Sandro Soba tiene 53 años, es militante del Partido por la Victoria del Pueblo (PVP), hijo de Adalberto Soba, desaparecido desde 1976. Mantiene un perfil bajo y sonrisa tímida, le cuesta hablar de sí mismo y de su historia marcada por las dictaduras en Uruguay y Argentina en las décadas de 1970 y 1980. Sandro no sólo porta un apellido con historia; en su barrio, La Teja, y en otros es reconocido por vecinas y vecinos por su obra social y el impulso de iniciativas para mejorar la calidad de vida de las personas del barrio, como la olla popular en Tres Ombúes.
En 1976 los regímenes de facto en la región habían cobrado fuerza. Las violaciones de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad eran la norma, así como los operativos militares y secuestros. En la tarde del 26 de setiembre a Sandro Soba lo sacudió un golpe en la puerta. Un grupo de militares invadió su vivienda en Haedo, en la provincia de Buenos Aires. Tenía ocho años cuando presenció la violencia con la que aquellos militares revolvieron y destrozaron la imprenta que funcionaba al fondo de su casa. Allí trabajaban, junto a su padre, Adalberto Soba, Juan Pablo Errandonea y Raúl Tejera, los tres desaparecidos desde entonces.
Sandro lleva grabadas en su memoria “fotografías” de aquella tarde. “A Errandonea lo agarraron y lo golpearon contra el borde de la puerta. Le lastimaron toda la cara. Lo recuerdo tirado en el piso, sangrando”, cuenta en diálogo con la diaria. Sus hermanos lloraban. Los minutos se hicieron eternos. Después de revisar el lugar, un militar se acercó a la madre de Sandro, María Elena Laguna, y le dijo: “Le trajimos un regalo”. Al fondo de la casa había una camioneta. Los militares abrieron la puerta trasera. Cubriéndose tras las piernas de su madre, Sandro vio a su padre en el suelo del vehículo “totalmente desnudo, mojado y torturado”.
Los subieron a todos a la camioneta; a “los muchachos”, a Sandro, su madre, su hermano Leonardo, de seis años, su hermana Tania, de tres, y los trasladaron al centro de detención clandestino Automotores Orletti. “Una cosa que recuerdo es que mi hermano lloraba mucho. En el camino cruzamos a un heladero y los militares se detuvieron, compraron helados para ellos y le dieron uno a mi hermano para hacerlo callar”, relata, y resalta la “impunidad” de ese acto.
Adalberto Soba militó en la Federación Anarquista Uruguaya (FAU) y la Organización Popular Revolucionaria 33 Orientales (OPR 33). En 1973, luego del golpe de Estado en Uruguay, se trasladó a Buenos Aires, donde participó en la fundación del PVP. Fue secuestrado en Buenos Aires en la mañana del 26 de setiembre junto a Alberto Pocho Mechoso. Tenía 31 años.
El pozo y la oscuridad
Sandro no tiene recuerdos de su infancia en Uruguay. Tenía cinco años cuando su familia se trasladó a Buenos Aires en 1973, luego del golpe de Estado, y el trauma de lo vivido unos años después opacó la imagen de los buenos momentos. De aquellos años en Buenos Aires recuerda “dos o tres cosas” de su padre, como cuando lo sentaba en la falda para “manejar por la Costanera” o simplemente “sentarse con él para pasar un rato”.
“De ese tiempo me quedaron las partes más dramáticas. Son como fotografías, imágenes no todas corridas”, dice. La familia llevaba tres meses viviendo en la casa de Haedo y salían en “situaciones muy puntuales”; “ya habían caído muchas compañeras y compañeros del partido”, agrega Sandro. Con curiosidad, pasaba horas observando a “los muchachos” trabajar en la imprenta. Como forma de precaución su padre había decidido no involucrar a María Elena con la organización, y Sandro y sus hermanos eran muy chicos. “Los dos compañeros que estaban en la imprenta sólo tenían contacto con mi padre cuando venía, ni siquiera con mi madre dentro de la casa”, señala.
