La Guatemala de Galeano navega de nuevo | A cinco años de la muerte de Eduardo Galeano, un libro fundacional de su vasta obra está de nuevo disponible para el mundo, y en muchos sentidos lo está por primera vez. Había aparecido en 1967 en Ediciones de la Banda Oriental y aunque ese mismo año tuvo una versión mexicana, desde entonces no se había vuelto a imprimir en lengua española. Ahora, con un minucioso y documentado prólogo de Pedro Daniel Weinberg y con un epílogo del experto en temas internacionales Roberto García, la editorial Siglo XXI acaba de lanzar una cuidada edición de Guatemala, ensayo general de la violencia en América Latina. la diaria ofrece un adelanto exclusivo de este trabajo escrito por un osado periodista de 26 años que se internó en las selvas guatemaltecas para encontrar lo que su prologuista –y entrañable amigo– considera “un antecedente directo de Las venas abiertas de América Latina”.

Nuestros corazones reposaban a la sombra de nuestras lanzas. Popolvuh, antiguo libro sagrado de los mayas

Hemos hecho un alto, me he vaciado el resto de la cantimplora sobre la cara. Llevamos unas cuantas horas caminando, caminando y caminando, arriba y abajo por las sierras verticales, abriéndonos paso dentro de los bosques húmedos y densos a golpes de filo de machete. No estamos lejos de la costa del gran lago; con la primera claridad que anuncia el alba, se delatan, desgarrados, los velos de neblina que parecen colgar, como anchas lianas ondulantes, de la espesura. Tengo vergüenza porque tengo frío: caminar, aunque los músculos de las piernas estén duros como puños, es mejor que intentar inútilmente dormir sobre el follaje, sin nada para cubrirse y con la transpiración helándose sobre el cuerpo. En cambio, no hay una gota de sudor en los cuerpos de mis acompañantes, y para ellos no cuentan el frío ni el sueño. Esta vergüenza que siento, intoxicado ciudadano sin experiencia de intemperie, es una anticipación de la que sentiré cuando lleguemos al campamento que César Montes y un pequeño núcleo guerrillero han improvisado en algún rincón del oeste de Guatemala: frente a este puñado de muchachos que viven muriendo y matando por la revolución seré, como decía no sé quién, “un grave caso de virginidad”.

Hemos descendido una montaña y ascendido otra y así muchas veces; no es fácil ubicar a esta patrulla, movilizada en misión de exploración muy lejos de su zona tradicional de operaciones. El guía, un indio siempre callado, nos abandona por unos instantes: trepa la cuesta hacia la cumbre, cerrada de maleza entre los altos árboles, para indagar ciertas señales en las montañas vecinas. Encendemos cigarrillos, mis dos acompañantes, dos guerrilleros, y yo. Estamos sentados sobre troncos caídos, en un pequeño claro. Alguien cuenta una broma. Aspiro el humo, descubro que el cansancio no me cierra los párpados; quizás, porque la noche no ha terminado de irse y el frío es todavía más fuerte, aquí en lo alto, que el cansancio. El guía vuelve con buenas noticias. No nos queda más que una hora de marcha. Nos echamos nuevamente a andar. A cierta altura, el indio señala vagamente hacia un costado, dice: “Es ahí, ahí cerca”. No se ve otra cosa que jungla espesa. Seguimos caminando en silencio. Ahora, puede verse el cielo hacia oriente. Parece que celebrara algo, el cielo. Algo como su propio sacrificio: se le han abierto las venas, amanece.

