La directora había pensado en alguien como José Pedro Varela para lucir en una de las paredes de su centro escolar. La opción era adecuada y lógica, y confiaba plenamente en la capacidad del artista para retratar al autor de La educación del pueblo. El pintor, en cambio, ya traía otra idea en mente y, como es su costumbre, la compartió, en este caso, con la autoridad magisterial. “Cristina Morán me parece una divina, y transmite una energía increíble”, le dijo, con la serenidad y la convicción de la elección correcta.
Así sucede cada vez que un personaje, por algún motivo, le llama la atención y lo convence de pintar su rostro tan grande como su leyenda. Su disfrute lo encuentra en la sorpresa de muchos o de los pocos habitantes de un pueblo, cada día, a la vuelta de la esquina, cuando vuelven a encontrarse con ese pariente sanguíneo, de ideales o de gracias, que completa sus vidas tanto como un hijo, una pasión o el aroma del pan recién salido del horno.
Todo comienza con una charla y, tal vez, la solicitud de un permiso. Luego una foto, o varias, del personaje en cuestión y una cuadrícula dibujada con lapicera sobre la elegida.
Para los ojos, la esencia de sus pinturas separa los cuadros en cuatro triángulos que lo ayudan a definir con mayor exactitud los detalles de cada mirada.
A José Gallino, también conocido como Gallino Art, le baja la presión con el sol y el calor elevado, por lo que prefiere levantarse temprano para pintar, incluso en los días más fríos de invierno. Ya se acostumbró a abrigarse y a cargar sus latas sin problemas, cuando recién amanece.
Es oriundo de Salto y se crio en el campo. Comenzó dibujando animales y luego inventó una especie nueva, con “ojos de reptil, alas, y brazos de pulpo”.
Cruza las calles del Cordón por la mitad de la cuadra como si se tratara de cualquier otro barrio más tranquilo, donde todavía juegan a la pelota, sin hora pico, ómnibus, autos, motos, tapabocas, gente apurada y un montón de ruido que no logran alterar su voz discreta ni su actitud veraniega.
Ahora tiene más propuestas y proyectos que nunca, tanto en Uruguay como en el extranjero. Además de sus antojos, una larga lista de pedidos sin resolver, incluido un retrato de Tabaré Vázquez, lo obligan a ordenar su agenda y enviar respuestas para 2021.
Puede darse el gusto de trabajar junto con dos amigos que lo ayudan en la comunicación y la producción de su obra, y su novia, que se encarga del marketing, pero reconoce que han sido muchos los momentos en que tuvo que exprimir su creatividad para generar algo de dinero. “Te pinto un parrillero o una bicicleta. No tengo problemas”, dice.
Rumbo a una de sus obras, cerca de su casa, nos cuenta fascinado todos los colores que tiene un rostro, aunque no lo sepamos. Como Walt –ya hablaremos de él–, disfruta mezclando la alquimia de sus aerosoles hasta encontrar el color que el personaje necesita. Con un pequeño alambre les quita presión para conseguir un trazo más fino, y utiliza una gama de punteros que lo ayudan con las texturas y los granulados. Con el último fondito de cada aerosol completa una sola lata hasta arriba y el color que se dispara siempre puede ser una novedad.
Su obra ha adquirido cierta popularidad, y su producción no se detiene. Se destaca por el hiperrealismo y esa gota extra de magia con la que Gallino logra conectar de inmediato a los habitantes de una ciudad, o a un turista, con ese alguien más o menos trascendente pintado sobre un muro olvidado.
En su larga lista de retratos se intercalan figuras históricas de nuestra cultura (China Zorrilla, Luisa Cuesta, Eduardo Mateo, Amalia de la Vega, Eduardo Galeano, entre muchos), artistas y deportistas de la actualidad (Viki Style, Rafael Nadal, Óscar Washington Tabárez, Chris Namus) con personajes pintorescos, simpáticos, amados o incomprendidos por sus vecinos, como el payaso Pildorita o el propio señor White.
