Jugar con un auto de lata que el abuelo Óscar trajo de la URSS. ¡Si papá Gabriel viera cómo quedó, después de que hijas y sobrinos se lo pasaron de mano en mano, golpe a golpe! Tiene las cuatro ruedas y el plástico del parabrisas intactos, el desgaste en la pálida pintura rosa y en el control remoto sin cables. Vicente ya no pudo jugar con el coche, pero lo llevó al salón de clases como un trofeo, un recuerdo del abuelo Gabriel, a quien no conoció. Su mamá, Ana Inés, tampoco conoció a su abuelo Óscar. Gabriel está muerto. Óscar, desaparecido.

Una mujer sonríe. Aúpa el paquete envuelto en una manta blanca. En su mano derecha tiene un sonajero. Es Graciela Rutila Artés aupando a Carla Rutila Artés, la hija que tuvo con Enrique Lucas. En otra foto, un hombre peinado a la gomina escribe a máquina, tiene un mate listo para tomar. Es Enrique, clandestino en Bolivia. Ellas fueron secuestradas en Oruro, cautivas en Automotores Orletti. Graciela, desaparecida. Carlita, apropiada por Eduardo Ruffo. Enrique, asesinado por militares durante un plan de rescate de ambas que intentó en Cochabamba con su compañero Pedro Silvetti.

“Es extraño, quizá, pero a partir de esa herida fuiste creciendo –escribió Laura Boiani en Carta a mi abuelo, publicada en El Popular el 21 de mayo de 2021–. Prohibiendo el olvido, fuiste creciendo con y en nosotros. Crecimos viéndote, inmortalizado en una única foto, robando de oídas fragmentos de quién eras. Armando un rompecabezas a partir del recuerdo de otros”. Esa foto sepia, que esta nieta abraza durante toda la entrevista, está montada en un soporte de madera, chamuscada en el vértice izquierdo. La foto de Otermín Laureano Montes de Oca y el cartón pintado con un poema que un nieto le dedicó a este abuelo desaparecido el 17 de diciembre de 1975 fue lo que sobrevivió al incendio en la casa de Graciela Montes de Oca en 2015.

“Quedate con el que te mire como Disnarda a Óscar y como Óscar mira a la cámara”, le digo a Ana Inés. “Es que él se estaba llevando el premio mayor”, responde ella, que imprimió esta foto en blanco y negro del casamiento de sus abuelos, tras descargarla del sitio web del Centro de Fotografía de Montevideo donde está digitalizado el acervo de la Asociación de Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos. La imagen de ambos en el Registro Civil “es una síntesis de la idea de amor romántico que vamos a buscar”.

Ante la ausencia, que marca una presencia muy fuerte, “la foto es una prueba de que esta persona existió –dice Ana Inés–. Porque nosotras no los conocimos, no los vimos, no los tocamos”. Uno de sus últimos trabajos como fotógrafa fue en la obra de teatro Autopsia sobre lo impune, sobre el asesinato de las Muchachas de Abril.

La desaparición forzada les quitó la oportunidad de crecer con un abuelo, con un tío. ¿Cómo hubiera sido nuestra vida si no hubiera pasado lo que pasó, si no los hubieran secuestrado, ni torturado, ni desaparecido? Es una pregunta contrafáctica que estas mujeres se hacen a diario.

¿Cómo explicarte que mi abuelo no murió?

Ana Inés Tassino nació en 1986. Óscar Tassino llevaba 11 años desaparecido: había sido secuestrado el 19 de julio de 1977 en un operativo de las Fuerzas Conjuntas a cargo del coronel Eduardo Ferro. Hoy se sabe que estuvo cautivo en el Centro Clandestino de Detención y Torturas de La Tablada. Gabriel Tassino, el papá de Ana Inés, buscó a su padre junto a sus hermanos más chicos, Marcelo y Karina. Falleció en 2009. Gabriel tenía 13 años cuando su papá desapareció. Un año y medio antes, la madrugada del 7 de noviembre de 1975, un beso de su mamá, Disnarda Flores, lo despertó apenas. “Mamá, ¿ya me tengo que levantar para ir a la escuela?”, preguntó mientras su madre rozaba el pijama del niño. “No, seguí durmiendo”. Fue el último beso que Disnarda le daría a Gabriel hasta que él cumpliera 15 años. Ella estaba siendo secuestrada por militares que la llevaron al Fusna y la mantuvieron desaparecida e incomunicada durante nueve meses y presa política hasta 1979. Pero antes, mientras buscaba la funda con la que sería tabicada, le dejaba unos billetes en el bolsillo a Gabriel.