Oficio de jóvenes

A César Montes le dicen “El Chiris”, que es una palabra guatemalteca para significar muchachito. Pequeño, flaco, de rasgos delicados, el pañuelo siempre protegiendo la débil garganta, César no tiene en absoluto la figura imponente de Fidel Castro. “No me pidas que te ponga una cara temible para la foto, porque nadie nos creería”, me comenta él mismo, riendo. Ha compensado, sin embargo, con una muy firme voluntad revolucionaria, cuanto le falta en fortaleza física; hay un hombre duro, valiente y astuto, tras la expresión inocente de esta cara de niño. Telegráfica historia de un rebelde: a los trece años, expulsión de un colegio católico, explosión de rabia por la caída del gobierno revolucionario de Árbenz; a los dieciocho, las manifestaciones estudiantiles, los compañeros desarmados que caen desangrándose, la cárcel por primera vez; a los veinte, la suerte está echada, el desafío aceptado, la violencia elegida, es el turno de la sierra: caminar hasta desmayarse, con los dientes apretados, sin exhalar una queja ni pedir nunca tregua. A los veinticinco años, es el jefe de uno de los más importantes movimientos guerrilleros de América Latina. Se dice que hasta las serpientes lo respetan, como se dice que Yon Sosa engaña a los soldados durmiendo en el vientre de un caimán. El jefe anterior de las Fuerzas Armadas Rebeldes, Luis Augusto Turcios, era también un personaje de leyenda en boca de los campesinos, que le atribuían las virtudes de los fantasmas: tenía veinticuatro años y sangre muy caliente en las venas, aprendió la técnica de la guerrilla cuando los yanquis le enseñaron cómo combatirla en Fort Benning, Columbus, Georgia; el dictador Peralta Azurdia puso precio a su cabeza y él puso precio a la cabeza del dictador Peralta Azurdia; desde que se sublevó, en 1960, burló a la muerte mil veces; absurdamente, la muerte ganó porque se le incendió el automóvil en la carretera.

Antes de incorporarse a las guerrillas, Rocael era soldado. Tiene su propia experiencia en la represión de manifestaciones estudiantiles. César Montes también, pero del otro lado. Ahora, el soldado y el estudiante se encontraron, comparten el peligro y las esperanzas comunes, eluden juntos el acecho de la muerte. Rocael tiene treinta y seis años. “Este es el más anciano”, dice César. “Hasta reuma tiene, ¿eh, Rocael? Los jefes de las FAR somos todos muy jóvenes. ‘Manzana’, que así le decimos porque es muy coloradito, entró a la montaña a los diecisiete años; ahora tiene veinte y encabeza la guerrilla en la zona más al norte de la Sierra de las Minas, cerca de Teculután. Camilo Sánchez, segundo al mando del frente ‘Edgar Ibarra’, tiene veinticuatro años, lo mismo que Douglas y Androcles, que es igualito al Androcles del león: ellos también están al frente de otros núcleos guerrilleros”.

–¿Son estudiantes la mayoría de los guerrilleros?

–No, no. Los estudiantes desempeñan un papel muy importante en la ciudad. En la montaña, no. Hay pocos. La mayoría de los guerrilleros son campesinos del lugar donde se opera. En las guerrillas de Manzana, no hay ni un solo estudiante.

Alguien vuelve de la aguada con varias cantimploras llenas. Unos guerrilleros limpian sus fusiles; otros, conversan en voz baja. “¿Cuánto nos queda hasta allá?”, pregunta Rocael. “Unas diez horas”, contesta Néstor, Néstor Valle. “Pues qué tal si las dividimos así: nos quedamos a descansar aquí ocho horas y caminamos las otras dos”, sugiere un tercero. Todos se ríen. “Vos sos pura demagogia”, sentencia César. Las bromas, compañeras de siempre: los muchachos saben bien que hay que cuidar esta alegría, defenderla como si fuera el agua o la sal: algo muy, pero muy importante en la vida del guerrillero. Cuando charlamos sobre ciertos problemas candentes de la política internacional, y le contesto a César unas preguntas sobre los préstamos soviéticos al gobierno del Brasil, él se pone muy serio; entrelazadas las manos, fija la mirada en algún punto del suelo que está escarbando con la bota, comenta: “Pero mirá vos... en cuántos años se podría adelantar la revolución guatemalteca con doscientos millones de dólares...”. Se acaricia la barbilla y, de pronto, este comunista de una nueva generación independiente y harta de burocráticas solemnidades despliega una sonrisa llena de picardía y dice: “Estos rusos son capaces de inventarte la aspirina y el dolor de cabeza al mismo tiempo”.