En una tarde de descanso en Montevideo, conversamos con José Gallino.
¿Cómo se te ocurrió hacer retratos tan grandes?
Cuando empecé a pintar ya imaginaba obras grandes, tenía esa ambición. Hacés algo chico y decís “pah, pero en verdad...”. Y también tuvo que ver el trabajo de otros artistas. Vas a San Pablo y son todas medianeras pintadas. Además, las pinturas grandes son más fáciles que las chicas.
Cuando veníamos caminando para tu casa nos hablaste sobre tu estudio de los colores del rostro humano. Contanos más.
De a poco, y de tanto mirar rostros y fotos, te das cuenta de que la piel tiene muchos colores hasta en sus porosidades. No son sólo marrones y colores de piel; tenés verde musgo, naranja, rosado, violeta. La sombra de los ojos la hago con los violetas. No uso la sombra tradicional. Ahí está la parte artística de la obra, digamos. El rostro lo podés copiar de una foto y puede quedar realista o hiperrealista, pero en el juego que hacés con los colores hacés la diferencia con cualquier otro retrato. Si a la sombra, por ejemplo, le das un lila y después le tirás unas luces con naranja, ya cambia y el rostro tiene otros matices.
Y hay algo muy particular en los ojos que dibujás, ¿no?
Cuando me metí en esta serie de pinturas me di cuenta de que el cerebro humano está acostumbrado a ver los ojos. Cuando hablamos nos miramos a los ojos. A mí todavía me cuesta pila, y sigo aprendiendo de las porosidades de las pieles y los ojos. Pero sí, ahí está el punto más importante de lo que intento hacer. Si voy a pintar el rostro de Walter White tengo que encontrar cuál es su mirada característica, para que verdaderamente quede retratado con su personalidad y su historia. Para eso trabajo mucho sobre la fotografía, y hago un estudio previo del personaje. Cuando pinté a Walter White ya había visto todas las temporadas de Breaking Bad. Si pinto a [Carlos] Paez Vilaró estudio su biografía para saber quién era, cosa que no hacía en la escuela. Siempre fui malísimo en todo. A mí, además de los personajes históricos, o las figuras populares actuales, me gusta mucho pintar a personajes de la calle, de los barrios o los pueblos chicos, laburantes, buscavidas, artistas no tan conocidos pero que se ganan la vida haciendo lo suyo, como el payaso Pildorita.
Ese mural me encanta. ¿Cómo se te ocurrió?
Iba en el bus y él subió a hacer su trabajo. Cuando llegó al final del pasillo, no sé qué le dije, me hizo un chiste, me dejó una tarjetita y después lo llamé para juntarnos a conversar y sacarle unas fotos de referencia. “Dale”, me dice. “Nos juntamos en mi oficina”, y era el bar Las Palmas. Otra vez fui a Mercedes, sin saber a quién pintar, y fue la gente la que me dijo: “Tenés que pintar a Coyita”, que es uno de los personajes del pueblo. Al principio el loco no quería; después, con la ayuda de la esposa, aceptó. Fui a la casa, le saqué unas fotos, hablé con él y le terminé haciendo un retrato.
¿Qué pasa cuando los personajes se encuentran con tus pinturas?
Hay de todo. El payaso Pildorita estaba intenso. Me llamaba todos los días para ver cuándo lo iba a pintar. “¿Para cuándo el mural? Ya te conseguí un muro”, me decía. Hace unos días pinté a Natalia Oreiro en el Cerro, y ella fue hasta allá, se sacó fotos con el mural y después me escribió por Instagram para agradecerme. [Edinson] Cavani, también, muy agradecido, me mandó un whatsapp: “Bo, muchas gracias, voy a pasar a ver el mural”. Con [Lucas] Torreira terminé comiendo un asado.
¿Y con Manu Chao?
