Yo tampoco sé cómo vivir, estoy improvisando1

El devenir de las adolescencias está atravesado por diversos tránsitos. Algunos de ellos son los procesos de construcción de la sexualidad y de la identidad de género entre la libertad de elegir –el sentir que la selección es libre– y la regulación externa de las estructuras e instituciones. Las identidades de género y sexuales, así como los deseos eróticos y la presentación de los cuerpos en el escenario social, son procesos que se configuran en íntima relación en el tiempo. La investigación de Emilia Calisto, Fernanda Gandolfi y Susana Rostagnol se ubica aquí para explorar las trayectorias corpo-afectivo-sexuales de adolescentes montevideanos.

El libro, que se terminó de escribir en 2020 y fue publicado en 2023, indaga en los procesos de socialización sexual, en la manera en que los “guiones culturales” condicionan la sexualidad y cómo los jóvenes negocian y se ajustan a ellos en la misma interacción socio-sexual. También se examina la incidencia del género y de las diferencias socioeconómicas en las trayectorias sexuales, así como en las fuentes de conocimiento sobre la sexualidad (familia, instituciones educativas, medios de comunicación, redes sociales online y offline). Finalmente, se exploran las reflexiones, críticas y cambios que están generando las adolescencias acerca de los modos y maneras normativas de la sexualidad.

La información fue recogida mediante la aplicación del método etnográfico en algunos espacios concurridos (plazas, centros comerciales, etcétera) por adolescentes en Montevideo entre 2016 y 2019. A su vez, se seleccionaron dos centros educativos públicos distintos buscando maximizar las diferencias socioeconómicas, la cultura política y el desempeño educativo. En ellos se entablaron conversaciones informales con los estudiantes, además de observaciones. La elección de los centros se llevó adelante para comparar los resultados de casos diferentes, pero la fase empírica demostró que las distancias entre los centros educativos son de algunos metros y no de kilómetros en cuanto a los contenidos indagados.

Una de las contribuciones sustantivas del libro es su modelo teórico, el diálogo que se logra hacer entre disciplinas, teorías y categorías explicativas sobre la sexualidad, el cuerpo, el género, la adolescencia y la trayectoria. Otro logro es la presentación de las conexiones entre la agencia y la estructura en una amplia variedad de prácticas sexuales, muchas de ellas de iniciación (el primer beso, el primer novio, la primera relación sexual con penetración, etcétera). Aquí se destacan los conceptos de “guiones sexuales” y, en particular, los “guiones culturales”2 –mediadores entre la agencia y la estructura– de William Simon y John Gagnon, y la caja de herramientas de Pierre Bourdieu con los conceptos de habitus, campo, trayectoria, estrategias del subordinado, por nombrar algunos. Las autoras van tejiendo, poco a poco, una conversación entre niveles analíticos distintos, la interacción social y las estructuras, en el estudio de la sexualidad y el género, donde las rupturas y conformaciones con lo normativo están en el centro de las disputas individuales y colectivas. Pero el modelo teórico no se agota allí, la referencia bibliográfica es vasta (Raewyn Connell, Michel Foucault, Anthony Giddens, Maurice Godelier, Ervin Goffman, David Le Breton, Carles Feixa, Adrián Scribano, por nombrar algunos). Las autoras también se auxilian, en distintos ángulos, en la labor investigativa nacional: Adela Pellegrino, Carmen Varela, Alejandra López Gómez, Sandra Leopold, Sebastián Aguiar, Verónica Filardo, Gabriel Kaplún, entre otros. Así, en cada tramo del análisis se lee la información empírica a través de la teoría y la acumulación de conocimiento en el campo de estudio.

No hay espacio sin “pienso” teórico ni lugar sin pluma creativa para despegarse del saber inmediato. Esto, junto con un texto muy bien escrito y algunas rupturas normativas en el uso del lenguaje. Con esto último, las investigadoras instalan la duda sobre la formalidad del lenguaje en la producción académica, si son posibles otros tipos de comunicación de conocimiento en las universidades y, donde se hallan las mayores resistencias, qué se hace en la enseñanza de grado.

