La destrucción del patrimonio cultural como táctica de guerra es una práctica tristemente habitual y con resultados trágicos para la memoria de las civilizaciones. La aniquilación de lugares de culto, monumentos, esculturas, costumbres y, en definitiva, de partes del acervo tangible e intangible de los pueblos ha sido empleada como herramienta bélica durante siglos. Desde la destrucción de la Biblioteca de Alejandría hasta los bombardeos nazis sobre enclaves históricos europeos durante la Segunda Guerra Mundial, pasando por la mutilación del Partenón de Atenas al calor de la guerra de la Liga Santa en el siglo XVII, la destrucción de la cultura ha sido un mecanismo muy recurrente para eliminar la memoria, valores y legado colectivo de los adversarios.

Guerra contra el alma de los pueblos

Pese a los esfuerzos realizados desde finales del siglo XIX para la protección de los bienes culturales por medio de la Conferencia de Bruselas de 1874 o las Conferencias de La Haya de 1899 y 1907, el auge de los totalitarismos durante el siglo XX tuvo entre sus principales víctimas cualquier manifestación de sensibilidad ética y estética. Paradójicamente, en el nombre del pueblo se sentaron las bases para la destrucción del alma de otras comunidades. Dos guerras mundiales y multitud de contiendas regionales y nacionales más tarde, el legado de destrucción artístico del siglo XX todavía permanece hondamente grabado en la memoria colectiva contemporánea.

Si bien en los últimos años el fenómeno ha pasado a ser más obra de actores no estatales que de los propios estados, el siglo XXI no ha sido una excepción a las dinámicas de destrucción de patrimonio cultural. Los ejemplos, lamentablemente, también abundan en nuestra era. En 2001, los talibanes horrorizaron al mundo tras destruir con tanques y misiles antiaéreos los milenarios Budas de Bamiyán, localizados en la zona central de Afganistán desde alrededor del siglo V. Su objetivo no era otro que eliminar todo rastro de cultura no islámica del país. En 2012, en Mali, la comunidad internacional volvió a contemplar con espanto los estragos causados en la histórica Ciudad de los 333 Santos -más conocida como Tombuctú- por la filial magrebí de Al Qaeda y el grupo rebelde Ansar al Dine durante la Revolución tuareg. Centenares de edificios religiosos, mausoleos, reliquias arquitectónicas, bibliotecas y esculturas fueron gravemente dañados o destruidos.

La situación sentó precedente, ya que, apoyándose en el Estatuto de Roma, el Tribunal Penal Internacional impulsó un proceso judicial por crímenes de guerra contra uno de sus principales autores, el líder de Ansar al Dine, Ahmad al Faqi al Mahdi. Anteriormente, sólo el militar serbio Miodrag Jokić había sido condenado por los daños causados en el casco antiguo de la ciudad croata Dubrovnik en 1991, durante la guerra en Yugoslavia. No obstante, la condena, emitida por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia en 2004, no consideró el crimen de guerra.

En los últimos años, se han producido muchos otros casos similares en países como Yemen, Libia, Myanmar o incluso China. Sin embargo, quizá el caso que más preocupación internacional ha provocado recientemente sea el de la destrucción de patrimonio cultural sirio e iraquí a manos de la organización terrorista Daesh [o Estado Islámico]. Desde 2015, aprovechando la guerra civil siria y la descomposición estatal en Irak, Daesh no dudó en recurrir al terrorismo cultural para destruir enclaves emblemáticos de alto valor histórico en ciudades como Nínive, Alepo, Raqqa, Mosul, Homs o, especialmente, Palmira. El grupo causó gravísimos daños en joyas arquitectónicas como el Crac de los Caballeros, el Templo de Bel o el Teatro Romano de Palmira, entre tantas otras. Su objetivo no era otro que el de destruir de forma intencional aquellos elementos que formasen parte de la identidad de sus enemigos. Sin embargo, aunque cabría esperar que el grupo terrorista atentase esencialmente contra piezas con influencias extranjeras o ajenas al islam, según algunos estudios basados en los datos recolectados por ASOR Cultural Heritage Initiatives, 97% del patrimonio dañado o destruido de forma premeditada e intencionada por Daesh en los últimos años procede de tradiciones islámico-musulmanas.