Ana Inés es la hija mayor de Gabriel. Le siguen Florencia y Bruno, que están en una foto a color, trepados a un árbol. Arriba, incrustada en el marco, una foto carnet en blanco y negro del abuelo. Aunque el tío abuelo de Ana Inés, Javier Tassino, fue preso político y vocero de Madres y Familiares, y la tía Karina fue el cuerpo y la voz de las familias denunciantes ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos durante el Acto de Reconocimiento Público del Estado uruguayo sobre la responsabilidad en los asesinatos de Silvia Reyes, Laura Raggio y Diana Maidanik y las desapariciones forzadas de Luis González y Óscar Tassino, ni Ana ni sus hermanos participan orgánicamente en Familiares.

Ana Inés fue al liceo a comienzos del año 2000. Todavía se decía “algo habrán hecho” y en clase no se daban contenidos de historia reciente. “Con 13, 14, 15 años no sólo defendías una causa, defendías a tu abuelo. Discutía con amigos y compañeros”. Óscar Tassino tenía 40 años, era empleado público de UTE, dirigente sindical en AUTE y militante del Partido Comunista. “Contaba la historia, decía que era detenido desaparecido y repetía que ‘no importa la militancia que una persona tenga, nadie, ninguna familia se merece lo que nos pasó’. Como nietos vivimos dando explicaciones”.

Kiara es sobrina del militante tupamaro Enrique Lucas, aunque él es casi una figura “abuelística”. Enrique era el mayor de cinco hermanos. Al morir su padre, tomó la posta como una figura paterna muy presente. Kiara es diseñadora, artista y docente. Integra +Mujeres en UX Uruguay. “Estoy atenta a cómo la gente se lleva con la vida; cómo las personas se relacionan con los productos, con las cosas, para hacer experiencias de usuario mejores o menos dolorosas”. Eso la llevó a trabajar en el programa Transformaciones, de Radio Sarandí, donde crea contenido y estrategias de marketing, además de ser panelista. También tiene la editorial Luz Verde, sobre temas relacionados con los derechos humanos, y escribe en la revista AyD (Arte y Diseño).

Laura se llama así por su abuelo. Orgullosa y aliviada de no ser “Laureana”. Además de la foto de su abuelo, trajo a la sede de Madres y Familiares –donde transcurrió esta entrevista– una placa que los compañeros del sindicato de Conaprole hicieron para Laureano: “En el 30º aniversario de la lista 17 y a 40 años del secuestro-desaparición le rendimos homenaje”. Está fechada el 17 de enero de 2016.

“Mi abuelo siempre fue el de la foto, siempre estuvo su figura entre nosotros –repasa Laura–. No tengo recuerdos de haber preguntado qué le había pasado, sino siempre saber que él no estaba porque alguien se lo había llevado”. Recuerda su niñez marcada por llorar con su mamá cuando quiso entrar al batallón junto a otros integrantes de Familiares cuando encontraron los restos de (luego sabríamos) Fernando Miranda. También recuerda el voto rosado para anular la ley de caducidad. “No tuve una charla específica en la que me dijeran ‘a tu abuelo le hicieron esto y esto y esto’; mi madre tampoco me dijo ‘yo vi esto’”. Graciela Montes de Oca tenía 11 años cuando se llevaron a su papá de la casa. “Siempre me acerqué a su historia desde el amor –sigue Boiani–, pensando en la mano solidaria que daba desde el sindicato, desde el barrio, a los amigos de sus hijos, siempre preocupado por los demás; una persona que hizo cosas que a las personas que estaban en ese momento no les gustaron”.

“¡Ay, Ana Inés, tu abuelo hacía lo mismo!”, le decía Disnarda, quizás ofuscada, cuando la niña tomaba cocoa y sorbía con ruido. La ausencia del abuelo es una presencia en anécdotas y gestos.