Fueron tres o cuatro días, pero parecieron más. El tiempo en Automotores Orletti no tenía reloj. Los recuerdos de Sandro vuelven a teñirse de colores oscuros. Entre el miedo y la curiosidad, observaba atento y callado para saber a dónde los habían llevado. Una escalera de madera, música y gritos componen las “fotografías” de esos días. A María Elena y sus tres hijos los dejaron en un cuadrado delimitado por autos.
Más tarde se les unieron los hermanos Anatole y Victoria Julien Grisonas, de cuatro años y de un año, respectivamente. Sus padres, Roger Julien y Victoria Grisonas, habían sido secuestrados el mismo día. “Los hermanos Julien estuvieron un solo día. Mi madre los reconoció porque conocía a sus padres. Eran mucho más chicos y lloraban mucho. Victoria lloraba porque tenía hambre; mi madre discutió mucho con los militares para que trajeran leche y comida. Después los sacaron de ahí”, dice Sandro.
Poco más recuerda de los días de encierro. “Se escuchaba música que venía de arriba y subí para ver qué había. Me encontré con un montón de compañeras y compañeros tirados en el piso. Ahí se me apagó la luz, no sé quién me sacó de ahí”, relata. Lo siguiente que recuerda es a María Elena discutiendo con militares cuando le avisaron que la iban a trasladar junto a sus hijos a Montevideo. “Mi madre planteó que hasta que no viera a mi padre no se iba a ir y discutió hasta que lo trajeron”, dice Sandro. La siguiente es la última foto. El último día que vio a su padre. “Estaba totalmente torturado, no podía ver ni hablar. Lloraba y lo único que hacía era pedir agua entre balbuceos. Me dijo que ayudara a mi madre y que estudiara”, cuenta.
El tiempo después
Fuera de los muros de Orletti, las agujas del reloj funcionaban al ritmo de una presunta normalidad. Sandro, su madre y sus hermanos fueron trasladados a Montevideo en un vuelo comercial de Pluna. Cuando llegaron al país, los mantuvieron un par de días más en cautiverio. “Una noche, los militares me dejaron junto a mi hermana en la puerta de la casa de mi bisabuela, en La Teja. Leonardo no se podía desprender de mi madre y los liberaron juntos al otro día en Paso Molino”, cuenta.
No volvió a la rutina de antes. Le costaba dormirse, daba vueltas en la cama y repasaba lo sucedido una y otra vez hasta que lo vencía el sueño. Se dormía en clase a la vuelta del recreo. La maestra advirtió que algo pasaba y llamó a la casa, pero su madre no quería hablar de lo ocurrido. Repitió cuarto año. Los últimos días de clase ya no iba a la escuela. “Tenía miedo de dormirme y perder esas imágenes que tenía; las repetía, las analizaba y trataba de pensar dónde y cómo era ese lugar donde podía estar mi padre. Creo que ese período fue el más problemático para mí”. Se esforzaba por unir las fotografías en una película desde el momento del secuestro: el camino, el lugar donde los retuvieron y la separación de su padre.
La persecución militar continuó durante años. Sandro supo, años después, que a María Elena la habían detenido en varias oportunidades, que los militares la vigilaban y la seguían en la calle, “la retenían un rato y la soltaban”. Todo eso siguió hasta que en una oportunidad “le hicieron firmar un montón de papeles, y después de ahí la dejaron más tranquila. Así lo contaba ella”, dice.
El 14 de marzo de 1985 fue un punto de quiebre en la vida de Sandro. Entrado en la adolescencia, había empezado a preguntar –y a preguntarse– qué había pasado con su padre y qué ocurría a nivel sociopolítico en el país y en Argentina. Ese día fueron liberados los últimos presos de la dictadura. “Hasta ese momento, mi madre me decía que mi padre estaba preso en Uruguay o en Argentina. Me pasé todo el día viendo el movimiento de los autos, caravanas y la gente que pasaba por Luis Batlle Berres. Tenía una felicidad enorme por lo que estaba pasando. Creía que entre los liberados iba a estar mi padre, pero no. Terminó el día y la felicidad se volvió tristeza, y volvieron las preguntas”. María Elena les dijo a sus hijos que Adalberto podía estar preso en Argentina. No tenía intenciones de mentirles, realmente no sabía, dice Sandro, y agrega que a partir de ese momento empezaron a hablar “más” y a darse cuenta de que “papá estaba desaparecido”, relata Sandro.
