Por muy poco familiero, católico o comerciante que uno sea, las fiestas navideñas se presentan cada año como una gran tormenta estival de ofrendas y caras abrillantadas, un masivo coro de villancicos que se mete por todas las ventanas de todas las casas.
Hay quienes las viven de la forma más austera, casi como dejando pasar ese bondi que va lleno. Otros le meten un color a la celebración que la atiborran de anécdotas. Y hay de los otros, fanáticos de los protocolos y de “que todo salga perfecto”. Estos maniáticos sostienen que cuanto más organizada y fiel a las tradiciones sea la ceremonia, mejor se pasa. Se los reconoce porque andan toda la noche con los ojos que se les saltan de la cara.
Sorpresas para todos
En mi familia, las fiestas siempre se pasan “muy tranqui”, a un pelo de aburridas. A no ser el año en que a la abuela se le había dado por estudiar detalladamente el protocolo navideño y nos obligó a sentarnos hombre-mujer alternadamente, y a servir el agua en las copas altas y dejar los celulares en un canasto y cantar villancicos en inglés.
O cuando un novio punk de la prima grande entró a tirar petardos de forma tan poco mesurada que uno fue a dar adentro de la ventana abierta de un edificio cercano, hecho que nos dejó mirando aterrorizados durante largos minutos esperando que saliera humo y con el número de Bomberos marcado.
O la vuelta que a alguien se le ocurrió tirarle un chirimbolo a un sobrino hiperactivo y se desató la guerra de chirimbolos, con gente parada arriba de las mesas y alguna tía indignada que se llevó a la familia antes del momento de los regalos.
Pero las fiestas más movidas son las que cuentan con la presencia del Tío Louis (ex Luisito) cuando viene de New Jersey. Ni bien llega, retira lo que haya en la parrilla diciendo “no sean chongos, dejate de asado”. Abre un bolso negro de Nike, saca un lechón a medio hacer que nunca se sabe si lo trae de New Jersey o le crece ahí adentro, y al grito de “is Christmas time!”, le da dos palmaditas en la espalda al asador y entra a caminar por las azoteas disfrazado de Santa. Hace un par de años nos confesó que se vino a enamorar y tal vez se cambie de sexo, sólo para avisarnos que tal vez al año siguiente él no pueda venir y venga la Tía Louise. Nunca supimos si lo estaba diciendo en serio. En un momento de la noche se le sube la sidra, se entrompa y empieza a gritar por la ventana unas cosas en inglés que algunos dicen que es “fuck your mother”, pero otros sostienen que grita “falta el padel” (por una cancha de padel que tenían con mi padre y que dio quiebra en los 90). La noche termina muy decorosa, con el tío en la vereda hablándole al niño Jesús y abrazado a la cabeza del lechón. Allí se duerme. Siempre alguien se le acerca, le da un beso en el pompón del gorro, y entre varios lo metemos para dentro.
Pero pase lo que pase, siempre se la pasa precioso. Que nunca falte el espíritu navideño.