Ni en las horas de mayor peligro pierden los guerrilleros su sentido del humor, lo que no quiere decir que pierdan su sentido de la disciplina: simplemente, han descubierto que no son cosas incompatibles. “Más vale morirse contento, ¿no?”, me dice uno. Morirse: el guerrillero sabe que es siempre más posible que triunfar. En una de las acciones recientes, murieron Arnaldo y su patrulla. Humberto Morales, “El Barbudo”, vendió a sus compañeros a cambio de algunos billetes y promesas: entregó la ubicación exacta de una patrulla que había bajado a golpear al ejército, y la patrulla fue aniquilada. Entre los guerrilleros muertos en los primeros meses del 67, está Otto René Castillo, cuyo cuerpo fue encontrado carbonizado en Zacapa. Castillo era considerado el mejor poeta joven de Guatemala. Había estado exiliado (“el exilio es una larguísima avenida por donde solo camina la tristeza”) y había vuelto a su tierra para pelear; profeta de su propia suerte, había escrito:

Vámonos patria a caminar, yo te acompaño.
Yo bajaré los abismos que me digas.
Yo beberé tus cálices amargos.
Yo me quedaré ciego para que tengas ojos.
Yo me quedaré sin voz para que tú cantes.
Yo he de morir para que tú no mueras.

Los jóvenes jefes de las Fuerzas Armadas Rebeldes son a la vez dirigentes militares y políticos. “Nosotros no somos los militares de nadie”, me dice César Montes. “No aceptamos la división entre lo político y lo militar. Turcios empezó siendo un jefe militar y yo provengo de la militancia política. Aquí todos nos consideramos revolucionarios conscientes, que hacen uso de las armas; tratamos de que nuestros cuadros tengan una formación en los dos sentidos: que sean capaces no solo de defender sus ideales y argumentar en favor de ellos, sino también de tomar una trinchera para hacerlos realidad. La desvinculación entre lo político y lo militar, y prácticamente el enfrentamiento entre uno y otro aspecto, como se viene dando en algunos países, solo puede conducir a graves errores”.

El ratón y el gato

Los guerrilleros han improvisado su campamento al borde de un manantial, entre dos altas montañas que se elevan, verticales, a los costados, como si hubieran sido abiertas de un tajo.

Foto del artículo 'Versión exclusiva de las crónicas de Galeano en Guatemala, recientemente reeditadas'

Rocael alza el rostro hacia lo alto: ahora que la cerrazón enturbia el cielo, es posible encender el fuego, calentar agua para el café. César Montes lo toma con dos aspirinas, que alguien le alcanza desde el fondo de una mochila. Tose y putea, enojado consigo mismo: esta garganta... Vuelve a toser. Se ha pescado una buena gripe. Pero hay que mantenerse en pie. El derecho a enfermarse no es el único derecho que pierden los guerrilleros en las montañas: ayer, los hombres de esta patrulla han comido hojas silvestres hervidas, con sal. Mañana, quién sabe. Esta noche, será necesario caminar. La movilidad es la mejor arma del guerrillero: darles tregua a las piernas por demasiado tiempo puede significar la muerte.

César Montes me rechaza un cigarrillo, con un gesto de apenada resignación. Perderle el gusto al humo es peor que la fiebre. Gran compañero en la montaña, el cigarrillo: los guerrilleros fuman Payasos, finitos, de tabaco negro, que valen no más que seis centavos la cajilla. Conversamos bajo una improvisada tienda de campaña, hecha de cuatro palos y un nylon verdoso, de ese que el ejército ha prohibido vender a los comerciantes de Guatemala. Cada cual ha comido ya su ración de la carne en conserva que hemos traído de la ciudad; las latas nos habían pesado mucho a la espalda, durante la larga caminata, pero el pequeño esfuerzo bien ha valido la pena: comer carne parece una victoria, después que el ejército ha descubierto un par de depósitos de provisiones con los que contaban los muchachos. Es duro caminar sin tener qué comer al fin de la extenuante jornada. Hay que correr este riesgo, como tantos otros; la guerrilla está en movimiento continuo. Se instala en un sitio, para abandonarlo en seguida, después de enterrar los restos de comida y dispersar las cenizas de los fogones. “Cuanto más incómodo el guerrillero, más seguro está”, había escrito el “Che” Guevara. “Muerde y huye”: baja cuando el enemigo sube, sube cuando el enemigo baja.

