La idea de crisis se ha convertido en un lugar común para pensar nuestro tiempo histórico. El término juega en diversas dimensiones y escalas. Algunas crisis son fácilmente reconocibles: la crisis del orden mundial que se construyó a fines del siglo XX en torno a la centralidad de Estados Unidos; la crisis ambiental que parece interpelar la viabilidad de nuestra especie; las crisis migratorias que sugieren que en varias zonas del mundo las promesas de los Estados de garantizar derechos básicos están lejos de cumplirse; las crisis de las democracias liberales que hace 30 años se imaginaban como los regímenes políticos que inevitablemente se expandirían en un mundo globalizado; las crisis sociales vinculadas al retraimiento de los Estados de bienestar en un contexto de aumento de la desigualdad; las crisis asociadas a desarrollos tecnológicos contemporáneos que avizoran una serie de cambios catastróficos en el mundo del trabajo de dimensiones tales que algunos economistas las comparan a los tiempos iniciales de la revolución industrial…

Aunque a veces pensamos que estamos lejos o aislados de estos asuntos, esas crisis nos atraviesan de múltiples maneras que nos cuesta entender. En esta zona del mundo también hay cosas que están comenzando a resquebrajarse. La emergencia de las llamadas nuevas derechas en el Cono Sur, con mayor o menor éxito en cada país, indica que se han erosionado ciertos consensos fraguados en las luchas contra las dictaduras y en la construcción de los acuerdos políticos posteriores. Podríamos incluso decir que asistimos al fin de un ciclo en el que una forma de entender la democracia se articulaba con una idea de derechos humanos vinculada a la experiencia autoritaria reciente. Queremos ofrecer algunos apuntes para entender cómo se forjó esa relación y bajo qué condiciones creemos que se ha desgastado.

Derechos y derechas

Empecemos por decir que los derechos humanos tienen pretensión universal, pero su significado no ha sido unívoco a lo largo del tiempo. Por el contrario, ha habido grandes debates sobre lo que constituía lo humano y lo que debía ser defendido como derecho. Así, aunque la genealogía de estas ideas puede ser casi infinita (y se citan siempre como antecedentes la Revolución Francesa y la bill of rights de Estados Unidos), 1948 fue un parteaguas por la innovación que la Declaración Universal presentaba en relación con las definiciones tradicionales de la soberanía nacional, entroncada con evaluaciones de lo que los nazis habían hecho amparados en leyes nacionales. Aunque poco recordados en esta historia, es interesante resaltar el papel de varios juristas provenientes de regiones periféricas con respecto a las potencias del momento, entre ellos algunos diplomáticos latinoamericanos. Asimismo, países con escasa importancia geopolítica fueron cruciales en ese proceso, entre ellos México, Paraguay y Uruguay, que contribuyeron, por ejemplo, a la incorporación de asuntos vinculados a los derechos sociales en la mencionada declaración.

Importa destacar estas contribuciones, pero también reconocer que el impulso de 1948 no tuvo grandes consecuencias en el sistema internacional en los lustros siguientes. En esos años, las luchas contra los imperios y las revoluciones de descolonización no organizaron sus programas en términos de derechos individuales, sino como movimientos colectivos que priorizaban la autodeterminación de los pueblos.

Recién luego de esta etapa, en el momento que podríamos llamar “pos 68”, empezó a tener sentido para grandes comunidades la idea de un movimiento basado en la defensa de los derechos individuales como esperanza de un mundo mejor. Y esto se hizo sobre las ruinas de las utopías políticas previas, en especial las del cambio revolucionario y los proyectos nacionalistas, antiimperialistas y anticoloniales. Fue al finalizar una etapa histórica que podemos simbolizar en la guerra de Vietnam que se recuperó el lenguaje de los derechos humanos como una alternativa a las luchas populares cargadas de violencia del período anterior. Fue entonces que los derechos humanos se transformaron, como dijo el historiador Samuel Moyn, en “la última utopía”. La política de la administración de Jimmy Carter es seguramente el mejor ejemplo de este verdadero tránsito epocal y fue a su vez central para su consolidación en un complejo sistema institucional y normativo internacional.

Debe resaltarse también el papel de los exiliados de izquierda que huían de los nuevos autoritarismos del Cono Sur en el fortalecimiento y legitimidad de esas redes transnacionales de derechos humanos que de alguna manera desafiaron el orden bipolar de la Guerra Fría. Esto fue posible a partir de una enorme transformación política, ideológica y cultural que los llevó desde un discurso revolucionario de inspiraciones marxistas hacia un lenguaje liberal dirigido a preservar la integridad física de los militantes, ahora convertidos en víctimas de violaciones a los derechos humanos. Esa transformación, que hacia la segunda mitad de los 70 era perceptible en todos los sectores de izquierda del Río de la Plata, posibilitó su participación en el sistema internacional de derechos humanos, a la vez que le dio a este legitimidad como espacio de denuncia y prueba de esos crímenes a escala global.

