Apenas consumada la derrota de la fórmula Álvaro Delgado-Valeria Ripoll, la dirigencia del Partido Nacional (PN) inició un proceso de autocrítica con declaraciones de sus principales dirigentes en los medios y en las redes sociales, en las que se reflotó el debate sobre el concepto de la batalla cultural y se planteó la necesidad de radicalizar la propuesta ideológica.
Referentes de primera línea como la vicepresidenta Beatríz Argimón y la senadora Graciela Bianchi señalaron que una de las razones del fracaso electoral fue que la izquierda ganó la batalla cultural e impuso un relato en la sociedad.
Consultados por la diaria, el filósofo Gustavo Pereira y las politólogas Camila Zeballos y Marcela Schenck rechazaron que esta haya sido la causa y consideraron “muy forzado” y poco “orgánico” el análisis, calificándolo como “un manotazo de ahogado” más que como una “autocrítica seria y profunda”. Recalcaron que los nacionalistas deberían focalizar la mirada “en factores más amplios y estructurales y no sólo ideológicos”.
Visión regional
Recientemente, Uruguay tuvo representación por primera vez en una cumbre de la ultraderecha, que se celebró en Argentina. Pablo Viana, del PN, participó en el encuentro que se realizó en Buenos Aires bajo el lema “El riesgo del socialismo” y que reunió a los principales líderes conservadores de la región. A lo largo de la jornada, todos y cada uno de los disertantes hicieron una o varias menciones a la batalla cultural que debe librarse con la izquierda.
Para los expositores, la cultura se ha convertido en un campo de disputa donde se libran luchas simbólicas sobre temas como la familia, la religión, la educación y hasta el papel de la ciencia. Los sectores conservadores acusan a las izquierdas y progresismos de operar por medio de la censura y la corrección política y, por ende, de coartar libertades.
Las múltiples menciones a este tema giraron en torno a la “imposición de agendas globales”, el ecologismo, la educación sexual entendida como una forma de sexualizar a los niños, la mal llamada “ideología de género”, el wokismo, la Agenda 2030, etcétera.
Concurso
El término batalla cultural no es nuevo dentro del PN. El Instituto Manuel Oribe convocó en 2021 a un concurso de ensayos sobre la influencia del filósofo italiano Antonio Gramsci “en la estrategia de la izquierda en Uruguay desde 1960 a la fecha”.
La iniciativa surgió del expresidente Luis Alberto Lacalle Herrera. El ganador del concurso fue el contador Juan Pedro Arocena con su libro titulado “Gramsci. Su influencia en el Uruguay”.
Arocena expresa en el libro su tesis de que el pensamiento gramsciano ha sido efectivo por su carácter funcional a una izquierda golpeada ante el fracaso del socialismo real.
Dentro del incierto círculo en el que la izquierda uruguaya ejerce su hegemonía cultural, el autor menciona al teatro El Galpón, al teatro independiente en general, a los escritores Mario Benedetti y Eduardo Galeano, al semanario Marcha, a los cantores de protesta, al carnaval, a la Marcha del Silencio, al sindicalismo, al movimiento por la diversidad, al ambientalismo, al animalismo, a los intelectuales en general, al feminismo radical y hasta a la sección de humor de la diaria.
“Para decirlo en términos gramscianos, los militares resultaron victoriosos en la guerra de movimientos, pero la izquierda (incluidas las fuerzas políticas y los líderes que promovieron la guerrilla) ganó la guerra de posiciones y se ha transformado en el partido político más grande del país, manteniéndose en esa posición de privilegio a más de treinta años de la implosión socialista”, se lamenta Arocena.
¿Qué significa batalla cultural?
Camila Zeballos, politóloga y magíster en ciencias humanas, consideró, en diálogo con la diaria, que el término aglutina a nivel internacional a expresiones de derecha que son “muy heterogéneas”, porque hay sectores que son muy proteccionistas, como el caso del presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, o posiciones más liberales, como la del mandatario argentino Javier Milei.
