El Instituto Manuel Oribe, think tank del Partido Nacional, convocó en 2021 a un concurso de ensayos sobre la influencia del filósofo italiano Antonio Gramsci “en la estrategia de la izquierda en Uruguay desde 1960 a la fecha”. La iniciativa surgió del expresidente Luis Alberto Lacalle Herrera, y el jurado estuvo compuesto por el exministro de Economía y Finanzas Ignacio de Posadas, el doctor en Derecho Romeo Pérez Antón y el profesor de Derecho y actual inspector general de Trabajo, Tomás Teijeiro. El premio fue de 100.000 pesos y se le otorgó en 2022 a una obra que fue destacada por “la profundidad, el carácter científico y documentado” del trabajo, así como su “valor conceptual”. Se trató del libro del contador Juan Pedro Arocena titulado “Gramsci. Su influencia en el Uruguay”, a la postre editado por el Instituto Manuel Oribe y Ediciones de la Plaza. “Un gran aporte a la ciencia política, y a la política de nuestra nación”, resumió el jurado. El prefacio del libro, escrito por Teijeiro, es pródigo en elogios hacia una obra que se cataloga de “valiente como su autor, que en este mundo de tibios no teme decir su verdad fundada”.
En el prefacio se explica la pertinencia del llamado realizado por el instituto del Partido Nacional. “Todos padecemos a Gramsci y a sus pupilos. Todos en mayor o menor medida hemos sido víctimas de la puesta en práctica de dicha ideología, y de su macro-ideología rectora: el marxismo y sus derivados”, comienza Teijeiro. Y añade que el siglo XXI “está siendo escenario de un preocupante aggiornamento de dicha ideología, con nuevas estrategias fijadas por sus centros directrices (Foro de San Pablo y Foro de Puebla), los que increíblemente han logrado introducir algunos de sus productos ideológicos en las sociedades democráticas más avanzadas bajo el rótulo de cuestiones políticamente correctas, y en las menos desarrolladas, como simple, duro y desvergonzado populismo”.
Teijeiro concluye que es necesario “arrebatar al adversario político” la cultura para “ponerla al servicio de la libertad y de la ciudadanía”. “No compramos agendas de derechos enlatadas, no nos seducen manipulaciones culturales realizadas por las recetas gramscianas por marxistas posmodernos”, sentencia el inspector general de Trabajo.
La obra premiada
Arocena deambula de manera por momentos caprichosa entre la década del 60 y la del 70 y la época actual para hablar de Antonio Gramsci, Lenin, Ernesto Laclau, Rodney Arismendi, el Partido Comunista del Uruguay, el Frente Amplio de 1971 y el actual, la Unión Soviética y Karl Marx. La reflexión sobre los postulados teóricos del autor en cuestión y su incidencia en la izquierda de hace más de 60 años parecen sólo excusas para hablar de lo que a Arocena realmente parece interesarle: su convicción de que “la izquierda, como dice Pablo da Silveira, se ha vuelto masivamente gramsciana”, y su tesis de que el pensamiento gramsciano ha sido efectivo por su carácter funcional a una izquierda golpeada ante el fracaso del socialismo real.
Dentro del incierto círculo en el que la izquierda ejerce su hegemonía cultural, el autor menciona al teatro El Galpón, al teatro independiente en general, a los escritores Mario Benedetti y Eduardo Galeano, al semanario Marcha, a los cantores de protesta, al carnaval, a la Marcha del Silencio, al sindicalismo, al movimiento por la diversidad, al “indigenismo” como “germen del resentimiento”, al ambientalismo, al animalismo –en sus versiones “radicales”, si bien no queda claro lo que esto significa para el autor–, a los intelectuales en general y hasta a la sección de humor de la diaria. Y, por supuesto, el objeto de preocupación principal: “el feminismo radical” como “una de las subespecies del nuevo universo confrontacional que nos propone el actual pensamiento progresista”. Dentro de este radicalismo el autor ubica, por ejemplo, a ONU Mujeres, “de obvia inspiración marxista”. En sus reparos respecto del feminismo, el autor no es original: basta repasar la prolífica obra en distintos soportes de uno de los cruzados del antifeminismo, el tuitero y politólogo argentino Agustín Laje, o el estado de paroxismo que a muchos les genera el lenguaje inclusivo.
“Para decirlo en términos gramscianos, los militares resultaron victoriosos en la guerra de movimientos pero la izquierda (incluida las fuerzas políticas y los líderes que promovieron la guerrilla) ganó la guerra de posiciones y se ha transformado en el partido político más grande del país, manteniéndose en esa posición de privilegio a más de treinta años de la implosión socialista”, lamenta Arocena.
En un pasaje del texto el autor intenta encontrarle una explicación al hecho de que la izquierda en el gobierno no haya sucumbido a su “influencia primigenia de corte leninista”, y concluye lo siguiente: “La izquierda en el gobierno se vio acorralada entre dos polos de una contradicción: el imaginario socialista que cultivó en los sesenta y que todavía alentaba, y la necesidad de no llevar a la nación al despeñadero. Los inconvenientes surgidos luego de cada aproximación al primero de los dos polos impusieron la obligación de desandar ese ‘camino hacia el imposible’”.
De todos modos, como confirmación de sus temores respecto de la izquierda actual y sus inclinaciones gramscianas cita afirmaciones de Graciela Villar –aquella de que la opción es entre oligarquía y pueblo– y menciona un video difundido en diciembre de 2019 por el senador socialista Daniel Olesker, dirigido a la militancia frenteamplista, en el que este llama a “resistir como contra la dictadura” al gobierno de Luis Lacalle Pou.
En el libro no faltan los ataques a los periodistas –sobre los dueños de los medios no se pronuncia–, a quienes considera funcionales a la hegemonía cultural de la izquierda. A modo de ejemplo, tilda de papagayo y mediocre a un periodista por preguntarle a Lacalle Pou en diciembre de 2019 en una entrevista en Telemundo si el futuro presidente no tenía miedo de que la Policía pudiera incurrir en el gatillo fácil; Arocena concluye que esa pregunta ejemplifica el triunfo de la hegemonía cultural de izquierda. En otro pasaje cuestiona los micrófonos que están “al servicio de lo políticamente correcto”.
Por momentos también expresa sus preferencias en materia de política económica, se lamenta por “la crispación a la que conduce el sindicalismo clasista”, al que califica de “una carga que hace menos atractiva la radicación de inversiones”, y concluye que “si realmente se busca beneficiar a los pueblos, se debe perseguir el desarrollo económico y no proceder a una temprana repartija”. “Otro paradigma cultural igualmente falso y reduccionista consiste en sostener que el salario real debe subir permanentemente”, continúa.
Ya a punto de concluir su obra, el autor confiesa que ha dejado para el final “al más equívoco y dañino de los paradigmas neogramscianos: la igualdad”. Inmediatamente aclara que se refiere a la igualdad material, “con la que permanentemente se machaca sobre la conciencia del ciudadano común”. Con datos de la evolución del producto interno bruto (PIB) entre 1820 y 2018 pretende desmentir el proceso de concentración creciente de la riqueza que se registra a nivel mundial.
Finalmente, en el último capítulo del libro, denominado “Hacia una estrategia superadora”, el autor propone “dar la lucha, recuperar el orgullo de nuestro origen liberal” y, en definitiva, “construir nuevamente una cultura hegemónica funcional al crecimiento económico capitalista”.