando se hace evidente la necesidad de “elegir entre pagar una cuenta y venir a la olla o comprar comida”.

La olla Cuareim, donde trabaja Serrana, surgió de la cooperativa Cuareim 1080 y fue acogida por la Casa Cultural, y luego se fueron sumando vecinos. Empezaron alimentando a 100 personas y ahora estiman que les sirven a 280. “Al principio con una olla, de repente fueron dos y ahora tenemos una más por las dudas. De hecho, necesitamos agregar un día más y lo vamos a hacer: el domingo”, cuenta.

Alexis, Ayelen y Antonia, durante la preparación de la olla popular, en la Asociación de Funcionarios de
UTU. Foto: Ernesto Ryan

Alexis, Ayelen y Antonia, durante la preparación de la olla popular, en la Asociación de Funcionarios de UTU. Foto: Ernesto Ryan

En cuanto a los alimentos, estos provienen en mayor medida de las donaciones de “los vecinos”, y en menor medida y esporádicamente, de algunos comercios de la zona, panaderías, carnicerías y grupos sociales, pero no siempre fue así. Se dio un pico de solidaridad al inicio de la pandemia, lo que permitió abastecer las ollas por un buen tiempo, pero a lo largo del año mermaron los apoyos. “Hubo momentos en que tuvimos que hacer rifas para recaudar y hay veces en que hay cosas que no podemos dar”, cuenta Sylvina; “ahí nos administramos entre nosotros. Nos manejamos”.

Por su parte, Andrea destaca la carencia de proteínas. “Para una olla necesitás unos ocho kilos de carne y como mucho teníamos dos. Tuvimos momentos en los que teníamos que ponernos creativas, usando lentejas, garbanzos”. También hubo días en los que hubo que redoblar la apuesta: “Hay veces que la fila sigue y sigue, y estás por terminar y ves que quedan siete más, entonces decimos ‘bueno, redistribuimos entre los que quedan’ y de repente aparecen 25 más y ahí, ¿qué hacés? A cocinar de nuevo”.

Los peores días son cuando efectivamente no se llega; cuando no hay posibilidad de volver a cocinar, ni de pedir, ni de rescatar sobras, cuando no hay vuelta. “Son los más difíciles, porque, por más que se hizo un esfuerzo y contás la gente que comió y es un montón, te vas viendo la gente que quedó sin comer. Hay veces que quienes se quedan comiendo afuera lo ven y reparten entre ellos”, cuenta Sylvina.

El gobierno nacional apareció recién a fines del año pasado, por medio de un convenio entre el Instituto Nacional de Alimentación (INDA), perteneciente al Ministerio de Desarrollo Social (Mides), que desde principios de año compró a la Red de Alimentos Compartidos (Redalco) 40 toneladas mensuales de verduras y frutas con destino a más de 100 ollas populares de Montevideo por medio de la Coordinadora Popular y Solidaria, que nuclea a todas las iniciativas de la capital. Este convenio rigió hasta finales de febrero. Al día de hoy no hay ninguna noticia de su renovación.

En tanto y en la olla Palermo, por lo menos, Andrea sostiene que siempre “estuvo presente” el Municipio B y en menor medida la Intendencia ‒“sobre todo desde el Plan ABC”, gestionado desde el principio del mandato de la intendenta, Carolina Cosse. ‒ “Y cuando veíamos que no íbamos a llegar, salimos los vecinos a juntar en la feria lo que sobraba para poder cocinar, a pedirles a los vecinos, y a hacer finanzas por todos lados”, agrega. En Cuareim, igual: “El apoyo [gubernamental] lo vemos ahora; al principio fue todo esfuerzo nuestro, de los vecinos”, señala Serrana.

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A lo largo de este año, hubo momentos críticos. “En un principio fue un asistencialismo directo en lo que tiene que ver con acercar un plato de comida, pero nos desbordaron otras cuestiones: violencia de género, maltrato infantil, hasta un caso de violación”, cuenta Andrea, quien sostiene que “ni siquiera sabíamos en lo que nos estábamos embarcando”.