Kiara tenía ocho o nueve años cuando empezó a investigar qué le había pasado a su tío. Fue después de leer los abusos sexuales que había sufrido su prima Carla por parte del apropiador. “Dio un testimonio muy detallado cuando declaró en un juicio por Orletti. Lo leí porque mi padre dejó abierta la computadora donde estaba leyendo las noticias de ese momento”. ¿Él está muerto? Hasta entonces, la niña pensaba que Enrique, Graciela y Carla estaban en otro lado, en otro país, con otro nombre, o que les habían borrado la memoria. Asesinado “por pensar diferente”, le explicó su mamá. “¿Cómo que no hay una tumba? ¿Cómo no está en Salto, como el abuelo?”. En 2011, en sexto de escuela, Kiara y sus compañeros fueron al Museo de la Memoria y ahí le cayó la ficha de lo que había pasado.

Pensar que en algún momento va a aparecer “tiene que ver con lo terrible de pensar ‘a esta persona la mataron, la escondieron y no va a volver nunca’ –sigue Ana Inés–. ¿Cómo le puede pasar eso a alguien? Es difícil de procesar. Lo vivo hoy con mi hijo, Vicente, que tiene diez años, que conoce la historia y hace preguntas y repreguntas”.

Laura Boiani, Ana Inés Tassino y Kiara Lucas.

Laura Boiani, Ana Inés Tassino y Kiara Lucas.

Foto: Mara Quintero

¿Cómo se lo cuento a otros jóvenes?

Laura Boiani es profesora de Historia en un liceo de Rincón del Cerro. Milita en el sindicato ADES, a nivel territorial en La Teja, donde vive, donde fue secuestrado su abuelo, y en derechos humanos desde Madres y Familiares. Para ella es un “privilegio” vincularse con personas que conocen “qué pasó con los desaparecidos”. Y eso produce, al menos, dos actitudes: algunas que nunca le han preguntado quién era su abuelo, otras que le han preguntado por qué la movía tanto “el tema” si ella no conoció a Laureano.

En las clases dice que no cuenta lo que pasó en la dictadura “desde el morbo” (qué les hicieron en la tortura, por ejemplo) sino desde la empatía, desde lo humano, para “entender que eran chiquilines de 17, de 24 años, o más grandes, como mi abuelo, que tenía 45 años, que eran personas comunes y corrientes, que podrían ser cualquiera de ellos o de sus padres o conocidos”. Entonces, la memoria colectiva carbura: los estudiantes empiezan a decir “ah, mi abuelo vivió esto y decía que no lo dejaban hacer tal cosa”. Y eso muestra que nuestro pasado reciente “sigue estando muy presente” porque “conviven muchos relatos entre las distintas generaciones que vivieron y que no vivieron la dictadura”. Memorias que se entrelazan como los pañuelos blancos con margaritas negras en las mochilas de los estudiantes, que empiezan a entender el sufrimiento que provocan estas ausencias. “La tarea difícil en clase es explicar el contexto político, que esto no fue una guerra, y cuáles eran las ideas revolucionarias de personas comunes que soñaban para Latinoamérica toda”.

Kiara dice que transmite lo que pasó, hablando. “Crecí en una familia donde sólo se permitía hablar de esto a quienes lo habían vivido”. Ella está rompiendo ese mandato. Junto a su prima segunda, la nieta de Enrique, se dieron la mano y avanzaron, por su cuenta, con sus maneras, en la búsqueda de la verdad, la justicia, la memoria. Cuando su prima le dijo “Es tu historia también, vos tenés derecho a saber qué pasó”, para Kiara fue un alivio. La alivió hacerse cargo.

Un punto de partida para comenzar a hablar es ver la foto de Enrique –agobiado, pero firme, esa foto antes del fin–, verla con otros jóvenes y decirles: “Mirá que cuando pasó lo que pasó, él tenía 24 años”. Como ella.

“A veces genera tanta distancia la foto en blanco y negro, la ropa que usaban, incluso los gestos y las responsabilidades que tenían en esa época (las que tenía Enrique son muy distintas de las que tengo yo) que, por eso, buscamos contar en el proyecto 197 historias ilustradas qué les gustaba hacer en el día a día. Buscar algo de vida entre tanta muerte”.

¿Cuándo llega la justicia?