“En el caso del PN es una especie de manotazo de ahogado que intenta decir: ‘No fuimos derrotados porque hicimos un mal gobierno y no atendimos la demanda ciudadana, sino porque simplemente estamos perdiendo la batalla cultural’”, afirmó.
A su criterio, los dirigentes blancos están “probando” un concepto, pero aún no definen si será la estrategia que utilizarán como oposición en los próximos cinco años.
“Es una posición bastante peligrosa. El PN tiene que haber aprendido que cuando se homogeniza tanto, cuando no tiene un ala wilsonista, por ejemplo, pierde elecciones. Si van a ir por ese lado, no lo tienen que hacer todos. No es redituable que todos los dirigentes utilicen este concepto”, reflexionó.
“Llama mucho la atención que Argimón lo haya utilizado. A menos que estén haciendo una interpretación de batalla cultural que no es la que hace la derecha contemporánea y las expresiones más radicales, en ese caso deberían explicar por dónde va a ir este concepto”, agregó. Por tanto, hay un “gran desorden” en el PN que se evidencia en este uso “bastante poco problematizado” de la idea de batalla cultural, consideró.
“A mí me parece que no es una estrategia ni electoral, ni una herramienta, ni un vehículo viable para hacer una autocrítica”, concluyó.
Por su parte, Marcela Schenck consideró que desde el lugar común se puede hablar de batalla cultural en el sentido planteado por Gramsci, pero en el caso uruguayo se debe hacer referencia más bien “a una lectura de los discursos más asociados a elementos posmateriales o posestructuralistas, más foucaultianos que gramscianos, en cierta parte”.
Lo asoció más bien con la “relectura” que hizo la extrema derecha francesa después de mayo del 68. “En aquel momento también se la llamaba la nueva derecha, y se reinterpretaron algunos de los ejes del debate, y hay una idea muy fuerte de libertad asociada al liberalismo, que de hecho radicalizó algunas de las posturas que ya estaban presentes en las derechas liberales previo a lo que fueron los ciclos de los progresismos en América Latina. Esta idea interpreta que hay una especie de hegemonía cultural, por lo que hay que dar la batalla (política) no sólo en el plano de lo material, sino también en el plano de lo cultural”.
Haciendo un paralelismo, explicó que también en el planteo de los dirigentes del PN “hay una reinterpretación del concepto de batalla cultural que se ha traído a la discusión, como lo hicieron figuras de estos extremismos en Argentina y que lo hemos visto empleado en algunos de los discursos de la derecha uruguaya”.
De esta manera, intentan poner el foco en lo cultural y dicen: “Perdimos porque no supimos construir buenos relatos, o no supimos combatir ideas que se construyeron despegadas de la materialidad. Y todo eso en un contexto donde se cuestionan determinadas instituciones, como, por ejemplo, las de la educación formal”, añadió.
¿Batalla cultural o hegemonía ideológica?
El filósofo Gustavo Pereira planteó la duda sobre el alcance de la batalla cultural a la que hicieron referencia Bianchi y Argimón y lo asoció más bien a una lucha ideológica.
Marcó la diferencia de la interpretación nacionalista con la concepción de batalla cultural incorporada por el filósofo italiano Antonio Gramsci (1891-1937), que consistiría en una verdadera hegemonía cultural.
“Una cosa es el término en el sentido que lo plantea, por ejemplo, Javier Milei y los movimientos ultraconservadores, que aluden al concepto de guerra cultural tomando como obra referente el libro de James Davison Hunter, que plantea una defensa de valores tradicionales, religiosos, conservadores, principalmente, que podría ser entendida con lo que se llama lucha ideológica, y que defiende las creencias que consideran correctas, algo usual sobre lo que tenemos distintos discursos en la historia”, señaló.