El círculo de la militancia
A medida que iba reconstruyendo la historia de su padre y fabricando la suya, Sandro fue uniendo la militancia social con la militancia política y de a poco se integró al mismo círculo al que pertenecía Adalberto. Lo llevaba en la sangre. María Elena “siempre fue una persona muy solidaria”, dice Sandro, y a través de los relatos de compañeras y compañeros conoció más en profundidad la esencia de su padre. Compartían inquietudes. “Los problemas sociales también son políticos, creo que son dos cosas que van de la mano. De a poco me metí en el barrio y en los problemas diarios de la gente en La Teja”, dice con la voz más colorida.
Siempre perteneció al PVP, pero le costó ingresar al partido que fundó su padre. Fue un proceso que demoró varios años. Empezó por ir cada viernes a la plaza Libertad a ver a un grupo de “viejas” movilizarse con las fotos de sus familiares desaparecidos. Desde una esquina, un poco de lejos, escuchaba su reclamo de verdad y justicia por los pétalos de margarita que faltan. Así fueron varias semanas, hasta que un día la maestra y militante por los derechos humanos Sara Méndez se le acercó, le preguntó si tenía un familiar desaparecido, él le habló de Adalberto y ella lo invitó a unirse al grupo de manifestantes. Un tiempo después, le preguntó si quería acercarse al PVP. Sandro no recuerda bien las fechas, pero sí que pautó un encuentro con Sara “para conversar”, una tarde, a las 19.00 en el local del partido, en la avenida Fernández Crespo. Ese día Sara “tuvo un problema” y no llegó y Sandro no se animó a acercarse al lugar. “Me quedé ahí media hora, pero no me animé ni a tocar la puerta”, cuenta.
Pasaron otros años más para que lograra incorporarse al PVP. Ya tenía camino hecho en la militancia social y sintió la inquietud de involucrarse en la esfera política. En ese proceso se encontró con el periodista Hugo Cores, también fundador del partido. Hablaron, compartieron un café, Hugo le regaló un libro y fue en ese momento que decidió unirse al partido. Fue haciéndose lugar, tejió redes y abrió caminos. En 2020 fue candidato a edil por el Espacio 567.
Sandro nunca pudo sostener la foto de su padre en las marchas de los 20 de mayo. La llevaba su madre y ahora su hermano Leonardo, o deja que otra persona lo haga. Prefiere que alguien más sostenga bien en alto la imagen de su padre, que pasó a “ser de otras y otros”. “No es solamente mío”, dice. “Mi padre forma parte del colectivo. Ese es un mensaje muy fuerte para mí. Ver su foto en manos de otra persona me da algo mucho más grande que sostenerla yo”.
“La militancia social me satisface. Me llena lograr cosas en el barrio. Siento que puedo ser parte de algo. Por mis circunstancias todas las personas me preguntan por la situación que viví y lo que pasó con mi padre, no sobre lo que uno hace o lo que quisiera hacer, pero es parte de lo que nos tocó vivir a cada uno”, dice. Esa fue su única terapia, nunca se atendió con un profesional. Se sostuvo en lo social. “Es lo que me ayuda”, afirma. Si bien por un tiempo integró la agrupación Hijos y fue allí que por primera vez contó lo que sentía, hasta hoy habla poco del tema. Aún le cuesta. Incluso con sus dos hijos.
