¿Qué decir que no haya sido dicho sobre el vínculo entre abuelos y nietos? Ese encuentro cómplice, pródigo en recuerdos que se atesoran celosamente. En la literatura para niños es un tópico, y son frecuentes los libros que abordan esa particular relación que acerca a las generaciones de los extremos, los más jóvenes con los más viejos. En el caso de Abuela Francisca se suma un elemento que también funciona como eje de numerosas historias: el viaje al campo, la salida de lo habitual, con todo lo que esta interrupción tiene para regalar.
Después de una breve descripción de la abuela desde la mirada amorosa y escrutadora de la nieta, que se remite a tres detalles certeros que despiertan el juego de la metáfora, la imaginación y las palabras, se plantea el desencadenante de la acción: la abuela pidió que la niña fuera unos días de visita a su casa y los padres decidieron que fuera, sin consultarla. El viaje es, pues, en principio, bajo protesta. Una semana que se plantea llena de incertidumbre y posiblemente aburrida.
Sin embargo, desde el vamos la visita a la abuela se revela como una experiencia llena de sorpresas y diversión. En cada doble página Coleman y Acosta describen lo que ocurre en un día, de mañana y de tarde (o de noche). En cada caso, la abuela propone y la nieta (se) cuestiona, y en cada caso el resultado es la seducción y la sorpresa. Así, en el correr de las páginas y de los días en que transcurre la visita, se va construyendo un vínculo entre ambas, basado en la diversión compartida y la entrega mutua: la de la abuela mostrando sus pequeños secretos, y la de la nieta dejándose llevar y sorprender. De pique, la primera mañana, concluye que ver estallar el maíz “fue mágico”, y se suceden la sorpresa mojada de las ranas que saltan, las caricias de plumas en el gallinero, etcétera.
En el transcurso de las páginas –y de los siete días de visita, un número que no parece elegido al azar: es una semana, un ciclo–, lo cotidiano se mezcla con lo increíble, cada vez, de tal manera que lo pequeño se resignifica y se vuelve singular. El lector dirá que Francisca no es una abuela común y corriente: cada cosa que propone es un disparador a la maravilla, con esos elementos tan propios de la infancia que son la risa y el desenfado.
La resistencia de la nieta –cuyo nombre no conocemos, esa primera persona con la que podrá identificarse plenamente el lector–, que en definitiva es bastante débil, va cediendo paso al deseo de dejarse sorprender. Y en esa sucesión de pequeñas aventuras las ilustraciones de Acosta dan en el clavo al elegir el detalle, lo pequeño, lo simbólico, incluso la mancha, con una paleta baja que contribuye a dar sensación de intimidad y de cercanía a la tierra.
Al final, la visita concluye tan sin vueltas como empezó, con un lazo suave y vivo entre ambas: un pollito que va a la ciudad con la niña, al que abuela y nieta se disponen a buscarle –que no elegirle– un nombre.
Abuela Francisca, de Betsy Coleman y Matías Acosta. Alfaguara, $ 380.