Este carnaval ha generado lo habitual: con excepción de los programas dirigidos al núcleo duro de carnavaleros, la cobertura del evento se centra en lo genérico o lo subsidiario. ¿La Intendencia y lo políticamente correcto arruinaron al Carnaval? ¿Más rimas con sortija y roncha mostrarían un mayor nivel de libertad frente al buengustismo de la clase media? ¿Cuánto gana Carballo? ¿DAECPU debe gestionar el Teatro de Verano, como quieren Tabaré y Cachete? Mejor hablar de murga, que da para mucho. La evolución del género puede estar eclipsando algún viejo estilo, pero no es cierto que la haya uniformizado. ¿O alguna vez hubo tanta distancia estética entre dos murgas contemporáneas como Metele Que Son Pasteles y La Bohemia, por caso?

El repaso tiene que comenzar por Saltimbanquis, una murga tan comentada que parece que uno ya la vio antes de ir. A propósito, ¿cómo hay que verla? ¿Como quien va a un museo de las murgas-murgas de los 80, que les mostraban las pezuñas a la Falta y la Reina? ¿Yendo a gozar con el vendaval del coro y la batería picante sin importar lo que digan, como quien escucha a los alemanes de Die Toten Hosen? ¿Jugando a adivinar los chistes que dicen que aportó Carlos Tanco?

En cualquier plan, es un mega regreso. Son 20 años de ausencia, en los que los hinchas de esta murga estuvieron un poco huérfanos, aunque Colombina Che haya oficiado de metadona. Imperfectamente, porque Colombina se alejaba de la propuesta más gloriosamente terraja para derrapar hacia el golpe emotivo malhabido, que el gran Roberto García defendía como podía; a ellos les debemos “el e-mail es una máquina moderna pero no me permite abrazarte”.

El problema es que el tema del regreso de los Saltimbanquis es... el regreso de los Saltimbanquis. Paradójicamente, darle muchos minutos al discurso meta-murguero es un recurso bastante nuevo, ajeno a la murga tradicional que dicen encarnar cuando se plantan en los tics de murga de la Unión como Asterix ante los galos. Y decir “adiós los estandaperos / y por fin volvió la murga” para luego dar paso a que monologue Diego Bello es tan raro como que este año ya hayan salido como tres notas sobre Carnaval en la diaria. [N del E: esta es la quinta].

Lo que no falla es ver al Negro Claudio Rojo, un individuo en cuyo pasaporte debe decir “profesión: cupletero”. Ya se habló mucho del cuplé del “Cupletero de antes”, sobre el que hoy opinan hasta quienes creen que los primos de una murga son los hijos de los tíos, pero ya que estamos, ¿de qué va el parlamento final de Diego Bello según el que “a la historia hay que dejarla donde está” y no traerla de los pelos? Es mitad declaración antiinterpretaciones anacrónicas, mitad homenaje a viejos cupleteros, como Bizancio, y una tercera mitad metida de peso. Además, a Bello no se lo ve muy convencido. Quizá es porque está comenzando el Carnaval; con el paso de las semanas, la dupla cupletera aceitará sus engranajes. Mientras, se puede seguir disfrutando del saludo y de los grandes momentos del coro, sobreviviendo puntos flacos como el fallido susurro de la retirada y riendo nerviosamente ante las autorreferencias del trasfondo turbio de la murga, que incluyen la palabra “chumbos”.

En un formato similar, La Bohemia 2018 es un producto transgénico: tiene murguistas muy asociados a la Contrafarsa (vuelve a salir Luisito Macaco de Aire Ortiz), en convivencia con otros más cercanos al estilo de la murga, como el Sapo Laforia. Funciona. El coro dirigido por el Peladito Díaz está afiatado, empastado y todos los adjetivos que sólo se usan para un coro de murga. Para hacer reír está Cucuzú Brilka, un arma de doble filo, siempre más cómodo en las imitaciones o contando chistes que como el cupletero que debiera ser.

La Bohemia se pone pilla cuando atiende a (prácticamente todos) los periodistas. Por algún motivo, seguramente vinculado a la esencia del Carnaval, lo más gracioso es el personaje del Facho Álvarez con sólo entrar a escena al grito de “¡Soy un alcahuete!”. Es cierto que por escrito no parece muy divertido, pero créannos.