“Nuestra táctica es consecuente con la situación en que estamos”, me explica César. “Desventaja numérica, deficiente situación de armas, falta de organización, haciendo nuestra propia experiencia. Nosotros, los jefes de las Fuerzas Armadas Rebeldes, hemos aprendido la guerra en el ejercicio de la guerra misma, no en ninguna escuela militar. Y hemos estado derrotando al ejército durante estos años, durante estos cuatro años de lucha que vamos a cumplir ya, sin haber cursado ningún estudio militar”.

“Tenemos un tipo de montaña muy especial”, me dice. “La Sierra de las Minas se extiende paralela a la arteria más importante para la exportación, por donde salen los productos a los puertos del Atlántico. Entonces, el ejército puede perfectamente colocar a la orilla de la ruta, a la par de toda la sierra, la cantidad de tropas que quiera y hacerlas subir cuando quiera. No es como el caso de otras sierras, como en Bolivia, por ejemplo, ahí en Santa Cruz, donde las montañas son de difícil acceso en esa parte del desfiladero de Ñancahuazú, o como la propia Sierra Maestra, que está en la punta de Cuba y las carreteras terminan antes de llegar allí. Aquí, de la ruta misma suben caminos hacia la sierra, lo cual facilita mucho las operaciones del ejército. Para poder operar, nosotros les hacíamos las del ratón y el gato, subiendo y bajando de modo de tenerlos a ellos siempre abajo. Pero en este momento ellos controlan perfectamente la carretera, y lanzan las tropas hacia arriba. Esto nos obliga a nosotros a buscar nuevas tácticas, corregir nuestros métodos, avanzar por nuevas vías” [...].

–¿Cuántos kilómetros caminan por día?

–Para ponerte un ejemplo, la guerrilla ha caminado desde el lago de Izabal hasta San Agustín Acasaguastlán, que es una distancia bien larga, a través de las montañas más empinadas de Guatemala, por toda una zona en que no hay caminos. Hemos hecho ese recorrido en veinte días, sin descansar un solo día, durmiendo durante la marcha y haciendo dos tiempos de comida, el desayuno antes de salir y la cena antes de oscurecer. Caminamos desde las seis de la mañana hasta las cuatro o cinco de la tarde. Eso nos daba tiempo a poder cocinar de día, y dormir.

“Sería absurdo”, prosigue el comandante de las FAR, “que cuando ellos envían tropas una guerrilla se fuera a quedar inmóvil en su campamento, o que pretendiera hacer frente a fuerzas mucho mayores, mejor entrenadas, mejor equipadas y con todo el apoyo logístico que tienen. Y sin embargo, ellos parten de la base de que nos quedamos quietos. En una oportunidad, nosotros habíamos capturado a un delator, un esbirro de ellos que delataba a la gente de su propia aldea, y este se nos fugó del lugar. Entonces, este delator les dio información completa sobre nuestra ubicación. Nosotros simplemente nos movimos del lugar donde estábamos al lugar de enfrente, a otra montaña, a un lugar de Usumatlán que le dicen ‘El Alto’. Fue cuando el propio ministro Arriaga Bosque se puso en ridículo diciendo que él personalmente había ido a tomar parte en los bombardeos y que había comprobado su eficacia, como si fuera posible ‘comprobar’ algo desde una avioneta o un avión. El bombardeo duró una hora y cuarenta y cinco minutos, contra ese campamento que ya estaba totalmente vacío. Era infantil suponer que al tercer día podíamos seguir allí, esperando que nos vinieran a matar. Desde la otra montaña observamos todo el bombardeo, vimos los tres tipos de aviones, los C-47, estos de reacción, los T-33 y los Mustangs, los helicópteros y las avionetas. Quemaron cosechas de campesinos, ametrallaron una gran cantidad de ganado y después bajaron y se lo comieron”.

[...]