Sin embargo, para Pereira, lo que preocupa a los dirigentes blancos es un concepto más amplio ligado más bien a la hegemonía ideológica, que quedó expresado hace varios años en el ensayo realizado por Juan Pedro Arocena luego de un concurso organizado por el PN.
“La derecha uruguaya interpreta que ha venido perdiendo esa lucha simbólica y que se ha instaurado una especie de hegemonía progresista. En estas interpretaciones hay errores gigantescos que consideran que el planteo de Gramsci está incorporado desde los años 60 dentro de los recursos estratégicos de la izquierda, cosa que es fuertemente imprecisa, porque Gramsci ingresa con fuerza en la doctrina uruguaya recién en los 90 o al menos en los momentos posdictadura”, agregó.
El especialista recalcó que, dentro de esta concepción, algunos dirigentes blancos consideran batalla cultural al conjunto de valores y creencias distintas a las que ellos defienden y que se basan en cómo interpretar el rol del Estado, el empleo, las empresas y el mercado.
“En el sentido que ellos lo plantean, esa batalla cultural se viene perdiendo desde hace muchísimo tiempo, no desde ahora”, explicó y puso como referencia los valores impuestos por el batllismo “que hoy vuelven imposibles algunas cosas, como, por ejemplo, privatizar una empresa del Estado”, agregó.
“Esta es una de las cosas positivas que tiene la democracia uruguaya; es parte de nuestro sentido común concebir que el Estado va a tener un rol de protección social. Después puede haber diferencias sobre qué tanto debe intervenir o cómo debe hacerlo, pero nadie pone en duda que debe tener un rol en la protección social. Eso es una seña de identidad uruguaya”, subrayó.
“Polarización”
Por otro lado, Pereira interpretó que hay dirigentes como Sebastián da Silva o Graciela Bianchi que apuestan a la polarización y están dispuestos a enfrentar determinadas visiones que consideran de izquierda.
“En este momento hay una evaluación de si esa polarización debería radicalizarse aún más o si es necesario implementar un discurso que apele a captar ese escudo protector de las creencias compartidas que tenemos como sociedad y que, en mi visión, sin ser politólogo, no es algo que vaya a tener un gran rédito electoral en ningún momento, porque en Uruguay hay cosas que pagan y cosas que no. Y creo que hemos visto que los comportamientos de Bianchi y Da Silva, que son claramente intolerantes, irrespetuosos y hasta vergonzosos para un senador de la República, no son los que generan mayor respaldo aunque puedan tener la aprobación de una porción de la sociedad”, añadió.
Hizo hincapié en que la democracia uruguaya tiene un escudo “contra la agenda más radical de lo que se entiende por guerra cultural”.
“Creo que estas acciones de poner un muñeco de Tribilín en un escenario, de insultar o de utilizar el griterío, la falta de razones, la ausencia de argumentación, y pasar simplemente al chiste o al mecanismo performativo más que de racionalidad, es profundamente rechazado por la mayor parte de los uruguayos”, sentenció.
En la misma sintonía, Zeballos recordó que durante las elecciones, el PN buscó “polarizar constantemente y mostrar el peor Frente Amplio”, pero ese discurso no le funcionó bien porque lo hicieron desordenadamente. “No hubo una clara división del trabajo, porque de repente fue Sebastián da Silva quien tomó la iniciativa y empezó con lo de Tribilín, pero después ya era cualquier persona sin ningún tipo de relevancia política que también lo hacía”.
Este desorden fue creciendo porque además hay distintas posturas dentro del partido. “Apenas perdieron las elecciones, Delgado dijo que iban a colaborar con el nuevo gobierno, mientras que Javier García afirmó que iban a ser una oposición férrea. Lo que hagan finalmente dependerá también de quién asuma esa batalla o esa bandera. Si la asume Lacalle Pou, vamos a estar delante de un fenómeno político de mayor peso”.