Ninguna tiene todavía los restos de sus familiares desaparecidos. Las tres coinciden en la afirmación de Laura: “Hay que ponerse en el lugar de quien vio cómo a esa persona se la llevaban viva de su casa y después, cuando aparece, aparecen huesos. Los huesos no son esa persona que se llevaron”.

“Aunque te digan cómo estaba cuando la encontraron –sigue Kiara–: de cúbito, con un disparo... esa descripción forense, ¿qué onda? ¿Ahora mi abuelo es un ‘aparecido’?”.

Laura dice que el hallazgo da alivio, pero no es la verdad completa. Por eso “no podemos sacar a esa persona de la lista de 197 detenidos desaparecidos, porque falta saber quiénes fueron los responsables del secuestro, de la tortura, de que esa persona haya sido escondida en ese lugar determinado y de haber mantenido el silencio durante tantos años. Si los sacamos de la lista, le sacamos la responsabilidad a un Estado que sigue estando ausente en las respuestas. La aparición de los restos no otorga toda la verdad de lo que les pasó”.

“Que el Estado haya usado las herramientas que tiene para, de forma organizada, hacer lo que hizo, y encima la cantidad de años de impunidad, hacen que la justicia, cuando llega, ya no la sientas como justicia –continúa Tassino–. Es terrible. No se siente como justicia, realmente. Lo que nunca tuvimos y no vamos a tener, eso ya no tiene arreglo. Uno pierde un familiar en determinadas circunstancias y el duelo puede llevar años. La desaparición es un duelo suspendido, nunca cierra”.

Somos muchos

Al terminar la Marcha del Silencio en 2021, con la pandemia sobre los hombros, Kiara Lucas se acercó a Ignacio Errandonea (cuyo hermano Juan Pablo fue desaparecido desde 1976) y le dijo que quería sumarse a Madres y Familiares. “Somos muchos jóvenes. Cada vez más. Hay muchos nietos y sobrinos en la vuelta, que no necesariamente vienen a Familiares, pero están en las marchas. En la Marcha del año pasado estábamos en primera fila”, dice, orgullosa de pertenecer a la organización. Lucas está a cargo de “197 historias ilustradas”, un proyecto literario y de diseño (se publicará un libro y un sitio web) que busca dar a conocer la vida de cada una de las 197 personas detenidas desaparecidas bajo la responsabilidad del Estado: desde el barrio donde vivían, sus hobbies, anécdotas, cuadro de fútbol por el que hinchaban, la comida que les gustaba, la música que cantaban. 154 artistas retratan a la persona desaparecida junto a un relato breve que narra lo cotidiano. Kiara está convencida de que “desde la vida y la dulzura podemos generar o estrechar lazos entre generaciones que están distantes pero que comparten mucho en común”.

Así como desde hace casi un año no se sabe la identidad de los restos que el grupo de Antropología Forense encontró en el Batallón 14, Kiara destaca que tampoco hay mucha información de las mujeres que retratan para el libro: “No hay mucho más de su día a día que sus casamientos, ser mamá y su militancia política”.

El tiempo devora el tiempo, canta Sylvia Meyer. A casi 51 años del golpe de Estado y en la víspera de la 29ª Marcha del Silencio, mientras lamentan que “las viejas” se mueran sin saber el paradero de sus hijos e hijas, Boiani dice que ellas, como jóvenes, no son relevo de nada, que esa idea no le gusta, que no hay un pasaje de posta. “Hay lugares que no vamos a ocupar nunca porque vienen con una historia y un bagaje de lo que ellos vivenciaron y sufrieron. Y a los más jóvenes nos queda aprender y sostener esa memoria y ese recuerdo. Acá no hacemos un relevo como para aprender y tomar ese lugar. La asociación tiene una transversalización: somos muchas generaciones y personas diferentes, que compartimos el espacio, con las peleas y los acuerdos que sean. Compartimos ideas, las puertas están abiertas a todos, sin importar el vínculo consanguíneo, por eso ‘Todos somos familiares’. Por eso no borramos nombres de la lista de 197 detenidos desaparecidos y exigimos que quienes tienen la información nos la den. Es extremadamente doloroso saber que hay familiares que se van a morir y son historias que se cierran sin una verdad completa”.

Hay ramos de margaritas, faros, sirenas y medusas tatuadas en las pieles de estas mujeres. Otras formas de contar la historia.