Hace aproximadamente dos meses, la vida en el espacio público está deprimida (en el sentido más amplio de la palabra). La vida en el espacio privado cobra así especial importancia; se priorizan todo tipo de actividades en el hogar con la intención de resguardar la salud de las personas. Diversos colegas dedican horas a realizar recomendaciones generales para que la ciudadanía intente “llevarla” de la mejor manera: establecer rutinas, planificar proyectos, ofrecer apoyo a otras personas, etcétera.
Pero ¿qué pasa cuando el adentro es más peligroso que el afuera?
De un tiempo a esta parte se suspendieron diversos servicios de atención psicoterapéutica, la atención en las policlínicas disminuye (algunas incluso cerraron), las consultas intentaron mudarse al consultorio virtual, los dispositivos de atención en drogas se quedaron con los usuarios que estaban antes de que “el mundo cambiara”, puertas de emergencias tuvieron que cerrar. Además, si se identifica algún paciente con gravedad en temas que no están relacionados con el coronavirus y se requiere realizar alguna derivación, la complejidad es alta para que pueda concurrir al centro derivado.
La nueva normalidad, genera pues, la necesidad de hacer algunas anotaciones.
La primera es reconocer el esfuerzo que hacen y están haciendo diversos y diversas colegas ofreciendo su celular, brindando atención gratuita e incluso agrupándose en colectivos para intentar ofrecer atención virtual. Sin embargo, la salud mental en tiempos de covid-19 genera impactos que no son fáciles de abordar.
La intimidad que brinda el consultorio es casi sagrada; es un caso atípico en que jugar de visitante genera mayor seguridad, y lo estamos perdiendo.
En “el puertas adentro”, la vida privada desata dinámicas especiales: a la violencia machista le viene bien el tapabocas, la agranda el encierro y le infla el pecho estar en un espacio controlado, detrás del celular de la videollamada. A esas mujeres dejamos de llegar; podemos intentar contactarlas, siempre con el esfuerzo mancomunado de la buena intención, pero seguramente nos quedemos en ese intento. La intimidad que brinda el consultorio es casi sagrada; es un caso atípico en que jugar de visitante genera mayor seguridad, y lo estamos perdiendo.
La sobreoferta telefónica, la afloración de números que intentan brindar atención psicológica y la poca formación sobre esta nueva modalidad para muchos terapeutas puede convertirse en un problema. En consulta, las puertas que se abren deberían llevar a un camino; si no podemos recorrerlo es desacertado comenzarlo. Eso se aprende en los libros, pero sobre todo con la experiencia.
En el último tiempo tomé contacto con varios colectivos que brindan este tipo de atención, ninguno de ellos pudo enviarme un protocolo claro de modalidades de tratamiento a seguir. No quiero que se me malinterprete: es una situación difícil para todas las personas y cada una hace lo mejor posible, pero ¿no es momento de analizar las conductas que tenemos adentro del consultorio y de esa manera poder mudarlo o modificarlo? Una situación de esta gravedad nos debería interpelar sobre nuestro accionar clínico, sobre nuestras historias de relacionamiento psicoterapéutico, pero, sobre todo, sobre los pasos a seguir. Se están generando protocolos de funcionamiento poscovid-19 en casi todo el mundo, la sociedad se está preparando para retomar en diversas áreas. Hasta ahora no me queda claro cómo la salud mental va a ir trabajando sobre la herida de la cuarentena y recomponer la falta de atención que tuvo y tendrá.
El tema de los tratamientos en consumo de drogas no deja de ser otro aspecto fundamental y afectado por las medidas de distanciamiento social y cierre de dispositivos clínicos. Queda en evidencia que necesitamos darnos una discusión sobre los modelos de atención y tratamiento de drogas. En tiempos de covid-19, todos estos problemas continúan presentes, con el agravante de que cualquier dispositivo de atención al consumo de drogas se ve afectado, la oferta de drogas se incrementa, el consumo se incrementa, al tiempo que los tratamientos disminuyen.
La exclusión es otra variable que coadyuva para contribuir con la depresión del espacio público. Si la calle es tu casa, ¿dónde deberías quedarte, cuándo podrías volver a ella o cuándo va a existir otra alternativa?
Los circuitos de vida en la calle se ven interrumpidos, no solamente por la covid-19, sino por la situación que ya se estaba generando a comienzos de marzo, con graves hechos de represión violenta contra las personas que vivían en la calle. Una hipótesis puede ser que los operativos violentos que se habían vuelto visibles hayan mermado, pero la otra es que se camuflaron. Ahora se excluye de la vida en la calle por el peligro de la covid-19, no por el temor irracional a las personas que no tienen hogar. Uno es más justificable que el otro, pero el objetivo, en definitiva, sigue en la misma línea, disimular.
Por último, los fenómenos referidos a la pobreza. Esa pobreza a la que no le llegás con un smartphone y que no podés gestionar con una app. En el consultorio, desde la seguridad de la videollamada o desde el “campo”, poco se puede hacer: “Sin la panza llena, no vamos a llegar al corazón contento”. Es conocido que algunos programas sociales que venían trabajando sobre el empoderamiento laboral/social y económico de las personas fueron dados de baja, eso ya se nota. Sin duda transversaliza la consulta psicoterapéutica, y créanme, también hace colapsar las puertas de emergencia.
En el último tiempo mucho se está hablando de la vuelta a la vida de los espacios de esparcimiento público, de la reapertura de eventos deportivos, sociales, comerciales y recreativos. Me gustaría poner en el centro del debate una discusión que nos debíamos desde antes de la covid-19, y que tiene que ver con el modelo de atención a la salud mental. Con la concepción de salud como complejo integral (biológico, psicológico y social), con su incorporación clara en los tres niveles de atención, con su relación con la vida social y económica. No sólo en los aspectos que tienen que ver con la Ley aprobada 19.529, también con su implementación, con los recursos asignados, con la ética profesional y con la necesidad de consensos claros, con evidencia, con profesionales y una supervisión constante. Precisamos retomar el camino de la psicoterapia como el camino de la felicidad, y necesitamos trabajar en sus cimientos para poder transitarlo.
Aldo Tomassini es magíster en Psicología Clínica.