Para la politóloga, los dirigentes blancos deberían buscar en otro lado las razones de la derrota electoral y profundizar en lo que mostraban las encuestas de insatisfacción de la ciudadanía con algunas áreas de política pública. “Creo que la seguridad es un tema que a la gente le impactó, al igual que el trabajo y el poder adquisitivo, sobre todo en las zonas litorales. Eso fue un grave problema. También algunos hechos de corrupción. En definitiva, el fracaso tiene más que ver con el desempeño del gobierno en términos de política pública y de respuesta a problemas ciudadanos que con la ausencia de una radicalización”.
“El PN no perdió porque el gobierno fue tibio. Esa es una lectura errónea. Es lo mismo que en 2019 pasó con el Frente Amplio. ¿Por qué perdió el Frente Amplio? ¿Porque no fue más radical? Eso puede creerlo una porción del electorado, pero si hacía cinco años que el país no crecía y el estancamiento económico empieza a ser un problema y la seguridad sigue sin solución, hay que tomar todas estas cosas en cuenta al momento de hacer un balance de una derrota electoral”, indicó.
“Muy forzado”
Por otro lado, Zeballos interpretó que la apelación a la batalla cultural realizada por los dirigentes del PN de los últimos días “no es orgánica” y responde más bien a un “movimiento muy forzado” que les funciona como una “autocrítica”.
“Se pretende fundamentar la autocrítica en una idea medio extraña que no se ajusta a cómo inclusive se fue dando la campaña electoral. Si uno analiza por qué perdió el PN, seguramente no fue derrotado por la batalla cultural, si es que existe algo así en Uruguay, sino que perdió por otras razones de índole estructural y de coyuntura política”, indicó.
Sostuvo que algunos dirigentes utilizan el término sólo para acoplarse a algunos tipos de derecha que hoy se presentan como “más radicales”, y entrar en un discurso que se supone “exitoso”, como el de Milei en Argentina.
“No es una estrategia rentable”
Para Schenck, “antes de abordar el tema como una batalla, aludiendo a lo bélico, a la configuración del otro como enemigo, podrían empezar a pensar un poco por qué pasó lo que pasó y cambiar el foco de esa autocrítica”.
Para la especialista, la observación de los ciclos electorales recientes en América Latina demuestra que hay algunos elementos más estructurales a tener en cuenta, como, por ejemplo, que “los oficialismos tienen un camino mucho más difícil que sus competidores”.
Planteó como algo determinante el “voto castigo” que sufrieron tanto las derechas como las izquierdas en la región y que fue consecuencia “más que de un cambio ideológico” de factores ligados a las crisis económicas o a escándalos de corrupción.
Recordó que en algunos países el giro hacia la derecha tuvo que ver con el aumento de la criminalidad, la incapacidad de los gobiernos para manejar temas de inseguridad o la exigencia de un avance del punitivismo.
“En el caso nuestro, cuando miramos lo que sucedió, obviamente la propuesta de Álvaro Delgado se planteaba como continuadora de lo que había sido el gobierno de Lacalle Pou, con la particularidad de que existía una muy buena valoración de la opinión pública del presidente, pero ello no necesariamente se extiende a todo el gobierno. Y varios de los elementos que tuvieron un voto castigo en la región también estaban presentes en la percepción pública en Uruguay. Digo esto porque son elementos también para tener en cuenta desde una perspectiva más estructural”, aseveró.
Tomando en cuenta este análisis, estimó que “radicalizar” el discurso “no parecería ser una estrategia muy rentable si lo que se busca es concitar la atención de una porción más amplia del electorado”.
No ayudó, por este motivo, “apelar continuamente al antifrenteamplismo como herramienta permanente, como ocurrió, por ejemplo, en el debate de Delgado con Orsi o en las declaraciones públicas de algunos dirigentes de diferentes partidos que conforman la coalición electoral”.
Por último, interpretó que esa pose antifrenteamplista que aglutinó a la coalición “buscaba generar una identidad coalicionista, suprapartidaria, y por eso unificaron el discurso para oponerse al adversario común, pero no les funcionó”.