En nuestros países, el auge de ese movimiento, su proyección global, coincidió con el despuntar de los largos procesos de transición de vuelta a la democracia. La propia idea de transición, que fue antes un tema de debate teórico y político que una realidad histórica, tuvo que ver con la afirmación de ese lenguaje alternativo sobre las formas y condiciones del cambio social. Más allá de las diferencias, falencias e insatisfacciones de los trámites nacionales, las transiciones estuvieron marcadas por esa manera de pensar la política y el horizonte de posibilidad de las democracias recuperadas. También en Uruguay, donde el trámite judicial del legado autoritario fue postergado y restringido, la dictadura fue progresivamente asimilada a un régimen de violación sistemática de los derechos humanos, similar a los otros de la región.

La definición de “terrorismo de Estado” encapsula esa forma de mirar procesos históricos que antes se habían definido centralmente por sus vínculos con las mutaciones del capitalismo global y las cambiantes configuraciones de poder entre las élites militares, políticas y económicas. Esto no implica desconocer el carácter contencioso de ese resultado, las resistencias, las memorias en puja y los muchos descontentos que se manifestaron en el camino, sino enfatizar que esta forma de pensar las dictaduras es la que explica que la consigna “nunca más” se haya convertido rápidamente en una forma concisa y efectiva de expresar los grandes consensos sociales del pacto democrático. A su vez, esto ayuda a explicar por qué el trámite argentino fue leído con frecuencia como modélico por estudiosos de justicia transicional que buscaron convertir lo contingente en preceptivo.

Claro que la consigna no permaneció estática. Con el tiempo, fueron apareciendo nuevas formas de desglosarla: nuevos grupos de víctimas, nuevas formas de recordarlos, nuevos memoriales, junto con nuevos reclamos de reparación y nuevos casos presentados ante los sistemas judiciales. Surgieron también diversos intentos de relacionar esas violencias con sus continuidades en las sociedades contemporáneas, muchas veces conceptualizadas como “posdictatoriales”. Desde la historiografía y las ciencias sociales, estos procesos estuvieron acompañados por la creación de un campo de estudios generalmente acompasado a esos procesos memoriales y con poca capacidad para distinguirse de los espacios ciudadanos de demanda de verdad, justicia y memoria. Se produjo una comunión entre grupos académicos, movimientos sociales y promotores de políticas públicas que trabajaron conjuntamente en la construcción y reproducción de una narrativa histórica sobre el pasado reciente que tenía implicancias normativas sobre las democracias realmente existentes.

Ese ciclo, con sus virtudes y defectos, comenzó a dar señales de debilidad en plena “ola progresista” del nuevo milenio. Varios alertaron entonces sobre la emergencia de las “nuevas derechas”, su ánimo negacionista de los crímenes de las dictadura y sus críticas a los consensos logrados por sociedades conosureñas en materia de derechos humanos. Pero pocos han discutido hasta el momento cuáles fueron las condiciones de posibilidad de esos discursos. Algunos de esos actores no eran tan nuevos y sus narrativas sobre el pasado tampoco sorprendían. Se trataba, por el contrario, de relatos con fuertes puntos de contacto con los enfoques que desde los períodos autoritarios justificaban el terrorismo de Estado como respuesta legítima a las condiciones de excepcionalidad generadas por la protesta social y armada promovida por las izquierdas en los tardíos 60 y tempranos 70. ¿Por qué esas voces antes contenidas o relegadas en el debate público volvían a tener impacto? Nos animamos a decir que, más allá de la corriente reactiva que esos movimientos expresaron ante los impulsos de la “era progresista” en asuntos tan diversos como género, juicios a militares y políticas de memoria, también fueron posibles porque existía una serie de demandas sociales que no se podía expresar a través del lenguaje de derechos humanos del ciclo de las transiciones.

Un lenguaje insuficiente

Esto no quiere decir que este lenguaje le hablara sólo al pasado. Fue también una herramienta importante para el surgimiento de nuevos movimientos sociales. Ciertas nociones que venían de la experiencia dictatorial y repudiaban la violencia estatal sobre los cuerpos fueron útiles para denunciar la violencia contra las mujeres en los ámbitos públicos y privados, la prohibición del aborto y las prácticas discriminatorias contra la población LGTBQ+. Esto indica que los derechos humanos del pasado supieron actualizarse para desarrollar nuevas luchas. La habilidad de los activistas para vincular esas tradiciones con otras demandas no puede separarse del hecho de que estos movimientos, desde los feminismos hasta los defensores de la diversidad sexogenérica, reconocían como punto de partida el ciclo de las transiciones democráticas y las demandas tradicionales de los derechos humanos.