Según la UNESCO, ejemplos como los anteriores son el fruto de campañas deliberadas de “limpieza cultural” destinadas a la destrucción del ser inmaterial de los pueblos. Por ello, este organismo ha destinado importantes esfuerzos a la preservación y protección de los bienes culturales. Concretamente, la Convención de La Haya para la Protección de los Bienes Culturales en caso de Conflicto Armado, de 1954, y sus dos protocolos adicionales, de 1954 y 1999, constituyen, junto con las disposiciones del derecho internacional humanitario contenidas en las Convenciones de Ginebra de 1949 y sus protocolos adicionales, el marco de referencia en esta materia. Además, en 2017, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó también de forma unánime la Resolución 2347 contra la destrucción del patrimonio cultural, sin duda un hito en la lucha contra esta lacra. A estos instrumentos legales hay que sumar las aportaciones de instituciones como el Escudo Azul Internacional, creado en 1996 con el objetivo de proteger el patrimonio cultural mundial ante posibles conflictos armados o desastres naturales, o los más recientes cascos azules culturales, impulsados en 2016, en el marco de la Operación Unite4Heritage por iniciativa italiana en estrecha colaboración con la UNESCO y otros países miembros.

Pese a su utilidad, estas herramientas han demostrado ser insuficientes para evitar situaciones como las vividas recientemente en Siria y otras regiones del mundo. Las consecuencias de violentar el patrimonio cultural en contextos de conflicto armado son complejas, y no se limitan al daño simbólico o tangible sobre los bienes culturales. De hecho, la experiencia muestra que, en numerosas ocasiones, su destrucción o sustracción puede conllevar también la desmembración de las formas de vida y del tejido económico de las poblaciones, un freno al desarrollo local y un saqueo de su riqueza, con la consiguiente caída del número de turistas y apoyo financiero. Por ello, los efectos de la destrucción cultural trascienden ampliamente las repercusiones sobre el legado emocional, ya que sus consecuencias también son muy negativas para el desarrollo económico, la seguridad y la prosperidad de las poblaciones locales.

Mercenarios culturales

Una de las cuestiones que a menudo pasan más desapercibidas en relación con la protección del patrimonio cultural es que la destrucción física de los vestigios históricos no es necesariamente la vía preferente empleada por sus usurpadores, ni tampoco constituye la única amenaza asociada con los conflictos armados. De hecho, las organizaciones terroristas, las milicias u otros actores partícipes en una contienda comprenden generalmente el valor de los objetos que puedan caer bajo su control. La aniquilación física de los bienes culturales es una táctica muy potente desde el punto de vista propagandístico, pero su utilidad estratégica es muy limitada. Por ello, es habitual que estos grupos, conocedores de su potencial lucrativo, opten por amortizarlos para financiarse y sostener sus propias actividades delictivas.

En este punto resulta fundamental entender la conexión entre el comercio ilegal de patrimonio cultural, el mercado negro del arte transnacional y los escenarios de los conflictos armados. Las tres aristas de este infame triángulo configuran una realidad a la que sólo se puede responder de forma multilateral. Por ello, la UNESCO instaba recientemente a reforzar la cooperación entre los estados, la Organización Mundial de Aduanas, el Consejo Internacional de Museos, las casas de subastas y las agencias policiales a nivel internacional con objeto de impedir que los bienes sustraídos de una zona de conflicto puedan ser vendidos por sumas millonarias por medio de redes de tráfico ilícito de obras de arte. Tal afán, que ya había sido plasmado originariamente en 1970 en la Convención contra el Tráfico Ilícito de la Propiedad Cultural, llevó al proyecto de crear un Observatorio de Salvaguardia del Patrimonio Cultural Sirio con sede en Beirut, específicamente diseñado para monitorear la situación en Siria. El objetivo era impedir este tipo de sustracciones por terroristas acostumbrados a aprovechar el caos y la porosidad de las fronteras nacionales para desarrollar actividades de crimen organizado.

