Los videojuegos roguelike (similares a Rogue), al igual que los Dungeon Crawler, se basan en la exploración de mazmorras. Su nombre proviene de una obra de 1980 llamada Rogue, cuyo éxito fue empujado por un diseño que explotaba al máximo las posibilidades de la época. Por eso, ha sido inspiración para un género que se aproxima a cumplir cuatro décadas.
La tipología en los videojuegos tiene, como en otros ámbitos, categorías no excluyentes. Dentro de las clasificaciones ingresan obras que cumplen características que los vuelven más o menos homogéneas; esto habilita una permanente discusión (a veces un tanto superficial) sobre cómo describimos los videojuegos. Definamos y separemos al género roguelike del resto usando como ejemplo Nuclear Throne, la obra que desarrolló y distribuyó Vlambeer hace tan sólo dos años. En este caso personificamos a una variedad de mutantes que deben avanzar por diversos niveles posapocalípticos con el fin de alcanzar el trono nuclear; la narrativa –de la que poco y nada sabemos– es una excusa para adornar la jugabilidad. En esta obra, ir del punto A al B, es decir, de la línea de partida a la meta, es algo que técnicamente no toma mucho tiempo. En un lapso de 15 minutos deberíamos ser capaces de “dar vuelta” el juego, si no fuera porque posee una dificultad frustrante en varios aspectos.
Los roguelike no son amistosos: crean entornos hostiles para el jugador y complotan para que este no logre ver tan fácilmente el desenlace de la trama. Cada vez que nos matan perdemos absolutamente todo el progreso y debemos empezar desde el primer nivel. A su vez, las mazmorras son aleatorias; de esta manera el jugador no puede planear estrategias basadas en su comprensión del mapa, en la ubicación de los objetos, o el tipo y número de enemigos a los que se enfrentó. Basado en el placer de sufrir y superarse inyectado en la medida justa para tornarse adictivo, Nuclear Throne nos puede mantener por horas jugando los mismos dos o tres niveles sin siquiera notarlo.
La estrategia está servida
Si la jugabilidad en los roguelike es la protagonista absoluta y las estrategias se ven reducidas por la aleatoriedad, el videojuego debe encontrar la manera de darnos herramientas que sirvan como aproximaciones para que podamos cumplir su objetivo. Para ello tenemos factores como los personajes, las habilidades y las armas: no sólo cada uno de los 12 mutantes es completamente único por sus habilidades y debilidades, sino que existe una variedad de armas que puede resultar abrumadora. Por su parte, cada vez que nuestro personaje se alimenta de suficiente radiación y aumenta de nivel, se le permite elegir una mutación de las 29 disponibles en el juego. Cada una de ellas le otorga una capacidad nueva que nos obliga a pensar bien con qué armas haría una buena combinación, qué mutante le sacaría más provecho e incluso con qué otras habilidades se conjugaría la mejor opción posible.
Por si fuera poco, en el caso de que el jugador llegue a completar la odisea, se va a encontrar con el fenómeno del loop: una vez que uno finaliza el juego, es redirigido al principio, en un bucle infinito que a cada vuelta que le demos aumenta exponencialmente su dificultad. Vale la pena destacar que, a diferencia de algunos de sus homólogos, Nuclear Throne no se juega por turnos; al estrés mental le agrega el componente hardcore, propio de aquellos videojuegos que demandan tener reflejos demenciales.
Como si de una careta se tratara, el género roguelike parece, a primera vista, carente de contenido. No obstante, el valor de estas obras tiene raíces en el ensayo y error de múltiples maniobras; en repensar cada paso que damos si es que queremos sortear los obstáculos y llegar a conocer todo lo que estos juegos nos pueden proponer.