A todo esto, el Estado ausente. “Dos días después de que se murió Gustavo [Castro, por hipotermia en la calle, después de intentar ingresar a un refugio] ‒que venía a nuestra olla‒, encontramos a un hombre, en situación de calle, totalmente edematizado; no respondía a ningún tipo de estímulo. Era pleno invierno y hacía un frío que te morías. Llamamos a la Policía, quien nos derivó al Mides, y el Mides nos respondió: ‘Cuando esté en situación de calle nos llaman, porque prevención no tenemos’. Como esa, muchísimas”, comenta Andrea.

A Ciudad Vieja llegaron el sábado una señora mayor con el esposo y su hijo de 21 años en silla de ruedas, caminando desde Piedras Blancas, para recibir un plato de torta y una botella de leche. “Imaginate cuál es la situación”, expresa Yolanda. A estas ollas céntricas llegan también familias del Cerro, Colón, Peñarol, Flor de Maroñas, por nombrar algunos. “¿Qué se ve de las ollas? Las filas. ¿Y qué se interpreta? Que es gente de la vuelta. Y la realidad es que no es así. Ahí se ve el hambre, que está haciendo que la gente camine kilómetros para buscar un plato de comida”, sostiene Andrea.

Otra situación que agrega complejidad es la de los migrantes. “La diferencia es que son núcleos más grandes de familias, generalmente solos. Ese es su tema principal: no tienen amparo, porque están lejos de su lugar y porque tampoco lo reciben acá”, señala Yolanda, de Ciudad Vieja, donde una gran mayoría de las personas que se acercan al merendero son venezolanas, cubanas, dominicanas. “Y lo otro que los diferencia es que son personas sumamente agradecidas”.

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Pasó el invierno, pero la situación no mejora, por el contrario, se hace cada vez más grave.

Sylvina sostiene que la situación empeoró debido al cambio en el funcionamiento de los refugios del Mides: “Antes llegaban al refugio y en el mismo refugio se definía. Con el cambio de administración, tenían que ir hasta [el centro de acogida] Veracierto, a la mesa de entrada, y ahí les asignaban un refugio”. “¿Pero qué pasa con quienes no pueden caminar, mucho menos tienen para el transporte? Quedan en la plaza, y ahí les aplicaban la ley de faltas”, agrega Andrea. “No tratan a la persona como persona”, dice Serrana.

Y a la interna de las ollas también se está poniendo difícil. No es fácil sostener un año entero de cuidados, no sólo dentro del hogar, sino también fuera de este. Sylvina cuenta que tienen un grupo de Whatsapp de más de 70 personas, donde “se busca que haya una rotación en la asignación de tareas, ya que hay algunas que trabajan hace un año”. No siempre es fácil: “Nos pasa seguido que llega el día anterior y no hay nadie anotado para trabajar”, y además “cuesta mucho renovar el plantel porque son muchas horas de compromiso”. En la olla Palermo pasó que tuvieron que bajar un día de servicio porque “llegó un momento en que no dábamos más”. “No es lo mismo al principio de la pandemia, cuando mucha gente no trabajaba o lo hacía de manera virtual, pero ahora no”. Lo que marca la diferencia es que la mayoría de las personas que trabajan en la olla son militantes, y según Andrea “es la única manera de sacarlo adelante, porque además de pelar, cortar y cocinar, hay un montón de cosas detrás por hacer, que no se ven”.

Preparación de la olla popular, en la Asociación de Funcionarios de UTU. Foto: Ernesto Ryan

Preparación de la olla popular, en la Asociación de Funcionarios de UTU. Foto: Ernesto Ryan

La eterna crisis

Un ejemplo claro de resistencia de las mujeres ante la crisis es el trabajo en las ollas, pero también son quienes sostienen sus hogares. Esto no es nuevo ni vino con el coronavirus. Por el contrario, es histórico, pero la pandemia nos lo refregó en la cara.

“La covid evidenció una triple crisis ‒sanitaria, ecológica y económica‒, pero lo más importante es que puso en evidencia una enorme crisis de los cuidados, que ya existía pero que se acrecentó con este cambio de paradigma. La sobrecarga que ya tenían las mujeres en materia de trabajo ‒doméstico y de cuidados‒ no remunerado aumentó por tener que combinar, congeniar y articular ‒en el mismo espacio, además‒ el acompañamiento a la educación virtual de sus hijes, los cuidados, la limpieza y las tareas que implicaban sostener un empleo de manera remota, o vía teletrabajo”, reflexionó con la diaria Florencia Partenio, argentina, socióloga, integrante de la red de feministas del Sur Global DAWN.

