Si se pudiera comprar un tiempo compartido en un búnker, un lugar cómodo donde refugiarse en caso de catástrofe de cualquier índole, ¿quiénes serían los potenciales clientes y, llegado el momento de la verdad, cómo sobrellevarían ese inframundo? Esas premisas sumergen al espectador de Un drama escandinavo, el último estreno de la Comedia Nacional, en un cruce de pistas metaficcionales, imbricadas al uso de Spike Jonze (el de ¿Quieres ser John Malkovich?).

El espectáculo a la vez exige perseguir a los actores por el subsuelo de la sala Verdi, reacomodar el cuerpo y el código, ver en qué tiempo del relato estamos y cómo pesa el vínculo con una geografía distante, supuestamente de avanzada, congelada en un ideal.

Vika Fleitas, autora de la pieza, venía de ganar el Florencio a mejor dirección de comedia, por Smiley, del catalán Guillem Clua, cuando como resultado de un concurso para escritura en residencia, realizado el año pasado, dedicó el primer tramo de 2019 a concluir Un drama escandinavo. Dice que desde el inicio del proceso de ensayos el director Alejandro Bello Contenti “entendió que la palabra drama en el título tenía una connotación irónica, más inclinada a lo tragicómico”, y que con su equipo potenció el texto con una estética compleja desde lo espacial. Convencida de que esta es su obra más política, comparte algunas claves de una comedia que habla de cómo se construyen las tramas.

El espectáculo oscila entre la paranoia y el miedo por un lado, y el marketing y el pensamiento mágico por otro. ¿Cómo fuiste desarrollando la idea?

El germen apareció hace unos años, cuando estaba viviendo en Ciudad de México. Por un lado, por ser una zona de alta actividad sísmica, convivís todo el tiempo –aunque de manera bastante natural– con la posibilidad latente de que la tierra tiemble de un momento a otro (y sucedió, justo unos días después de haber vuelto a vivir a Uruguay, aquel terremoto devastador de 2017). Por otro, cada vez que venía de visita a Montevideo notaba una preocupación un tanto exacerbada por la inseguridad. Tanto de allá como de acá. “¿No tenés miedo? México debe ser tremendo”. Y lo es, en muchos sentidos, tremendamente bueno y tremendamente malo (me chocó mucho más convivir con el machismo, por ejemplo). Sin embargo, en los dos años que viví allá nunca sentí miedo. Y al volver acá tampoco. Por supuesto, pasan cosas, como en todos lados. Como generadora de ficción, de realidades alternativas, lo que más me llamó la atención fue el discurso. El relato que se venía construyendo de esa realidad uruguaya, la hiperbolización del miedo, que de a poco se va transformando en paranoia, en terror; una nube negra que amenaza mucho más fuerte que cualquier amenaza inicial y termina siendo un encierro mental y emocional. Porque el miedo es el opuesto de la libertad. Recordé los documentales sobre sótanos y búnkeres norteamericanos adaptados como refugios subterráneos para esconderse en caso de potenciales ataques terroristas, potenciales desastres naturales, potenciales crisis políticas, sociales. ¿Con cuánta seguridad podemos afirmar, hoy en día, que no conocemos a nadie capaz de tener “por las dudas” un búnker subterráneo? Esos “mal de la cabeza”, tan lejanos, ¿no podrían ser amigos cercanos, miembros de nuestras propias familias? Si la cuestión económica fuera un problema, remitámonos al boom noventero de los tiempos compartidos. No puedo comprarme un búnker subterráneo, pero ¿qué tal si puedo pagar por un rato de seguridad, aunque sea sólo unos días? ¿Qué tan absurdo sería? Desde chica me quedó eso de la modalidad tiempo compartido, sin duda uno de los hitos de la ilusión marketinera. Otro discurso construido sobre la posibilidad de tener algo que nunca vas a tener. Comprás ilusión, comprás ficción. El capitalismo en su máxima expresión. Así surgió la idea. ¿Qué tal si varios desconocidos deciden comprar un tiempo compartido en un búnker subterráneo, motivados precisamente por una mezcla de miedo, ilusión de seguridad y unos jugosos descuentos? ¿Qué tal si terminan, por error, compartiendo el tiempo literalmente? ¿Y qué tal si al final de cuentas no eran tan desconocidos como parecía? Sin dudas a nivel dramático el encierro es además un entorno muy jugoso a la hora de detonar los vicios y comportamientos humanos.

¿Y lo escandinavo?

Soy muy amante de los idiomas. El año pasado se me dio por ponerme a estudiar sueco, no porque tenga algún vínculo con Suecia, pero es un país que siempre me llamó la atención. A la hora de crear, me gusta tomar elementos personales y de mi presente como materia prima; no tanto buscar cosas que me inspiren de forma arbitraria, sino confiar en que si están en mí, aquí y ahora, por algo es. Así que decidí incorporar lo sueco como variable dentro del combo. No solamente como país-ilusión de una sociedad “modelo”, sino inevitablemente como uno de los países-refugio de cientos de exiliados uruguayos en tiempos de dictadura militar.