La dimensión del tráfico ilegal de obras de arte a nivel internacional es escalofriante y su volumen no deja de crecer año tras año. Aunque por su propia naturaleza opaca resulte difícil cuantificar esta industria de forma objetiva, existen algunos indicadores que nos dan una idea de su alcance. Así, la base de datos de Interpol, creada a partir del sistema de monitoreo Psyche, ha registrado hasta la fecha más de 51.000 bienes culturales robados en 134 países, muchos de los cuales circulan todavía en el mercado ilegal del arte. La Comisión Europea, por su parte, estima el valor total de las importaciones anuales de este tipo de bienes en la nada desdeñable cantidad de entre 2.500 y 5.000 millones de euros, tan sólo superado por el tráfico internacional de armas y de estupefacientes. Las cifras son bastante similares a las manejadas por la UNESCO, que además añade que el precio de venta de los bienes sustraídos puede llegar a multiplicarse por cien, un margen mayor incluso que el de la cocaína, quedándose el intermediario con aproximadamente 98% del beneficio.

El Consejo de Seguridad aprobó en 2015 la Resolución 2199 para prohibir el comercio ilegal de bienes culturales procedentes de Siria e Irak. Sin embargo, la falta de armonización de las regulaciones nacionales todavía favorece lagunas legales que diezman la eficacia de las convenciones internacionales en la materia. La sofisticación de los métodos de compraventa hace que los cazatesoros -muy presentes, por ejemplo, en robos de patrimonio cultural subacuático-, las organizaciones de crimen organizado o las organizaciones terroristas operen de forma anónima y descentralizada a través de la dark web o de la deep web, lo que dificulta aun más la batalla contra tales prácticas. Como señala la propia UNESCO, “la propiedad cultural quizá no sea un arma para matar o bombardear objetivos, pero sin duda tiene el potencial de hacer sostenibles estas acciones si cae en las manos equivocadas”.

Por otro lado, según la Organización Mundial de Aduanas, la estrecha relación entre el robo de arte, el lavado de dinero y el fraude fiscal representa un problema con implicaciones multidimensionales. Dada la facilidad para ocultar la identidad de los agentes del mercado del arte, este ha sido a menudo utilizado con propósitos más que cuestionables. El fenómeno en sí es bastante transversal: desde inversores anónimos hasta grandes magnates del petróleo o narcotraficantes, los ejemplos de la triangulación entre dichas prácticas son abundantes. Debido a la magnitud de este mercado -cifrado en 67.400 millones de dólares en 2018 según el FMI-, los intercambios son llevados a cabo por multitud de actores, grupos terroristas inclusive. De hecho, la relación entre el terrorismo y la sustracción de bienes culturales es hoy todavía un fenómeno activo, como se pudo corroborar en 2018 en Barcelona, donde una serie de traficantes vinculados a Deesh fueron detenidos por las autoridades españolas acusados de contrabando de objetos arqueológicos procedentes de Libia. El tráfico ilícito de arte es una realidad compleja que se entrelaza con conflictos en los que numerosos pueblos corren el riesgo de perder, además de la vida, su cultura.

El poder de la diplomacia cultural

Los efectos históricos de la destrucción del patrimonio cultural, especialmente a causa de conflictos armados, han dejado profundas heridas en la identidad colectiva de numerosos países. Los ejemplos son incontables, pero un reciente informe de la UNESCO ofrece una pequeña selección panorámica: la mayor parte de los países africanos ha perdido alrededor de 95% de su patrimonio cultural, por ejemplo. Tras la guerra de independencia de 1971, Bangladés ha visto cómo se destruían 2.000 templos hindúes en todo el país y cómo cerca de 6.000 piezas de gran valor histórico fueron sustraídas ilícitamente por traficantes culturales. En el caso de Irak, durante la guerra del Golfo de 1991 se estima que unos 15.000 objetos fueron robados del Museo de Bagdad durante el transcurso de las operaciones militares de la coalición internacional; solo 7.000 fueron recuperados. A su vez, Irak fue forzado por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas a pagar una indemnización de 19 millones de dólares a un mecenas kuwaití por el robo de su colección de arte a manos de soldados iraquíes durante la invasión de Kuwait.