Su hijo mayor no ha querido “involucrarse tanto”, el segundo sí y lo ha “acompañado mucho más”, cuenta. Sandro cree que las cosas se han dado así por su propio proceso. El tiempo le ha permitido hablar un poco más. “No quise trasladar lo que viví y mi experiencia a mis hijos”, sostiene. Así como entre sus hijos las reacciones fueron diferentes, también ocurrió entre los hermanos Soba. Leonardo “no quiere saber nada; va a las marchas de los 20 de mayo, pero la política no le interesa”, dice. Su hermana Tania falleció.
Para adelante
Sandro no se ha alejado en ningún momento de la militancia en su barrio; por el contrario, la ha incrementado. Desde el decreto de la emergencia sanitaria, el 13 de marzo de 2020, junto a un grupo de vecinas y vecinos del barrio coordina la olla popular de Tres Ombúes. “Muchas compañeras y compañeros se quedaron sin trabajo, creció el hambre, había muchas necesidades juntas. Por eso vimos la necesidad de organizarnos y ver qué podíamos hacer”, comenta. Lo lograron, e hicieron “todo lo que podían hacer”, afirma Sandro.
Al principio la olla funcionaba lunes, miércoles y viernes, atendían alrededor de 110 familias integradas “en promedio” por cuatro personas. Además, entre vecinas y vecinos se las arreglaban para alcanzar un plato de comida a quienes no podían llegar a la olla por ser población de riesgo ante el coronavirus u otras circunstancias. Hoy la olla funciona los lunes de noche y los jueves de tarde y recibe cerca de 70 familias.
La función de la olla no termina en el plato de comida. Esa es la prioridad, pero también se trata de “conversar” con las y los vecinos sobre el contexto socioeconómico, político y sanitario. Se abrieron espacios para “discutir por qué están las ollas y por qué en nuestros barrios las crisis pegan primero y más fuerte que en otros lugares”, cuenta Sandro. Esos encuentros se desarrollan hasta el día de hoy. Entre pares intercambian “para que no vuelva a repetirse la situación” y “pensar en otros proyectos”, como la capacitación y formación de la gente en diferentes oficios, lograr que la gente pueda acceder a los servicios de salud y mejorar las condiciones de vida de las familias del barrio, relata Sandro.
“La solidaridad siempre la discutimos y la impulsamos en el barrio. Desde el inicio quienes estuvieron fueron las y los vecinos. Saber que podemos hacer cosas sin esperar por otros ni depender de otros nos fortalece como colectivo y como sociedad”, expresa.
Además, la coordinación de la olla derivó en planes de formación laboral. Los vecinos plantearon un proyecto de panadería en el Centro de Industriales Panaderos del Uruguay para 20 personas. El curso se desarrollará durante febrero y el pan que se cocine se destinará a las ollas, además de darles un título a quienes lo cursen para certificar sus conocimientos, cuenta Sandro. El paso siguiente es lograr que se forme una cooperativa entre las personas que cursen el taller.
Campaña por el Sí
Sandro milita por el Sí a la derogación de los 135 artículos de la ley de urgente consideración (LUC) desde que se anunció el referéndum. Hace campaña desde la coordinación del zonal 14, reparte folletos, habla con vecinas y vecinos en ferias, espacios públicos y va casa por casa por todas las calles del barrio.
“Hablamos con las compañeras y compañeros en el territorio sobre los efectos negativos de los 135 artículos en discusión. Lo hacemos desde lo práctico, no desde lo jurídico. Ponemos la mirada en las dificultades que atraviesan las personas a diario y cómo se han visto afectados los derechos que se han ido conquistando. La gente reconoce los efectos que ha tenido la LUC y que hay discursos que se hacen para la tribuna”, manifiesta.
“Hay muchas cosas por hacer en el barrio; hay problemas de trabajo, vivienda, consumo de sustancias, acceso a la salud, entre otros. Parece que fuera otro lugar y estamos en Montevideo, a 15 minutos del centro de la capital. Eso es muy fuerte”, dice. Cambiar esa realidad es lo que mueve a Sandro: “La única forma de lograr cambios y conocer los problemas y dificultades que atraviesan las personas es estar con los pies en el territorio”.