Un chasquido seco o una voz humana que imita el canto de un pájaro: la conversación se interrumpe a menudo, transcurren largos minutos de silencio y tensión, los dedos listos sobre los gatillos. “¿Fue tiro?”, pregunta, como en secreto, un guerrillero. Pero no se trata más que del eco de un lejano leñador: “No, palo”. Las postas de guardia dan cuenta del menor movimiento extraño; cualquier sonido sospechoso puede ser la señal que anticipe la nueva partida de la patrulla, o que obligue a alguna acción inesperada, una emboscada, una escaramuza, un combate: “Si se aparece algún oreja, pues se lo quiebra”. Aquí, en el fondo de estas profundas montañas que caen a pico, el eco lejano de un ciprés castigado por el hacha puede ser confundido con un balazo; un animalito puede alborotar la espesura tanto como lo haría la presencia de un soldado intruso. El peligro ha pasado.

Camino con César, echando una ojeada a las armas de los guerrilleros: un par de ametralladoras Thompson calibre 45, algunas Browning belgas y otras automáticas suecas, alemanas; fusiles Garand de la segunda guerra y unas cuantas carabinas M-1; las legendarias Colt .45: “El ejército afirma que nos quita armas y nos mata gente a cada rato. Sin embargo, ellos nunca han podido mostrar una sola arma nuestra que fuese cubana o checa o china o soviética; tampoco han podido exhibir el cadáver de un solo soldado cubano en nuestras filas. Nuestros hombres no vienen de Cuba. Tampoco nuestras armas vienen de Cuba, como dice el ejército, sino del ejército mismo: se las arrebatamos en las operaciones, peleando, o se las compramos. Tanto los soldados como los oficiales venden armas. Si estos militares son capaces de vender a su patria, ¿cómo no van a ser capaces de vender sus armas? Hemos dado a conocer públicamente nuestras fuentes de dinero. Obtenemos nuestros recursos de los secuestros de grandes capitalistas que durante años han estado explotando la fuerza de trabajo de los obreros guatemaltecos: así restituimos al pueblo parte de la riqueza que le han arrebatado. Siempre elegimos empresas extranjeras o explotadores guatemaltecos odiados por todos”. Los guerrilleros, su dinero y sus armas, son tan guatemaltecos, en Guatemala, como los profundos problemas económicos, sociales y políticos que explican la aparición y supervivencia de la guerrilla misma.

Sabias enseñanzas de los muertos de Vietnam: los asesores norteamericanos han decidido que el ejército guatemalteco combine ahora el terror con la demagogia en las operaciones antiguerrilleras: la leche en polvo y los dispensarios de salud, la harina de trigo, llegan ahora a las aldeas al mismo tiempo que las amenazas, las torturas y los asesinatos. “Es lo que ellos llaman cinturón de seguridad”, cuenta César Montes. Actúan de un modo mecánico. Han leído en los libros de Mao que la guerrilla es al pueblo como el pez al agua; saben que en sus weekends, cuando sacan al pez del agua, el pez se muere. Creen que del mismo modo van a poder aislar a las guerrillas”.

¿Aislar y extinguir a las guerrillas sin extirpar sus profundas raíces, como si fueran un mero accidente de la naturaleza a ras del suelo o no más que un diabólico designio de Cuba? El profundo arraigo de los guerrilleros entre los campesinos, no obedece solo al hecho de que los analfabetos de Guatemala puedan sintonizar la voz rebelde de Radio Habana sin dificultades, mediante cualquier receptor, sino que es fundamentalmente el resultado de largas experiencias propias de sufrimiento y traición. De las bocas de los fusiles surge la protesta de un pueblo que no ha olvidado que la intervención extranjera le negó el derecho de gobernarse a sí mismo en aquellos trágicos días de 1954. ¿Cómo no va a reconocerse en el ejemplo de los muchachos que se han alzado en armas un campesino de Alta Verapaz si dos días de trabajo suyo equivalen al precio de un litro de leche y medio kilo de carne cuesta tanto como su salario de tres días? Estos hombres sin tierra, obligados a trabajar a cambio de poco o nada una tierra sin hombres, han aprendido ya, en el curso de su propia revolución nacional y en las duras luchas posteriores, que ni la miseria ni la humillación son un destino inevitable.

Fragmentos de Guatemala, ensayo general de la violencia en América Latina.