Supongamos que un adolescente del segundo lustro de la década del 90 se toma un DeLorean y atraviesa el tiempo derecho hasta mañana de noche, en el cruce de las avenidas Dámaso Antonio Larrañaga y José Pedro Varela. Le llamará la atención lo cambiado que está el Cilindro Municipal, pero después comprobará que casi todo sigue igual: no hay autos voladores, el principal mandatario se apellida Lacalle y los Backstreet Boys agotan entradas, así que se rascará la cabeza y pensará que su máquina del tiempo no anda muy bien que digamos.
Los Backstreet Boys se formaron en 1993 en Florida, Estados Unidos, y son uno de los productos más exitosos de lo que los yanquis –siempre afectos a ponerle nombre a lo que venga para darle otro estatus– llaman boy band. Es una expresión vaga pero que va por el lado de un grupo de jóvenes que son –o parecen o actúan como– adolescentes, que apuntan a ese público, y que cantan, bailan y son felices. Además, en el caso que nos ocupa, muchas de sus canciones fueron compuestas por tipos como el sueco Max Martin, un productor de mente industrial entrenada obsesivamente en la cocina de la canción pop pegadiza, que supo aplicar su receta no sólo con los Backstreet Boys, sino también con NSYNC, Britney Spears, Katy Perry y hasta Bon Jovi (ayudó a condimentar “It’s my Life”, aquel hit tardío de la banda del rubio de New Jersey).
Lou Pearlman, un señor corpulento con pinta de vendedor de autos usados, fue el que, obsesionado con New Kids on the Block, la boy band por excelencia, se mandó un casting para encontrar un nuevo quinteto que hiciera delirar a los adolescentes. Así fue que el grupo se conformó con Nick Carter (1980) –el más joven–, AJ McLean (1978), Brian Littrell (1975), Howie Dorough (1973) y Kevin Richardson (1971) –el más “veterano”–.
Los Backstreet Boys debutaron en 1996 con el disco homónimo, que fue un éxito inmediato y para 2001 la Asociación de Industria Discográfica de Estados Unidos ya le había certificado 14 millones de unidades vendidas sólo en ese país. “Everybody groove to the music / everybody jam”, cantaban al inicio de “We’ve Got It Goin’ On”, que abría el disco y fue el primer corte de difusión, lanzado en 1995, y básicamente era un compendio de su estilo: beats marcados con insistencia, bases modernosas –para esa época–, leitmotivs instrumentales bien pegadizos que a veces doblan las voces –o viceversa– y un puente desnudo que deja a las golas casi solas para que se destaquen con alguna melodía melosa, de esas que hacen delirar a las gurisas.
Después de aquel debut lanzaron Backstreet’s Back (1997), Millennium (1999) y Black & Blue (2000), los discos que los llevaron de la mano para que siguieran omnipresentes hasta los primeros segundos del siglo XXI. Eran ineludibles hasta el punto de que en Videomatch había un famoso sketch llamado “Los Taxi Boys”, que parodiaba a la banda con invitados especiales. Quizás no les suenen por el nombre, pero si buscan en Youtube canciones como “Larger than Life”, “Get Down (You’re the One for Me)”, “Everybody (Backstreet’s Back)” o “I Want it That Way”, las recordarán enseguida, porque sonaban un día sí y los demás también en radio, programas de televisión y afines.
Tras la ebullición siguieron sacando discos, pero no pasó nada: la idea ya no enganchaba, los tipos están más veteranos y la música mainstream se fue transformando. Es curioso, comparado con el pop industrial más actual, los Backstreet Boys eran Led Zeppelin –si se permite la hipérbole–, ya que, de la santísima trinidad de la música melodía, armonía y ritmo, le daban bastante cabida a la primera, cuando hoy todo parece enfocado a lo último.
El tour para presentar el nuevo disco del quinteto, DNA (2019), es el que los trae al Antel Arena, más de dos décadas después de su explosión. Para el toque de mañana ya no queda ni media entrada, pero para el del lunes hay unas cuantas, desde $ 1.700 a $ 9.000, por Tickantel. Las más caras, de $ 13.500, se agotaron enseguida para los dos días. Es caro volver a los 90.
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