El coronavirus es un fenómeno histórico de profundísimos golpes. Personalmente, en 29 años de vida he vivido los atentados terroristas más importantes de la historia europea, dos cracks de la bolsa mundial, una crisis de deuda y la que se viene, dos crisis del petróleo, varias guerras regionales, la revolución industrial digital, internet como la nueva imprenta, y tres pandemias, dos de ellas medio fakes y una verdadera. No cuento en esta enumeración la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ya que tenía un año. Si hay un sustantivo que puede definir nuestro período histórico es la incertidumbre. En realidad, yo tampoco sé qué pensar, por eso escribo.
Una enfermedad, muchos coronavirus
El fenómeno, la realidad está ahí, lista para ser interpretada, y pierde su relevancia en favor de las interpretaciones. Quienes primero la interpretaron fueron los inversores y mercados financieros que, a través de un pensamiento inmediato de pérdidas y beneficios –una razón puramente instrumental–, han retirado la confianza a su propio sistema por no ser útil para generar ganancias a corto plazo. Esta interpretación del fenómeno sin duda es la más poderosa, ya que provoca inflación, subida del dólar, pérdida de exportaciones, menos ingresos por impuestos, mayor gasto público para reparar la situación, desempleo, etcétera.
Los grandes relatos –de nuevo vivos– alrededor de la calamidad del coronavirus no son “curvas”, “datos”, “estadísticas” o “buena información”. Sin duda estos son elementos fundamentales del fenómeno, pero no hay que perder de vista los grandes relatos y las interpretaciones puramente antropológicas y simbólicas de la peste. De la peste como mito.
Creo que hemos pasado dos fases durante este corto y a la vez eterno momento histórico. Observo una primera etapa en la que tomamos (yo el primero) una actitud chamánica, alarmista y conspiranoica. Mi teléfono y las redes se inundaban de interpretaciones irreflexivas: que el virus es la humanidad y la epidemia la cura; que estábamos cerca del fin del mundo y poco menos que deberíamos llevar armadura, porque era la guerra; o que todo era un invento de alguna superpotencia para imponer su dominio mundial por medio de un plan maestro orquestado por una siniestra trama burocrática en un laboratorio estilo Marvel.
Observo ahora una segunda fase en la que empiezan a aparecer nuevos discursos. Aflora una etapa dirigida por dos nuevas actitudes. La primera es que “no pasa nada”, “no es para tanto”, lo que aliña la desconfianza hacia toda autoridad y todo dato. La segunda es una repentina fe en la ciencia y la tecnocracia de los expertos en salud, en epidemiología y virología. Después de todo, argumenta esta interpretación, esto es cuestión de curar a la gente y encontrar una vacuna. No hay nada filosófico o mágico detrás. No hay “ideología”, dirían los tecnócratas. Precisamente, lo mágico es esa fe en la ciencia.
No se me malinterprete, obviamente creo que es necesaria la ciencia, pero ateniéndose a valores. Sin dudas sé que hay intereses políticos en juego por parte de las superpotencias. Lógicamente la situación actual en Uruguay no es una catástrofe, aunque hay que medir cada movimiento que hacemos. Sin embargo, en todas estas interpretaciones de lo inmediato y para lo inmediato hay causas y soluciones más o menos comunes. La búsqueda de las causas del fenómeno parte de la premisa nihil est sine ratione, nada existe sin una razón. Nos cuesta desprendernos de la idea de que existe una mano invisible detrás de todo lo que ocurre y la buscamos en los cálculos de interés, en planes maquiavélicos o en la metafísica rudimentaria. Nos cuesta aceptar el azar como premisa. Por otro lado, las soluciones a través de una fe repentina en la ciencia y en el estado de alarma nos hacen delegarlo todo en algo o alguien que tome las decisiones necesarias con base en su autoridad científica o moral.
No obstante, todos estos discursos que buscan concretar y materializar la realidad comparten la misma voluntad por llenar el vacío. Mientras que la pandemia como tal no es politizable por tratarse de un fenómeno azaroso, la incertidumbre sí lo es. Pero la incertidumbre no es una cuestión meramente psicológica, la incertidumbre no es el embole de estar en casa. Eso sería una frivolidad. La incertidumbre es no saber cómo vas a hacer para vivir después de esto con la conciencia de que cada vez que la tierra tiembla, tu estructura vital es la que se derrumba; que cuando no hay inercia, ya no podés remarla. Es el miedo a lo incierto.