Estuve con él en Barcelona. Resulta que en un homenaje a Luisa Cuesta [en la plaza que lleva su nombre y en la que puede encontrarse su rostro pintado por el artista] apareció una gente de Francia, me dijeron que querían hacer un mural de Pepe Mujica y me contrataron para ir a Europa. Estuve unos días en Francia y después me fui a Barcelona sacando un rostro por día. Allá la cultura del grafiti es diferente: las pinturas pueden durar un mes o un día, porque enseguida otro artista tapa tu pintura. Van muchos turistas a pintar y viene el locatario y te pinta otra cosa encima. Así que conseguí una cortina que estaba virgen en una productora amiga y pinté a Manu Chao. Esa noche un amigo de allá me escribe: “Mirá que mañana a las cuatro va para allá Manu Chao a sacarse unas fotos con el mural”, y le digo: “Pah, no seas malo”. Lo había hecho como a las tres de la tarde, después de tomar unas cuantas cervezas, y el retrato parecía el del hermano de Manu Chao, nada que ver. Al otro día me levanté temprano, fui a las ocho para ahí, lo borré y lo pinté de vuelta, y quedó bastante parecido. Y al rato cae el loco en bicicleta, re bien, normal. Charlamos tranqui, tomamos un café y luego fuimos para su barrio, Poblenou, y pinté a Pablo Picasso. Esa es otra cosa que aprendí. Los grandes personajes son como cualquiera, sencillos.
¿A qué edad te viniste a Montevideo?
A los 17. Ahora tengo 34. Y me vine con una mano atrás y otra adelante a laburar, buscando la moneda. En Salto lo primero que hice fue cortar pasto con una máquina que me había comprado mi vieja, y con eso salí a la cancha. Cuando vine para acá empecé en una carpintería por 250 pesos el jornal.
Pensabas que ibas a encontrar más oportunidades.
Claro. Después trabajé como peón en la construcción, me agarraban de burro de carga, y al final estuve 12 años metido en el rubro. También trabajé mucho con un arquitecto amigo, y de a poco empecé a meterme en el mundo del grafiti. Siempre pinté, de chico, pero a los 27 me decidí a dedicarme a esto. Los murales me motivaban porque los terminaba rápido. Antes pintaba cuadros y los dejaba por la mitad.
Y ahí te metés con todo.
Sí, primero hacía murales, sin permiso. Vivía con otros grafiteros y eso me impulsó a seguir. La primera vez que agarré un aerosol fue como haber tomado un ácido. Me encantó. Igual no tomo ácido ahora, pero fue como eso; sentí que se me abrieron las pupilas y dije: “Ta, esto es un mundo nuevo y está buenísimo”. Desde el principio me acostumbré a pintar rápido e irme, para no tener problemas con la Policía, aunque algunos tuve. No entré muy bien en la movida del grafiti de Montevideo. Venía de Salto, no me invitaban a los eventos, me dejaban medio afuera, hasta que llegué a una actividad de hip hop en el Cerro [Zona Oeste], ahí me recibieron re bien, vieron lo que hacía y me empezaron a invitar a todos los eventos de hip hop.
¿Cómo es el vínculo con el espacio de la ciudad para alguien como vos?
Acá están todos los lienzos para pintar. Como te decía al principio, pintaba ilegal y me iba antes de que me vieran. Después empecé a pedir permiso, ahora incluso a veces me conocen, nos ponemos a conversar, les cuento lo que quiero hacer, o viene un vecino o un comerciante y me propone una idea y nos ponemos de acuerdo.
¿Y en tu casa, cómo llegaron las primeras pinturas, lápices, marcadores?
