A principios de 2013 a muchas personas nos sorprendió encontrarnos con un olor extraño –desagradable– en el agua al abrir la canilla. En algunos puntos del área metropolitana también podía notarse que el agua había perdido su cristalinidad. La Dirección Nacional de Medio Ambiente (Dinama) preveía que esto sucedería en algún momento: monitoreaba el río Santa Lucía, que abastece de agua potable a 60% de la población del país, con la atención dirigida a las llamadas fuentes “puntuales”, es decir, el saneamiento y los residuos industriales, y notaba niveles elevados de contaminación.

Pero el evento puntual dio nueva información. Lo que se estaba haciendo no resultó suficiente debido a que las principales causantes de la contaminación eran las fuentes difusas, provenientes del sector agropecuario. Esto puso en marcha un plan de acción urgente, que desembocó en 11 medidas para atender la situación, con un énfasis controlador y prohibitivo.

A tres años de su formulación, a efectos de fortalecer y profundizar algunas líneas estratégicas, así como de consolidar otras que se encuentran en ejecución, se solicitó una actualización que desembocó, en diciembre de 2018, en una segunda etapa del plan. Esta etapa se configuró de forma más unificada y transversal, y apunta a “trabajar” con productores, más que a fiscalizarlos, en un horizonte de mediano plazo.

Debido a la dinámica del problema, el plan de segunda generación propone una actualización constante cada dos años. Sin embargo, “pandemia por medio, no se ha revisado porque poco se ha podido aplicar, por esta misma razón, esta segunda etapa” dice Luis Reolón, director de la Dirección Nacional de Calidad y Evaluación Ambiental (Dinacea, antes Dinama) del nuevo Ministerio de Ambiente. 

El objetivo en ambos planes se mantuvo: mejorar la calidad de agua de la cuenca del río Santa Lucía, con prioridad en los niveles de nutrientes. Lo que cambió fue el enfoque: “Entendíamos que esta problemática no la podíamos abordar como lo estábamos haciendo. Antes de 2010 nos dedicábamos a monitorear la calidad del agua y a ver cuál era su evolución, sus índices, pero poco hacíamos por mitigar o resolver el problema. A partir de 2013, por lo conocido del Santa Lucía, empezamos a hacer un abordaje más integral de las cuencas, viendo que lo que sucede en el agua no es producto del agua per se, sino de todas las actividades que se producen en la cuenca hidrográfica, en el suelo y hasta en el aire en algunos casos”, dijo Reolón.

“El conjunto de 11 medidas ya habían sido implementadas, y llegó un momento en que había que revisarlas. Lo que se vio es que se tuvo mucho más éxito en cuanto al control de fuentes de aporte puntuales –de industrias o tambos, o producción intensiva de grandes dimensiones–, pero no se vio un avance en las medidas sobre el aporte de nutrientes de forma difusa”, evalúa, por su parte, Verónica Piñeiro, bióloga coordinadora del Sistema Nacional Ambiental de la Secretaría de Ambiente, Agua y Cambio Climático, que encomendó la actualización del plan.

Eso dio una impronta nueva al segundo plan, que tuvo que ver con trabajar sobre las fuentes difusas, principalmente la agropecuaria: un debe del primer plan. 

La culpa de la vaca

De los casi 13.500 metros cuadrados de superficie que abarca la cuenca del río Santa Lucía, el uso predominante de esos suelos es agropecuario, con la ganadería como principal actividad. En este sentido, contrario a lo que se creía antes del primer plan, la mayor parte de las causas de contaminación de las aguas está relacionada con la actividad agropecuaria. “Lo habíamos visto en Santa Lucía, en San José y Arroyo de la Virgen, y ahora también lo vemos muy claro en el río Yi, donde hay tramos muy afectados por la actividad ganadera”, dijo a la diaria Lizet de León, oceanógrafa, magíster en Ciencias, integrante de la Dinacea.

En este sentido, los planes de uso y manejo de suelos que salen como medida fiscalizadora del primer plan no tuvieron el efecto deseado. “Mientras que el plan de primera generación era más duro, iba más a prohibir algunas actividades, el segundo va más a la causa y a trabajar en el ecosistema, con la parte biológica”, señaló Reolón. “Lo que buscamos es educar y acordar con los productores agropecuarios para hacer una producción más sustentable en cuanto al agua. Es así que estamos logrando interactuar más con la academia y otros organismos, como el Ministerio de Ganadería [Agricultura y Pesca, MGAP], para entender qué pasa y ver cómo resolverlo”, agregó De León.

