Querida App: Cada Mundial indica que ya estamos cuatro años más viejos de nuevo. Para quienes pertenecemos a la generación Dinamarca 6 - Uruguay 1 (o la generación de cuando la selección no iba nunca a los mundiales, que opinaba que para ir a pasar vergüenza era mejor quedar eliminados, lo que provocó una importante crisis en el sector de los vendedores de figuritas), la avanzada que empezó con el cuarto puesto en Sudáfrica 2010 y que tiene su corolario en este Mundial coorganizado con Paraguay y lo que queda de la Argentina me encuentra con sentimientos contradictorios.
Es que me gusta el fútbol pero sé que el Mundial es un negocio asqueroso de la FIFA y otras asociaciones para delinquir. La guerra civil argentina, que comenzó en 2018 tras su fracaso mundialista en Rusia, y luego de que el segundo gobierno de Mauricio Macri rematara 85% de su territorio (que había puesto de garantía) con habitantes y todo para saldar una deuda con el FMI, obligó a nuestro gobierno a hacerse cargo de buena parte de la infraestructura según las exigencias de la FIFA. Así fue que para acondicionar las canchas de Juventud de Las Piedras, Plaza Colonia, Oriental de La Paz y hasta la mismísima Bombonera de Basáñez para que puedan albergar 80.000 espectadores hubo que desalojar pueblos enteros. Algo similar ocurrió con el Hospital de Clínicas en 2025, luego de derrumbarse con enfermos, funcionarios y todo por falta de mantenimiento. Entonces el gobierno recibió con algarabía la noticia, ya que tuvo que destinar menos presupuesto para sacar los escombros que para hacer funcionar el hospital, ya no debió soportar más huelgas en el sector y finalmente pudo construir allí, frente a un remozado estadio Centenario en el que se jugará la final, un gran estacionamiento exclusivo para dirigentes de la FIFA, la prensa y los altos mandos de la empresa que instaló la novena planta de celulosa en la laguna Merín, en un acuerdo que permitió la instalación de la pastera a cambio de la clasificación de Finlandia directamente a octavos de final.
Todo ello nos llevó a resistir este atropello contra la opinión de la gran mayoría del pueblo uruguayo, que estaba feliz con el Mundial. Nos juntamos un grupo de compañeros con los que militamos juntos desde las ocupaciones de liceos del año 96. Con nuestros bastones y nuestras pastillas para la presión hicimos pancartas y escraches; muchos nos reencontramos después de tantos años, rememoramos marchas, desalojos policiales y polvos en el salón de la directora durante aquellos años mozos. Además, nos pusimos al día sobre nuestros problemas de reumatismo, artritis u osteoporosis, y chusmeamos sobre quién había muerto desde la última vez que nos habíamos visto, en la marcha de la Nueva ONAJPU del año anterior, cuando reclamamos una jubilación mínima de 186.000 nuevos pesos virtuales y un boleto más barato para el tren de alta velocidad de Avenida Italia.
Nos emocionamos porque a nuestra lucha se adhirieron nuestros nietos, los estudiantes, levantando una consigna histórica: el 6% para la educación. Reivindicación que suman a su lucha para parar la construcción de un shopping en lo que fue hasta hace no mucho la sede central de la Universidad de la República y la Biblioteca Nacional.
No olvidaré nunca aquella manifestación reprimida por la Guardia Nacional (creada en 2020 tras un victorioso plebiscito impulsado por el entonces dirigente nacionalista Jorge Larrañaga), cuando el ministro del Interior Eduardo Bonomi III (cuyos órganos vitales habían sido recauchutados por segunda vez en un robot que funciona con un software que inventaron entre la Facultad de Ingeniería y el Ministerio del Interior) mandó a reprimir con rayos láser de goma.
A pesar de todo esto, de sentirme contrario a los intereses económicos que mueven un Mundial, cuando se mueve la pelotita se me acaban los principios y empiezo a hinchar por la celeste. Me junto con mis viejos compañeros y como no entendemos los nuevos plasmas de nosecuántas dimensiones que hay ahora, tratamos de ver los partidos del Mundial por Roja Directa en una vieja ceibalita de cuando mi hija era chica.
Después de tantos años podremos volver a ver jugar a Messi, aquel jugador argentino que fue congelado en 2018 en el mismo freezer que Walt Disney, a la espera de una colecta lo suficientemente grande de dadores de sangre.
Es que “cuando juega Uruguay juegan seis millones”, como dice la canción que se popularizó con la ola inmigratoria ahora que la mitad de los jugadores celestes son descendientes de venezolanos y dominicanos. “Soy celeste, chico”. Algo que no termina de convencer a este pueblo de inmigrantes que se convirtió en eternamente emigrante pero que allá por 2018 se empezó a sentir rubio de ojos azules y a rechazar a los inmigrantes. El mismo pueblo que casi lleva al gobierno al Partido de la Gente, que apenas pudo ser derrotado por el holograma de Pepe Mujica (que, gracias a una app, pudo presentarse a las elecciones de 2029 desde el más allá, al no haber habido recambio generacional en su fuerza política en las últimas tres décadas).
Todo esto me hace sentir contradictorio. Sí, es una mierda el Mundial, pero qué lindo que es, ¿no?