Allá en Salto era complicado. Cuando empecé el liceo ya estaba la crisis de 2002, fue recontra duro, y tuve que dejar de estudiar. Le robaba los materiales a mi hermano. Él pintó toda su vida, hizo Bellas Artes, allá en Salto tenía un taller y yo lo seguía. Lo mío también, de chiquito, siempre fue eso; era como muy para adentro, muy tímido, y siempre estaba pintando. Volvía de la escuela o de lo que sea y me iba derecho a pintar con lo que hubiera. Era como mi escape.
¿Cómo tomaban tus padres que te dedicaras a la pintura?
Mis padres siempre me dejaron hacer de todo. Total libertad. Yo era medio rebelde, y como era el más chico, también era medio malcriado. Mi padre se murió cuando yo tenía 19 años. Mi viejo trabajó toda la vida arrancando naranjas, estaba en el sindicato, era bastante revolucionario y siempre la luchó. De chico el padre lo abandonó, la madre se murió de cáncer, quedó solo con una hermana y enseguida empezó a vender frutas. Después se metió de sacristán en una iglesia. Toda mi familia es muy católica. Mi vieja hizo catequesis. Yo salí ateo. Creo en el arte; es lo que me hace sentir bien y es mi terapia.
Ahora parece que tenés todo medio aceitado, pero un poco más atrás en tu historia, ¿cómo era? ¿Salías en bicicleta a buscar lugares? ¿Caminabas?
Eso lo sigo haciendo. En mis días libres salgo a buscar muros. En realidad, siempre, vaya para donde vaya, voy mirando para arriba, para todos lados. Ya tengo todo Montevideo junado. A veces llega otro artista primero al muro, y yo lo respeto. No lo voy a tapar... Últimamente trato de buscar los lugares más altos, a donde no todos llegan. O si no entro a Google Maps y me recorro toda una ciudad.
Por lo general tus obras causan algún tipo de asombro o impacto. ¿Vos qué buscás con lo que hacés?
Mi placer es poder compartir mi arte con la gente en ese gran museo callejero que puede ser cualquier ciudad o pueblo. También me interesa que los turistas vean que estos murales son parte de nuestra cultura. Por ejemplo, cuando yo estaba pintando a Mario Benedetti, ahí frente al Palacio Legislativo, los pasajeros del Bus Turístico venían a ver el mural y ni bola le daban al Palacio.
¿Con cuál de los murales que has hecho tenés una relación especial? Por afecto o por otra razón.
El de Omar Gutiérrez. Cuando viajé a San José a pintar su retrato fui a su casa y me mostraron un montón de fotos.
¿Por qué fue especial para vos?
Y... a Omar lo conozco de chico. Creo que fue lo primero que vi en la tele, y en blanco y negro. Además, el loco siempre ayudó, y les dio oportunidades a todos, les daba a vida a artistas y grupos poco conocidos. O si se enteraba que había algún evento donde podía ayudar, se aparecía. Me parece re zarpado todo lo que hizo por la cultura.
¿Te acordás de cuál fue la primera imagen que despertó tus ganas de pintar?
Seguro que fue copiando algún Charoná o Condorito. Enseguida agarré el manejo de la réplica. Cuando estaba en cuarto de escuela ya pintaba a las maestras o los profesores en la parte de atrás del cuaderno, o hacía caricaturas, o dibujaba a los personajes de los cómics. Los gurises alucinaban: “Pah, cómo está eso, regalámelo”, me decían. Y les contestaba: “Bueno, te lo cambio por un refuerzo”.
¿Eso lo hacías mientras transcurría la clase?
Sí. Repetí segundo año. Era súper distraído, pasaba pintando, todo el tiempo, estaba en otro mundo. Igual me pareció re injusto repetir: no era necesario y me traumó mucho. Eso fue muy complicado para mí. Me acuerdo de que las maestras te agarraban de las mechas y te sacaban para afuera. Desde chico me preguntaban: “¿Qué vas a hacer cuando seas grande?”. Pensaba: “bombero, policía, ni idea”. Y a los 28 años me vine a dar cuenta de que lo mío era el grafiti y ahora vivo de esto.