Bárbaros

Otro estilo es el de La Clave, que vuelve tras un 2017 redondo y atrapante, en el que no dio la vuelta olímpica sólo porque a Pitufo Lombardo y Marcel Keoroglian se les ocurrió regresar a la aplanadora Don Timoteo. Este año llegan vestidos de bárbaros (o algo así), a quejarse de que tampoco tienen chances porque volvieron los Saltimbanquis, que por si no quedó claro, llevaban sin aparecer 20 años (se encargan de aclarar que son dos décadas u 80 estaciones o etcétera), la misma cantidad de tiempo que tiene de vida la murga de San Carlos. Además, recordemos que en 1998 los Saltimbanquis también habían salido de bárbaros.¿Casualidad? Sí, seguramente.

Los bárbaros carolinos de 2018 hablan de las formas de la brutalidad y de la involución de nuestra especie. Sus miembros bajan del bondi de larga distancia a cantar con una alegría y unas ganas contagiosas y admirables. Los textos son originales y compactos, con estructuras y densidad de contenido que exigen que, para seguir ciertas partes, haya que prestar mucha atención. Aunque capaz que es sólo porque tienen esa forma rara de expresarse de la gente del interior.

Hablando de sorpresas en el concurso, hace seis años La Trasnochada se rio en la cara de los pronósticos al arrebatarles el primer puesto a los longevos Curtidores de Hongos, que estaban cumpliendo 100 años. Este verano llegan con un espectáculo que parece pedir disculpas por ese atrevimiento. Con situaciones enmarcadas en un contexto barrial y vestidos con trajes de otras épocas, sus miembros expresan nostalgia por todo lo que ya no tienen: el club de barrio, la niñez, las retiradas de antes, los cupleteros que sabían meterse al público en el bolsillo. Entre una añoranza y otra, aprovechan para meter buenos chistes, dar palo sin eufemismos y cantar sin gritar. Hay que dar por superada la época en que eran los parodistas de la murga y aceptarlos con ciudadanía plena.

Emotiva

Así como hay quien busca los atributos de su primer amor en todos los amores subsiguientes, los espectáculos de Curtidores de Hongos parecen buscar la recreación del de 2004, aquel del Desalmadero, que los terminó de instalar en un estilo propio. Cuando este año entran al escenario, Las Miserias parecen Las Almas de aquel año, aunque no esté Hugo Arturo haciendo voz de película doblada. Rápidos para el golpe, los Hongos bullyinguean a Daniel Martínez, acusado de un excesivo amor por las cámaras que lo lleva a cortar cintas a granel, al extremo de que llega a “inaugurar una inauguración”. Y para asegurarse de que el mensaje quede claro le dicen directamente vendehumo, que no hay por qué andar con indirectas.

Es cierto que la murga tiene esos momentos fallidos cuando se asoma a lo melódico-internacional tierno. Pero enseguida vuelven los arreglos murgueros y arriesgados, para que uno quede convenientemente despeinado y olvide el almíbar. Ver a los Curti permite dos lujos cuyo recuerdo servirá para sobrevivir el próximo invierno: a) concentrarse en distinguir la voz de Julio Pérez jugueteando sobre el coro y b) escuchar una retirada sobre los desencuentros, la fragilidad y el amor, que podría ser bastante horrible en manos de cualquiera pero surge de la pluma del Tiburón Martínez. Entonces suena sinceramente emotiva y si te agarra mal parado te puede hacer subir los pelitos del brazo.

Lupas y telescopios

En una órbita propia giran las murgas jóvenes o casi. Al que le parezcan todas iguales, debe ir al tablado más de una vez por lustro, porque cada una ha ido consolidando una forma de hacer murga que le es propia. Este año Metele Que Son Pasteles arranca con todo el funk, usando para la presentación las melodías de “Uptown Funk”, de Mark Ronson, y “Fanky”, de Charly García. Son desfachatados, cuestionadores y (auto)críticos. Bardean a los caretas que dan charlas TED, presentan un diálogo mitad confrontación mitad eco entre los medios y las murgas que deja un sabor amargo, y al ratito ya están moviéndose descontrolados por el escenario.