El fenómeno de estudio debe leerse al sol de las movilizaciones y cambios del Uruguay de las últimas dos décadas. La población de estudio, nacida en el presente siglo, desarrolla su niñez y adolescencia en un contexto histórico de logros fundamentales en derechos: 1) Ley 18.426 de Defensa de la Salud Sexual y Reproductiva de 2008; 2) Ley 18.437, General de Educación, y sus disposiciones sobre la educación sexual, de 2008; 3) Ley 18.987 de Interrupción Voluntaria del Embarazo de 2012; 4) Ley 19.075 de Matrimonio Igualitario de 2013; 5) Ley 19.580 de Violencia Basada en Género hacia las Mujeres de 2017; 6) Ley 19.684 para Personas Trans de 2019. Tampoco se puede dejar de mencionar algunas políticas y proyectos: 1) Estrategia intersectorial y nacional de prevención del embarazo no intencional en adolescentes de 2017; 2) Proyecto Uruguay Unido entre 2011-2015; 3) Campañas de Noviazgos sin Violencia en varios años (2019, quinta edición). Igual de importante es el fortalecimiento y la proliferación de un conjunto amplio de organizaciones y colectivos sociales (LGBTQI+, feministas, hombres antipatriarcales, etcétera) en defensa de los derechos conquistados y en lucha por adquirir otros derechos, así como la institucionalización de movilizaciones (marcha por la diversidad, alerta feminista, paro internacional de mujeres, etcétera) y acciones performáticas (pollerazo, en la marcha por la diversidad, etcétera). ¿Cuáles son las resonancias que tiene todo esto? Es ineludible examinar si los derechos conquistados y las movilizaciones penetraron capilarmente en la vida cotidiana de adolescentes. A su vez, no se puede escapar el lugar del Estado en todo esto como facilitador o no de las libertades y derechos, al mismo tiempo que vigilante y disciplinador de la sexualidad, los cuerpos y el género. Siguiendo a Óscar Guasch, las investigadoras aclaran que la regulación de la sexualidad es una estrategia para gestionar el control del deseo erótico. La libertad sexual es una quimera, según Jeffrey Weeks.

El trabajo aborda varias cintas moebius (aunque las autoras utilizan esta figura para otros menesteres, esta parece ser más representativa que líneas de estudio) en el marco de su objeto de estudio. Como resulta evidente, es imposible comentar todas ellas en una reseña, más aún cuando una de las intenciones es desbordar el libro reseñado. Elijo hablar de una de las bandas estudiadas sin buenos argumentos “neutrales” que lo justifiquen. La decisión es personal por un sesgo de formación orientado a la investigación sociológica de la violencia y el delito. Me tomo el atrevimiento de hacerlo así con el objetivo de intentar demostrar, aunque en pocas palabras, que la dominancia estructural de la masculinidad violenta se presenta de distinta forma, pero con el mismo contenido, en las relaciones sociales afectivas y sexuales de adolescentes (también aplica a los estudios del mercado de parejas) y en las relaciones sociales delictivas de los jóvenes varones.

Desbordando el libro hacia los estudios sobre masculinidades, jóvenes, violencias y delitos

Las investigadoras muestran una variedad de escenarios, protagonistas y espectadores donde la masculinidad del conquistador condiciona las expectativas del otro, los logros valorados y la reputación, sin ingresar en las discusiones clásicas del reconocimiento, destacando lo que tiene para decir el campo de estudio de las emociones. El modelo de masculinidad hegemónico en el campo de las relaciones sociales sexo-afectivas (la masculinidad del conquistador o del cazador) tiene estrecha ligazón o es lo mismo –aquí se levanta una discusión– con la masculinidad viril, el modelo de masculinidad hegemónico en el campo de las relaciones sociales delictivas. La masculinidad viril completa su sentido en las relaciones de poder en tanto se la delimita, particularmente en jóvenes varones heteronormativos, mediante el uso de la fuerza física, la utilización de las energías para el sometimiento del otro, el vencer en la competencia, etcétera. Veamos algunos ejemplos.