La obra tiene dos niveles ficcionales –el tiempo compartido y la serie de televisión– y ambos trabajan básicamente la comedia, pero el asunto de los cuerpos que devuelve la tierra dialoga con la realidad nacional. ¿Cómo decidiste incluirlo?

Fue una sumatoria de factores. Y serendipia, pura y dura. Por un lado, en una de las charlas iniciales, allá por diciembre del año pasado, Alejandro me comentó sobre un rito guaraní que consistía en plantar yerba mate sobre las tumbas de los ancestros; al consumirla, establecían una vía de comunicación espiritual con ellos. Esa idea me interesó muchísimo. Empecé a investigar. ¿Qué tal si la colocación de ese búnker o esos búnkeres resultaba en una profanación de antiguas tumbas indígenas? Me gustaba la idea de dialogar con el plano subterráneo, con la tierra, con lo místico, lo mitológico y todo aquello que pudiese haber inmediatamente del otro lado de las paredes del búnker. Reivindicar incluso la inocencia del elemento tierra como entidad, como protagonista y cómplice forzada, y sobre todo su capacidad de conservar la memoria. En palabras del historiador, arqueólogo, antropólogo, geólogo y paleontólogo catalán Eudald Carbonell, “la tierra es un sistema de memoria colectiva del espacio, y sobre todo del tiempo”. Al poner a Suecia en la ecuación, el vínculo con la dictadura se hizo evidente. Desde el principio del proceso, me había convertido en una suerte de dramaturga-detective (por eso el nivel de ficción del policial sueco), que debía dilucidar el misterio de la obra, como si ya estuviese escrita en algún lado, en alguna otra dimensión, y yo solamente tuviese que develarla. De pronto me di cuenta de que la ubicación/colocación de esos búnkeres no iba a ser casualidad, la empresa sueca podría ser una mera excusa; excavar para colocar los refugios subterráneos y eliminar así las pruebas de un delito de Estado. Los “ancestros” tomaron inmediatamente una carga simbólica, pero muy concreta; de repente había encontrado una pista compleja y muy dolorosa. Fue muy movilizador, porque se me reveló de un segundo a otro, sin buscarlo. Por ejemplo, ya escrito el texto y poco antes de terminar los últimos retoques, leo unas declaraciones de Julio María Sanguinetti en las cuales decía que buscar restos de desaparecidos luego de la dictadura era “impensable”, y que no se podía “salir a hacer pozos por hacer pozos”. Por si eso no era suficiente conexión con la obra, en agosto se encontraron restos humanos en el Batallón 13, y sólo cinco días antes del estreno se dio a conocer la identidad de Eduardo Bleier. Tanto Alejandro como yo quedamos profundamente conmovidos, impactados, pero de alguna manera entregados por todas las cosas de esa índole que sucedieron en el proceso.

Es una obra inmersiva, como espectadores nos vemos obligamos a compartir el espacio con los personajes. A la vez se burla de los lugares comunes desde los diálogos. ¿Cómo la ubicás dentro de tu producción hasta el momento?

Me gusta mucho dinamitar los lugares comunes, en el teatro y en la vida misma. Los dichos y las frases hechas me resultan algo kitsch y, lejos de descartarlos, los uso a favor. Me gusta tomarlos y cuestionarlos, deconstruirlos, centrifugarlos, pensar por qué siguen ahí, sobreviviendo a todo, como las cucarachas. Creo que son puntos de encuentro, cruces democráticos del lenguaje en los que paramos a descansar de los prejuicios, de las reflexiones, de los puntos de vista, de las subjetividades. Nos encontramos en los lugares comunes, porque por algo así se llaman. Si bien nos encantaría que muchísima gente pudiese ver este montaje, por las características mismas del espacio (el sótano de la Verdi) la capacidad se limita a 40 personas por función. Eso también difiere del aforo que, por lo general, tienen las obras de la Comedia. Como siempre a la hora de decidir, tuvimos que priorizar ciertas cosas y descartar otras, siempre confiando plenamente en el proyecto y defendiendo cada etapa. Siento que no es tanto una obra de teatro, sino una experiencia teatral. Y, como toda experiencia, hay que vivirla para saber a ciencia cierta de qué se trata. Siempre me interesó observar a la gente y sus vínculos. Inevitablemente, mis textos se han teñido de eso. Creo que hasta ahora solía escribir textos más introspectivos, más centrados en el sentir de los personajes, en sus micromundos. En este caso, el vínculo más fuerte es con La Realidad, así, con mayúsculas, como si fuera un personaje en sí mismo. Un drama escandinavo es probablemente mi obra más política.

Un drama escandinavo. Viernes y sábados a las 21.00 y domingos a las 17.00 en la sala Verdi (Soriano 914). Entradas a $ 190 en Tickantel y en la boletería de la sala.