El golpe existencial y la indigencia política
El problema no es el virus en sí mismo, sino el contexto en el que aparece. Ni siquiera creo que lo sean las noticias falsas o las interpretaciones arbitrarias del fenómeno. El problema es la indigencia política con la que estamos enfrentando el fenómeno. ¿Qué ocurre en este sistema en el que vivimos para que, por un mes en estado de letargo, toda nuestra estabilidad individual y colectiva se tambalee? Después de todo, un virus es una cosa natural. Algo que es normal que ocurra. ¿Qué hay intrínsecamente de malo en estar un tiempo sin trabajar o trabajando “por turnos”? El capitalismo-realmente-existente-hoy, comandado por los discursos y símbolos de la razón neoliberal, se encuentra en un estado agonizante, y con él una parte de todos nosotros. El capitalismo-realmente-existente-hoy no puede sosegar este frenesí y confía en seguir hacia delante en una línea ascendente de progreso inapelable perfectamente calculable gracias a que tenemos máquinas que lo tienen todo controlado y todo lo predicen de manera objetiva. El capitalismo es un frenesí de algoritmos.
Vivimos en un mundo que no funciona guiado por una creencia o por un objetivo al que aspirar, ya que creer en cualquier cosa más allá de uno mismo es malo y nos lleva al mundo del horror (una mentalidad muy yanqui). Todo es pura inercia, puro ahora. En una lógica de medios y fines, encontrar los medios se ha convertido en el propio fin del sistema. El fin es la supervivencia caótica, porque los valores modelo que guían la sociedad son los del cálculo de intereses monetarios, a los cuales tenemos el perfecto derecho de aspirar en virtud de nuestra libertad individual. De nuevo, una parte parcial de la vida y la política –el cálculo predictivo– es elevada a la categoría de universal, a la que rendir pleitesía por tratarse de la verdad revelada científicamente. No hay predicción, hay magia. Hay fe. Hay política.
La búsqueda de la predicción –uno de los axiomas de la ciencia para el pensamiento académico hegemónico (de izquierda o de derecha)– acepta, implícitamente, que el curso de los acontecimientos sigue y seguirá una lógica invisible que debemos descubrir para mejorar la sociedad. La virtud está ahí, en el cálculo predictivo, en tomar al mundo como un laboratorio de variables controlables y tangibles. Esa es la ciencia virtuosa. El utilitarista Jeremy Bentham “descubrió” en el mundo moral “el axioma fundamental según el cual la medida de lo bueno y de lo malo es la mayor felicidad de la mayor cantidad de gente posible”. Es decir, el bien es algo calculable, tangible, predecible y controlable. Karl Polanyi, pensando al revés (y no al contrario) que Bentham, escribió: “Y fue así como incluso aquellos que deseaban más ardientemente liberar al Estado de toda tarea inútil [...] no pudieron hacer otra cosa que investir a ese mismo Estado con los [...] instrumentos nuevos necesarios para el establecimiento del laissez-faire”. Polanyi vio que tanto el laissez-faire como la aspiración a “tenerlo controlado” son dos columnas maestras del pensamiento moderno, teóricamente contradictorias pero en realidad complementarias, por no ser más que ilusiones sobre las que rueda un sistema de creencias atávicas.
Como admitió el propio Miguel Arregui, uno de los más habilidosos articulistas liberales de El Observador, al final de su artículo “Sobreoferta petrolera: las bicicletas de Pekín no pueden parar”: “¿Pero a dónde nos dirigimos? [...] Ese es otro asunto, mucho más peliagudo”. En definitiva, ya casi nadie entiende muy bien hacia dónde nos lleva esta creencia desquiciada que gira en círculos hacia la libertad.
A quienes me respondiesen que mi crítica es una crítica a la razón, porque sólo quedaría la mitología y la irracionalidad, les diría que es una crítica a cierto tipo de razón instrumental, a la cual Max Horkheimer denominó subjetiva. Para Horkheimer, lo que comúnmente entendemos por objetivo (por ejemplo, “esos son datos objetivos”) es subjetivo, ya que reduce la realidad tal cual es a la capacidad del ser humano de aprehenderla matemáticamente, por lo que la objetividad no da cuenta de la realidad en cuanto tal, sino de la capacidad humana de matematizarla, que es subjetiva.