En este contexto, la diplomacia cultural ha sido siempre una herramienta fundamental para la cooperación internacional en la lucha contra el tráfico ilegal de bienes culturales y en los esfuerzos en favor de su protección y conservación in situ. Su papel resulta crucial en la reconstrucción y reconciliación de zonas posconflicto, donde las heridas psíquicas de la población afectada pueden ser tan o más desgarradoras que el propio balance material de la contienda. La carga emocional de la cultura hace que la cooperación en este ámbito sea un instrumento muy eficaz para consolidar la paz, gestionar un pasado traumático y encarar el futuro con esperanzas renovadas. Además, se trata también de un excelente medio para favorecer el desarrollo económico de las localidades afectadas y contribuir a la reconciliación. La reconstrucción internacional del puente de Mostar o de la Biblioteca de Sarajevo, ambos destacados monumentos bosnios destruidos durante la guerra de los años 90, son tan sólo algunas aplicaciones prácticas de lo señalado.

La cooperación resulta también extensible al sempiterno debate en torno a que algunos países hospeden de forma permanente el patrimonio cultural de otros países en sus museos. Aunque no necesariamente haya acuerdo a este respecto -tal y como se observa en casos tan mediáticos como el contencioso entre el Museo Británico y Grecia en relación con el friso del Partenón, que se conserva en Londres-, en el pasado ha habido experiencias de cooperación positivas en situaciones de esta naturaleza. Un ejemplo es el de la esfinge hitita de Bogazkoy, ubicada en el Museo de Berlín y devuelta a Turquía en 2011 tras un acuerdo entre Ankara y Berlín. La cultura, en definitiva, es también un puente para buscar sinergias capaces de desatascar otros aspectos quizá más enquistados de las relaciones entre los países. En ese sentido, se trata sin duda de un instrumento de paz y, por tanto, en un sinónimo de buena diplomacia.

¿Hace falta un R2P cultural?

Aunque se hayan logrado éxitos puntuales, los desafíos son todavía muy preocupantes en el campo de la protección del patrimonio cultural. Al igual que sus creadores, los bienes culturales son a menudo más frágiles de lo que nos gustaría pensar, y los daños provocados en un instante pueden extinguir legados milenarios. Por ello, la prevención y la cooperación internacional son la mejor herramienta para combatir este tipo de prácticas, situadas a caballo entre la táctica militar, la propaganda y el afán de lucro.

Ahora bien, los desafíos planteados por las amenazas que se ciernen sobre los bienes culturales en situaciones de conflicto y posconflicto afectan de una u otra forma al conjunto de la humanidad. Esto ha llevado a incipientes debates sobre la pertinencia de desarrollar una responsabilidad de proteger (R2P) adaptada a los requerimientos de la conservación cultural ante amenazas existenciales a un patrimonio tan frágil como valioso. La R2P es un compromiso adoptado en el seno de las Naciones Unidas por el cual la comunidad internacional se emplaza a intervenir en un tercer Estado para prevenir un genocidio, crímenes de guerra o contra la humanidad cuando el gobierno de ese Estado no puede o no quiere actuar. Del mismo modo que existen monumentos Patrimonio de la Humanidad, ¿sería posible reivindicar un derecho a protegerlos colectivamente en caso de verse estos amenazados, incluso por la fuerza? ¿Se podría haber invocado esta lógica en el caso de Siria o en Irak para prevenir así ataques irreversibles contra el Teatro de Palmira o la Biblioteca de Mosul? En definitiva, ¿existe una soberanía cultural de las naciones o, por el contrario, puede la comunidad internacional intervenir cuando estas no dispongan de la capacidad o la voluntad para protegerla debidamente?

Ninguna de las preguntas anteriores admite respuestas sencillas, pero quizá sí permitan entrever la necesidad de que los estados analicen la cultura desde una perspectiva más estratégica en el futuro. La Declaración de Florencia, adoptada por los miembros del G7 en 2017, fue un paso importante hacia esta creciente toma de conciencia, al reconocerse en ella los retos del terrorismo, el tráfico ilícito de bienes culturales o los desastres naturales. Lo mismo cabe decir de otras iniciativas recientes impulsadas en el Consejo de Seguridad e incluso desde el sector privado, donde han surgido nuevas posibilidades de identificación y rastreo de obras gracias a la tecnología blockchain. Aparentemente, las tragedias culturales de los últimos años han despertado el interés en este tipo de cuestiones. No es para menos. Lo que está en juego, más allá incluso de la identidad y las raíces, es el propio derecho a la seguridad cultural y al desarrollo de los pueblos.

Este artículo fue publicado originalmente por El Orden Mundial.