Si bien los datos no son nuevos, sirve recordar que la Encuesta del Uso del Tiempo de 2013 del Instituto Nacional de Estadística visibilizó que en Uruguay el trabajo no remunerado representó 22% del producto interno bruto (PIB) ‒16% aportado por las mujeres‒. Una encuesta del año pasado de ONU Mujeres y UNICEF afirmó que si bien la cantidad de horas dedicadas al trabajo no remunerado a raíz de la pandemia aumentó tanto para hombres como mujeres, la responsabilidad recayó en mayor medida sobre estas últimas. Esto aumentó la brecha de cuidados en todos los casos, pero en mayor medida en la población de menor nivel educativo, en la cual los hombres mantuvieron un promedio de cuatro horas diarias dedicadas al trabajo no remunerado, mientras que entre las mujeres aumentó de 7,4 a 8,4 horas. En el caso de aquellos sectores calificados como de nivel educativo medio, los hombres pasaron de dedicarles 3,8 horas a las tareas de cuidados y limpieza a 4,9 y las mujeres de 7,2 a 8,4. Y en el de nivel educativo alto, los hombres pasaron de 4 a 5,4 horas y mujeres de 5,7 a 7.

Para Soledad Salvador, economista, miembro del Centro Interdisciplinario de Estudios sobre el Desarrollo (Ciedur), es notorio que “la corresponsabilidad quedó por el camino”. “Esta pandemia visibilizó más las tareas de cuidados de las que nos venimos encargando las mujeres desde siempre, pero estamos en la misma o peor. Lo que pasó es que las mujeres están teletrabajando más y haciendo las cosas de la casa en igual o mayor medida, porque son las mujeres las que están más desempleadas, por la desigualdad estructural del mercado laboral”, dijo en diálogo con la diaria.

En cuanto al teletrabajo, las condiciones hicieron que se fuera esparciendo sin ningún tipo de regulación. “En algunos casos se impuso deliberadamente, en otros hubo algún intento de regulación, como es el caso de Argentina, donde se avanzó hacia una ley de teletrabajo que recién se va a poder aplicar a partir de abril, pero esta no es la realidad común del resto de los países de América Latina”, tuvo Partenio. Sobre este punto, Salvador sostiene que sería imprescindible contar con una canasta digital básica para que las mujeres, que fueron las principales desempleadas y desplazadas por la tecnología durante la pandemia, puedan acceder a ciertas garantías de conectividad.

La otra base de cara a la reconstrucción es la de la corresponsabilidad de los cuidados, no sólo dentro de los hogares, sino también en vista a que el Estado asuma su parte. En este sentido, Partenio se pregunta: “¿Quién va a garantizar el derecho al cuidado, al cuidado como un trabajo, y cómo vamos a avanzar en normativas que permitan garantizar esto no sólo en la pospandemia sino en la actualidad?”. La respuesta debería darse desde una perspectiva interseccional que atraviese género, pero también clase y raza, ya que son las mujeres las que cargan con la crisis al hombro, pero esto se hace más pesado para las más pobres y para las de etnias y razas minoritarias, como la población afrodescendiente. Y las consecuencias más graves las sufren las trabajadoras del sector informal, en particular, migrantes, empleadas de la economía doméstica y de grandes empresas de plataformas de delivery. Y, por supuesto, no sólo en Argentina, sino en toda América Latina. “La salida a las crisis se suele resolver con el fomento al sector de la construcción; sería interesante ver en este caso un apoyo de inversión al sector de cuidados, donde, además, son las mujeres las más empleadas en la tarea”, agrega.

Así como sucede con las ollas, será cuestión de que nos pongamos esta reconstrucción de la normalidad a los hombros también.

Ollas en número

Actualmente existen 310 iniciativas ‒entre ollas y merenderos, y las que funcionan como ambas a la vez‒ en Montevideo, repartidas en distintos barrios, abarcando todo el territorio, de las cuales 212 tienen falta de recursos. El total de porciones servidas por semana es de 141.150 a 44.100 personas, al tomar como supuesto que cada persona es usuaria de una sola olla y que cada olla tiene un promedio de 150 usuarios, según datos de fines de febrero de Solidaridad.uy.