Lucas, quien se autodefine gay, narra la exigencia de sus pares, de “todo el mundo”, para que bese a quien fue su novia: “fue forzado el beso y fue incómodo, fue horrible” (p. 76). La opresión de la heterosexualidad compulsiva que vivió Lucas se asemeja a la presión por “sondeo” de la virilidad masculina en las relaciones delictivas. David Matza sostiene que este sondeo constante va generando una “angustia de masculinidad” que se hace insoportable contener. Demostrar la masculinidad viril, aunque sea contra la voluntad, libera la angustia que genera la vigilancia y hasta la inquisición del otro que, como soldado, cumple con el mandato de la virilidad. Al concretar el beso, Lucas cumplió con el guion cultural y se liberó hasta nuevo aviso de la mirada externa, mas no pudo escapar de sus emociones, de desencontrarse a sí mismo. Lo mismo sucede con el delito juvenil por angustia de masculinidad. La búsqueda del reconocimiento de los otros motiva llevar adelante las actividades de riesgo valoradas (algunas son violentas y delictivas). No obstante, eso no significa que los jóvenes se sientan conformes con las prácticas de riesgo. En ambos casos, corroborar las expectativas de los otros y ajustarse al reconocimiento normativo –lo cual puede ser concebido como un logro que brinda reputación– oprime la agencia de las adolescencias. De ahí que debamos comprender, como dice el epígrafe, que hay adolescencias que están aprendiendo a “cómo vivir”, siendo la improvisación una vía para conocer y conocerse. En este proceso de aprendizaje, la sociedad (particularmente el sistema educativo, los entornos familiares y las organizaciones sociales comunitarias) debería realizar esfuerzos significativos para trabajar las emociones, la sexualidad, la masculinidad y el género en general para que las adolescencias, en su devenir, puedan conocerse, identificarse y proyectarse.

Quienes interpretan exitosamente la expectativa opresiva de los otros, al punto de sentirse libres en la opresión y no creerse regulados externamente, buscan la publicidad de sus acciones. El respeto se logra, también, cuando se difunde la palabra de los “actos heroicos” (Michel Kimmel):

Brian: –[...] ¡Y mi hermano! ¡Es un depredador! Todas juntas al mismo tiempo y una cada día, cada vez tiene una diferente cada día.

Carlos: –¡Fa! ¡Quién pudiera!

Las investigadoras muestran cómo en las relaciones sexoafectivas existe un conjunto variado de prácticas de iniciación y de violencias que reproducen relaciones jerárquicas y controles diferentes del deseo según género, edad y clase social. En este esquema, los varones son responsables de la seducción y los avances eróticos; algunos parecen investidos por performar una hipersexualidad. Las mujeres, en cambio, aparecen como meros recipientes románticos, depositarias pasivas de la energía libidinal masculina. Para las autoras, estas relaciones de poder y representaciones de roles se viven con mayor intensidad en los jóvenes del centro educativo de la periferia de la capital, donde concurren jóvenes de escasos recursos y de rezago escolar. Esta mayor intensidad no hace a los jóvenes más conscientes de las relaciones desiguales de poder, más bien sucede lo contrario. De esta raíz emergen varias reflexiones y preguntas; una de ellas es si la clase social y el nivel educativo son factores explicativos de la capacidad de reflexionar, criticar y modificar los guiones culturales, los mandatos de obediencia heteronormativos, las relaciones de género desiguales, etcétera. Los estudios sobre la masculinidad y el delito se hacen la misma pregunta, aunque, obviamente, desde otros lugares. Preste atención al siguiente párrafo.

Los delitos de cuello azul (clase trabajadora manual) son más propensos al ejercicio de la violencia física que los delitos de cuello blanco (trabajo no manual, empresario, rentista, etcétera). Es así por la naturaleza de los delitos que cometen unos (rapiña...) y otros (lavado de dinero...), pero también por la posición social que ocupan quienes cometen los delitos y su nivel de integración a la sociedad. La magnitud de la violencia física aumenta todavía más cuando lo dicho se conecta con la masculinidad viril y con lo que significa ser joven varón (adrenalina, aventura, exploración, tendencia a actividades de riesgo, etcétera). Por otra parte, el ejercicio de la violencia física se potencia más y más en los jóvenes varones débilmente enlazados a las actividades de participación y promoción social, en sociedades con movilidad social cerrada y reproductoras de las desigualdades. ¿Por qué?