Es decir, soy fan de la razón y no creo que la razón del cálculo sea maligna y haya que erradicarla. Creo que le ha llegado la hora de la humildad y reconocer que no deja de ser un pensamiento mitológico más. Todo aquel pensamiento racional que olvide sus orígenes históricos y sus profundidades mitológicas está condenado, ahí sí, a caer en la “irracionalidad y la superstición”, como escribió Horkheimer. Todo sistema se sostiene sobre columnas atávicas, el asunto es que este sistema de hoy se presenta como el único sistema racional y eficiente. El capitalismo olvidó su precariedad y se convirtió en superstición.
Esta razón del cálculo predictivo se ha quedado sin mucho que aportar, y en sus manotazos de ahogado sólo empobrece la imaginación y abona esa indigencia política de la que hablaba arriba. No faltan cabezas que, cuando un fenómeno no se comporta como ellas predijeron, culpan al propio fenómeno de no encajar en sus sublimes metodologías de epistemología desconocida y, por tanto, neutra. Y, repito, esto no tiene que ver con ser de izquierda o de derecha.
Llevarlo a lo concreto
Lo dicho hasta ahora es un razonamiento general y, como tal, maximalista. Llevándolo a lo concreto, es el momento de la imaginación. Cosas que hasta ahora parecían imposibles o infructuosas para el buen funcionamiento del sistema se pueden volver parte de la solución. A la par, las tendencias previas a la crisis se radicalizan. El carrusel de incertidumbre en el que veníamos inmersos pisó el acelerador, atropellando a su paso a las mayorías sociales de los países más “importantes” del mundo. La fragilidad y la tiranía son las dos caras del poder del gran capital y de su Estado valedor. Mientras, nos vamos preguntando si la finalidad de su orden es la felicidad pública o proteger los privilegios de una determinada clase ociosa que vive la felicidad como algo privado y suntuoso. En este sentido, durante la crisis que se avecina no será extraño encontrar discursos que ensalcen la acción poco reflexiva. Cuadrarse y comportarse como una comunidad homogénea cuando llegue la posguerra. Disciplina y unidad. En fin, autoritarismo. Una búsqueda desesperada de garantías y certidumbres que pongan fin a la anomia en que vivíamos, hasta ahora maquillada por datos objetivos y estadísticas de expertos que nos otorgaban cierto grado de seguridad. Los expertos y su eficiencia simbólica seguirán ahí, pero no serán los mismos.
Cuando echamos un ojo a las víctimas de la pandemia y las decisiones políticas previas que se venían tomando, podemos trazar evidentes conexiones entre el padecimiento de hoy y las políticas de ayer. Cuando vemos que en Estados Unidos la mortalidad se ceba con la población negra, o que en Madrid (la zona más afectada de Europa) se hicieron brutales recortes en la salud pública (desde 2012 se recortó 20% de camas hospitalarias), llegamos a la conclusión de que existe una evidente correlación entre desigualdad en el acceso a los sistemas de salud y afectación por el virus. De hecho, el problema no es tanto el virus (nunca es el virus) como el colapso del sistema sanitario, que es lo que provoca las muertes masivas, al no poder atender a toda la población que lo necesita.
Además de la cura está la prevención, para la cual parecen fundamentales los test. Según datos oficiales publicados en 2016 por Montevideo Portal, la salud pública uruguaya, la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), tiene 36% de los socios, seguida por Médica Uruguaya, con sólo 8%. La diferencia es abismal. Si a eso le sumamos que hay 20% de uruguayos que no figuran en los datos, lo que coincide aproximadamente con la tasa de trabajadores informales, podemos concluir que alrededor de la mitad de la población residente en Uruguay es usuaria de la salud pública. Sin embargo, según datos de Sudestada, solamente el Sanatorio Americano (cuyo lema es “Centro de referencia en medicina superior”) actualmente tiene capacidad para hacer más test diarios –800– que todo ASSE. ¿No será momento de poner todos los insumos del país al servicio del interés general? Imaginación.
Y esta es solamente la dimensión sanitaria de un problema político. No cabe ya hablar sobre la indigencia de la política internacional y ecológica. Se continúa razonando a través de una lógica que busca con tenacidad fingir que esto es superficial, como un paréntesis en el texto. No por maldad, sino porque el pensamiento poderoso se basa en el cálculo predictivo y, súbitamente, todo dejó de ser calculable y predecible. Es por eso que se busca con tenacidad la vuelta a la normalidad, y así seguir calculando y prediciendo. Todavía se sigue hablando bajo las mismas coordenadas en una, de nuevo, huida hacia adelante con tal de no admitir el cambio o de admitirlo a través de oxímoros tales como “nueva normalidad”. Quizás el mayor peligro no sea el virus, sino que nos lleguen a convencer de que efectivamente podemos seguir huyendo.