El punto alto del espectáculo es cuando utilizan una melodía infantil para dejar manifiesta la complejidad de ciertos conflictos sociales, recurso de contraste que había dado buenos resultados en 2016 con la música del pegadizo hasta el hartazgo Pollito Pío. Este año, al ritmo de “Sal de ahí, chivita”, nos demuestran que para cambiar el sistema hace falta antes destrabar o remover ciertos cimientos que, a su vez, son parte de algo más grande. Eso luego engancha con un cuplé que al ritmo de “¿Lobo está?” nos dice que somos todos un manga de nabos que creemos que estamos haciendo algo para cambiar el mundo.

Otra murga reconocida por su capacidad para hacernos amarla mientras nos dice que somos mucho más fachos, inservibles y superficiales de lo que creemos es La Mojigata. Vestidos de punks, no le dedican demasiado tiempo a la anécdota o el detalle de lo que pasó en el año que se fue (Sendic es un desastre, el de Masterchef no pronuncia bien la erre), y en su lugar reflexionan sobre asuntos más abarcativos y estructurales, como la previsión social o los vínculos laborales con uno mismo; todo esto haciendo cada tanto saltos en el tiempo que ponen en perspectiva las cosas y nos permiten cambiar una lupa por un telescopio en pocos segundos.

Esta cosa tan fastidiosamente adorable que tienen de dar una vuelta más de tuerca cuando ya habíamos optado por un punto de vista se ve representada en “La rotonda del pensamiento”, un mini-cuplé con coreografía y todo que queda girando en el cerebro junto con la canción de la injustamente olvidada Marcela Morelo que eligieron para la bajada, una y otra vez, la rotonda, una y otra vez.

Cayó la Cabra también ha logrado ser distinta a todas las demás. Hacen reír a carcajadas y se destacan cuando lo hacen cantando. Spoiler: apenas digan “Fata Delgado” estén atentos, que viene un gran chiste pavo. La murga sorprende muchas veces por actuación, un atributo que no es para todas. Eso sí, cuando tocan otras cuerdas, uno extraña que no hagan humor todo el tiempo y chau. Hay quien dice que Cayó la Cabra se está volviendo popular de una manera comparable a la de la Catalina. Ejercicio para los lectores: pensar si es así. Definir en qué medida eso es bueno, malo u horrible.

Interrogantes

Como se acaba la página, dejemos para la próxima a la innovadora Falta y Resto feminista, a los potentes Patos Cabreros y a Momolandia en beneficio de la debutante Doña Bastarda, una murga que teje, entrelaza, se despliega y define con contundencia. El espectáculo se llama “Un cuento de terror”, los murguistas están disfrazados de monstruos, hay musiquitas para dormir bebés y los cuplés hablan sobre los clichés de las películas de miedo, lo espeluznante de lo desconocido y la infancia con todas sus cosas horribles. Imanol Sibes interpreta a un niño histriónico y frágil que le aporta un poco de ternura al mundo terrible en el que nos sumerge la murga, un universo con inocentes en la cárceles y toneladas de prejuicios que nos atormentan. Todo encaja, las piezas hacen avanzar la máquina y la bajada es muy linda (“ya se va, te canta y baila / Doña Bastarda, mal maquillada...”).

Entonces, ¿está bien que un espectáculo de murga mame tanto de su primo el teatro, o sería mejor volver a la dorada época en que todo era más caótico? ¿Es necesario que haya hilo conductor que unifique una actuación, o debemos dejar que las murgas hablen de lo que se les cante el orto cuando quieran y porque quieren? ¿Hay que hacer reír, hay que hacer llorar? ¿Hay que hacer reír y llorar y pensar y encandilar con trajes brillantes? ¿Hay que desubicarse pero tampoco la pavada? Si esta noche no hay gente puteando en su cama porque tiene un tablado cerca y no puede dormir, ¿sigue siendo febrero? Si un verano no aparecen cientos de personas que consideran relevante aclarar en redes sociales que detestan todo lo popular, ¿sigue siendo Uruguay? Demasiadas preguntas, una sola respuesta: carnaval.