Pero también es necesario decir que el lenguaje de los derechos humanos no pudo vincularse de manera tan vigorosa a otros problemas de las nuevas democracias. Aunque una de las novedades de la declaración de 1948 fue la codificación de los derechos sociales, el ciclo de las posdictaduras no se fundó en esa visión. En los 80 y 90, hubo intentos de conectar la experiencia de la violación de los derechos civiles y políticos con los modelos de ajuste y transformación económica y social generados por las dictaduras. En Argentina, por ejemplo, se realizaron juicios a las responsabilidades empresariales durante el período autoritario. Se explicó también que el terror tenía como finalidad la aplicación de modelos regresivos en materia económica y social. Sin embargo, el lenguaje liberal de los derechos humanos no pudo en general constituirse en una herramienta útil para interpelar las nuevas crisis marcadas por el incremento de la desigualdad y la marginación. Incluso los sistemas de transferencias de seguridad social y distribución de ingresos ensayados por los gobiernos progresistas del nuevo milenio, asociados a mínimos sociales necesarios para asegurar la dignidad humana, no fueron consensuados en la esfera pública como derechos básicos vinculados a la reproducción de la vida. Por el contrario, avanzaron los discursos estigmatizadores que identificaban esos planes con lógicas clientelares o populistas.

Muchas veces esos procesos de marginación social estuvieron asociados al incremento de la violencia social y estatal (a veces en alianzas complejas con grupos vinculados al crimen organizado y el narcotráfico). Esta escalada tampoco pudo ser vinculada de manera productiva a la experiencia del pasado dictatorial. Mientras el lenguaje de los derechos humanos reclamaba empatía para las víctimas de la violencia estatal y paraestatal ocurridas durante esa etapa, los Estados y otros actores poderosos siguieron siendo productores sistemáticos de nuevas violencias sobre sectores populares que no veían en ese discurso una herramienta para contener esas nuevas formas de violencia social. Las similitudes eran muchas. Pero mientras los dramas del pasado se expresaban en términos de derechos humanos, para hablar del presente se enfatizó el discurso de la seguridad que muchas veces se erigió como antónimo de derechos.

A su vez, la expansión de los servicios sociales vinculados a la educación y la salud no fue acompañada por una mayor consideración hacia el papel del Estado en esa ampliación de derechos. Por el contrario, los servicios públicos se dibujan como la pobre alternativa de aquellos que no pueden acceder a lo privado. Tampoco estas temáticas son pensadas como derechos en la discusión pública. En Chile se intentó establecer conexiones entre el acceso a la educación y los recortes de los derechos de la experiencia dictatorial. Los sucesos posteriores al “estallido social” de 2019 dejaron en claro, empero, que esos intentos no han fructificado. La desconfianza hacia lo público no tiene que ver solamente con la insuficiente inversión en estas áreas, sino, de modo central, con transformaciones subjetivas asociadas a una sensibilidad neoliberal que concibe al consumo como el camino de satisfacción individual de los derechos (y de todo deseo). Esta perspectiva (que puede ciertamente calificarse de utópica) ha debilitado aún más la capacidad persuasiva del lenguaje de los derechos humanos que otorgaba al Estado el papel de garante y ubicaba en la esfera pública la posibilidad de exigir el cumplimiento de esa responsabilidad.

Creemos que esa es la situación actual del lenguaje de los derechos humanos modulado en 1948 y afirmado en nuestros países en el ciclo que se inició con las transiciones democráticas: convence poco, ha perdido atractivo y no sólo por el accionar de la extrema derecha. Parece poco eficaz para responder a las demandas sociales contemporáneas. Esperamos haber dejado en claro que no siempre fue así: fue clave en la democratización de nuestras sociedades, pero hoy no parece articularse con algunos de los problemas que más nos acucian. No renegamos de ese lenguaje tan valioso que contribuyó a producir algunos de los mejores rasgos de estas frágiles democracias. Mientras escribimos este texto, en Buenos Aires se está cuestionando el derecho a la protesta de una manera que parece tener pocos antecedentes en la historia democrática reciente de Argentina. En este momento, la memoria de las luchas por los derechos humanos y los valores democráticos es más necesaria que nunca. Simplemente convocamos a estar atentos a aquellos que no se sienten interpelados por esa exhortación. Hay que entender los motivos de ese distanciamiento y pensar creativamente las conexiones entre las experiencias del pasado y las crisis del presente para ver si podemos imaginar sociedades más justas, igualitarias y libres en el futuro. Ojalá que, como sucedió tantas veces desde la segunda mitad del siglo XX, en esta zona del planeta tengamos la capacidad de aportar algo en esa dirección necesariamente cargada de utopía.