En general, las personas que reclaman integrarse a la sociedad quieren ser parte y no quedar por fuera del consumo de bienes y servicios materiales y culturales, quieren participar en el intercambio público, ser vistas como vidas que importan, lograr decir que la vida tiene sentido. Ahora, cuando las vías de integración social y respeto convencionales (educación y trabajo) son negadas, de difícil acceso o no posibilitan la movilidad ascendente que colme las expectativas y emulaciones, lógicamente se buscan alternativas en la restricción de posibilidades. Estas otras opciones son gritos de inclusión social, aunque a primera vista parezcan alternativas de exclusión. No buscar alternativas sería existir sin vivir. Si en esta dirección la alternativa es el delito, dejando de lado por un segundo la dañosidad del acto, significa que la persona busca integrarse a la sociedad, busca respeto. El problema es la vía utilizada, pero no tanto por un problema de elección personal sino, más bien, como un problema de la sociedad con movilidad social cerrada reproductora de la desigualdad.

Así las cosas, sobre el argumento del párrafo anterior, el ejercicio de la violencia en el orden patriarcal, bajo la dominancia de la masculinidad viril, se presenta, aunque suene contraintuitivo, como una vía de integración social. ¿Por qué? Porque el ejercicio de la violencia es reconocido, valorado y condecorado, porque forma parte de la moralidad de la masculinidad viril. Entonces, que los jóvenes del centro educativo de una zona periférica sean menos conscientes de la desigualdad de poder y la violencia de género no debe llamar la atención cuando se comprende que la violencia es una vía de integración social. De la naturalización de ello depende el despliegue neutralizado de la violencia. Desde aquí se brinda una respuesta posible a si la clase social y el nivel educativo son factores explicativos de la capacidad de reflexionar, criticar y modificar los guiones culturales, los mandatos de obediencia heteronormativos, las relaciones de género desiguales, etcétera.

Para finalizar, en el apartado “El ser varón y la acumulación” las autoras señalan algo muy interesante: “Para los chicos parecería que el cuerpo, más que el punto de partida, resulta una herramienta para demostrar virilidad y construir un devenir de identidad masculina [...] el ideal del hombre ganador [...] el más hombre” (p. 124). Esto que la investigación apunta acerca de la acumulación de relaciones en la trayectoria “corpo-afectivo-sexuales”, mutatis mutandis, se observa en las relaciones de poder entre varones, ya sea en conflictos a las afueras de los centros educativos como, in extremis, en los ajustes de cuentas por conflictos entre grupos delictivos del tráfico de drogas ilegales. En este último caso, mediante una fenomenología del pago de la deuda, en la imposibilidad de cortar la cadena entre daño y venganza, el cuerpo herramienta aparece en las formas de hacer morir. El ejercicio de la crueldad contra los cuerpos en los ajustes de cuentas transforma la existencia del deudor en nuda vida (Giorgio Agamben). Cobra mayor importancia el segundo homicidio (Heinrich Popper), o sea, la destrucción de los cuerpos y la quita de toda dignidad al muerto, que el asesinato en sí. En este caso extremo se observa lo que Walter Benjamin había anunciado hace más de un siglo, que la violencia se convierte en la finalidad y no en un medio para la obtención de un fin. La masculinidad depredadora de la que nos hablaba Brian sobre su hermano y la masculinidad viril reproducen la dominación del varón sobre la mujer pero también del varón sobre el varón, con los cuerpos como herramientas que ejecutan y reciben violencias.

Para transformar la masculinidad viril y conquistadora, las distintas formas de violencias deben dejar de ganar cucardas. Los delitos contra la propiedad, contra la vida y los relacionados con las drogas ilegales –que representan una buena parte del total de los delitos cometidos en el país y que se concentran mayoritariamente en los varones– disminuirían sustantivamente si de una vez por todas comenzamos a tener operativos de saturación contra estas masculinidades; operativos de saturación desde un lugar distinto a la masculinidad viril. En tiempos de pensar la política pública de seguridad, a nadie debería extrañarle el diseño de medidas intensas y sostenidas en el tiempo con foco en las emociones, las masculinidades, las sexualidades y el género en general. Lejos están estas medidas de ser tibias y frágiles cuando apuntan a los nudos problemáticos de la violencia. Sólo aquella masculinidad que es necesario minimizar consideraría débiles a estas medidas. Es hora de dar un salto cualitativo con paciencia.


  1. La frase aparece en un mural junto a un árbol que podría definirse invernal ya que no tiene hojas, es un árbol en el devenir de su florecimiento. El mural fue realizado en una clase de arte del centro educativo Ibáñez (p. 207). 

  2. Representaciones, significados y valoraciones que circulan en la vida cotidiana y con los que las personas negocian, al mismo tiempo que las regulan.