“El primer plan de acción lo promulgamos con escasas interacciones con el MGAP y eso resultó en que se demoraba mucho en llegar a resultados de algunas de las medidas, por ejemplo, bajar el nivel de fósforo en suelo, que es una medida importante. Ahora con el MGAP venimos trabajando hace años, con altibajos, a decir verdad, pero sabemos que entiende la problemática y hemos avanzado mucho en comprendernos ambos: ellos, en que hay algunas prácticas que siempre se hicieron de una manera que hay que cambiar, y de nuestra parte, en que hay que compatibilizar la producción con el ambiente. Es un proceso de cambio; es muy largo y no es fácil, pero diría que estamos en un proceso que es bueno. Se ha entendido que se tiene que cambiar algunas cosas y que nosotros tenemos que dar plazos distintos a los que uno puede creer convenientes, porque la dinámica agropecuaria es bastante compleja como para cambiar formas de producción de un día para el otro”, evaluó Reolón.

“Los contextos en los que se generan ambos planes son bien diferentes a nivel histórico: en 2013 era una emergencia; en 2017-2018 estaba la capacidad de que las medidas fueran más proactivas, de buscar más el acuerdo con los productores, y que estos se apropiaran de estas medidas para su implementación”, dijo Piñeiro. 

Mitigación por prevención, e integración

Otro de los grandes cambios del primer al segundo plan tiene que ver con la intención detrás de la relación entre gobierno y producción. “Estamos trabajando a nivel de prevención, hacemos un análisis del uso del suelo y las cargas de nutrientes que estos usos aportan al suelo, y en qué lugares se identifica la aparición de floraciones [de cianobacterias]. Las medidas a aplicar no pueden ser tan estándares como en el primer plan, sino que hay que identificar el factor de desarrollo y las medidas específicas”, dijo De León.

“La impronta más grande fue pasar de tener un conjunto de medidas, cada una asociada a una resolución ministerial, a un plan más unificado, integrado, con un horizonte temporal concreto a largo plazo, pero que también integrara momentos para actualizarlo y reverlo, y facilitar así su aplicación y los procesos de revisión”, señaló, por su parte, Piñeiro. 

Promulgado en diciembre de 2018, con la intención de actualizarlo de manera bianual, en diciembre de 2020 debería haberse publicado una primera revisión; sin embargo, aún no se trabaja en esta. Reolón explica que debido a la pandemia no se ha revisado, porque tampoco se ha podido aplicar la segunda etapa del plan.

“Uruguay tiene un problema en términos de gestión y es que las instituciones que desarrollan acciones en torno a lo ambiental están muy dispersas, y esa dispersión a veces dificulta la llegada de las políticas al territorio. También están muy enfrentados al ministerio que se dedica a la protección ambiental, y esos espacios –que antes coordinaba el Gabinete Nacional Ambiental– hoy no sé si existen; y si no existe un fuerte compromiso de cada una de las instituciones en articular con las demás, la capacidad de avance queda mermada”, consideró Piñeiro. 

Foto del artículo 'La comisión de cuenca del río Santa Lucía no sesiona desde octubre de 2019'

Comisiones no convocadas

La reforma constitucional de 2004 y la Ley de Política Nacional de Aguas de 2009 (18.610) adjudicaron a la Dirección Nacional de Aguas (Dinagua) la función de promover la gestión sustentable y participativa del agua tomando las cuencas hidrográficas como unidad de gestión.

Como estrategia de descentralización, se crearon tres consejos regionales para las tres grandes cuencas transfronterizas del país: el del río Uruguay, el de la laguna Merín y el del Río de la Plata y su frente marítimo. A partir de las necesidades y las expresiones de interés en el territorio, cada consejo conformó las llamadas comisiones de cuenca, que son integradas por el gobierno, usuarios del agua y la sociedad civil.

La comisión de la cuenca del río Santa Lucía, perteneciente al Consejo del Río de la Plata, se conformó en 2013 por el Decreto 106/013, como espacio de articulación y participación de los diferentes actores locales con presencia activa en el territorio. 

Lo que se discute en cada sesión no es vinculante, sino de carácter informativo: el gobierno informa sobre sus planes, se discuten, y a su vez las otras partes pueden presentar nuevas propuestas. Luego depende de la voluntad de la Dinagua tener en cuenta o no lo que se plantea en cada sesión.

La comisión debe reunirse al menos dos veces por año por convocatoria de la Dinagua; sin embargo, la del río Santa Lucía no se reúne desde octubre de 2019. “El ritmo de las sesiones de los consejos regionales y comisiones de cuenca durante 2020 se vio alterado por el cambio de autoridades de gobierno y la creación de nuevo Ministerio de Ambiente. Por otro lado, el nuevo contexto sanitario nos obligó a rediseñar la dinámica de las reuniones”, dijo a la diaria Matilde Saravia, coordinadora de la Dinagua. 

El resto de las comisiones de cuenca no han sido convocadas por el nuevo gobierno, pero algunas sí han sesionado por iniciativa de los demás integrantes, de la sociedad civil o representantes de los usuarios del agua.

Sobre la cuenca del río Santa Lucía

Superficie: 13.480 km².
Población: 416.539 personas (censo de 2011).
Abarca parte de seis departamentos: San José, Canelones, Montevideo, Florida, Flores y Lavalleja.
Uso predominante de sus suelos: agropecuario, con la ganadería como principal actividad.