El colapso ambiental definitivo destruye el mundo tal y como lo conocemos. Todo, absolutamente todo, queda congelado. Desde el Polo Norte al Polo Sur las temperaturas bajan a más de 100 grados bajo cero, eliminando al instante toda vida posible. Toda flora, toda fauna son ya sólo un recuerdo. Hay una única esperanza, un único reducto de supervivientes. El tren Snowpiercer, completamente autosustentable e indetenible, se transforma en el Arca de Noé. Dentro de él, las últimas 3.000 almas de la humanidad conviven y tratan de sobrevivir.
Por supuesto, las cosas no son simples. Más allá de las tremendas condiciones ambientales, el tren se transforma en un reflejo de la sociedad capitalista y salvaje: los adinerados disfrutan de los beneficios de primera clase, adelante en el tren, la clase media se ubica justamente a mitad del vehículo, y la clase baja está hacinada y sin nada en la cola de los vagones.
La premisa de Snowpiercer es simple –incluso obvia– pero efectiva. La coexistencia dentro de ese tren da mucho jugo, pero incluso con eso en mente sorprende la cantidad de veces que esta historia ha llegado a nosotros en estos últimos años, al punto de volverse una inesperada franquicia a tono con tantas otras del género.
El origen
La historieta que dio comienzo a todo esto es Le Transperceneige (traducida como Snowpiercer primero y rebautizada como The Escape después), una oscura publicación francesa de 1982. Jacques Lob en guion y Jean-Marc Rochette en dibujo (mucho gusto, encantado) se anotaron con este álbum en la popular ola de ciencia ficción de la historieta europea por esa época. Desencantado, amargo, el subgénero llenó muchas páginas de la revista Metal Hurlant (y su variante estadounidense, Heavy Metal), y, en este caso, la idea del tren y la crítica al sistema de clases eran la gran novedad.
La historia sigue a Proloff, uno de los desgraciados que viven en la cola, quien escapa a su destino pero es detenido de inmediato. A él pronto se le suma Adeline, una pasajera de clase media con buenas intenciones que busca mejores condiciones para los de atrás. Por razones casi caprichosas, ambos serán llevados hasta los vagones de adelante y gracias a su recorrido los lectores conoceremos todo el tren.
La historia es algo básica –y se precipita hacia un abrupto final que bien podemos calificar de torpe–, pero la idea de representar a la sociedad de esta manera es muy buena (y bien que se sostiene todavía a años de pensada, como demostraron todas sus adaptaciones posteriores). Aunque el guion de Lob tiene aristas por limar, el dibujo de Rochette –una suerte de alumno aplicado de Jacques Tardi– es correcto y narra bien. Es curioso, sin embargo, pensar en una continuación de la historia luego de cómo termina.
¿Cómo seguimos?
Hubo continuación, como no. Y la hubo dentro del noveno arte mismo. En 1999, el guionista Benjamin Legrand retomó donde había abandonado Lob (fallecido en 1990) e imaginó un segundo tren –Icebreaker– en The Explorers, nuevamente dibujada por Rochette (aunque ahora a color). Esta segunda e inesperada locomotora descubre que el Snowpiercer hace el mismo recorrido que ellos y que la colisión es inminente.
Con la intriga política como tema principal –quienes deciden los destinos a bordo del Icebreaker, es decir, del mundo, son la carne de la historia– y un apartado de ciencia ficción no especialmente novedoso, esta secuela tardía fue, sin embargo, un moderado éxito editorial; suficiente para permitirles a Legrand y Rochette retomar la historia en 2000 con The Crossing, un posible cierre del relato, en el que los pocos sobrevivientes descubren una señal lejana que podría indicar más sobrevivientes, pero la carrera para llegar a ellos les podría costar lo poco que les queda.
Incluso habiendo cerrado de forma contundente ya en al menos dos ocasiones, la saga Snowpiercer se negaba a cerrar calladamente. Olivier Bocquet se ocupó de los guiones –siempre con Rochette– en el cuarto (y se supone que último) volumen de la saga en 2016. Terminus narra el destino de los últimos personajes en pie en un mundo que lentamente comienza a reconstruirse luego de la debacle ambiental que diera origen a todo el relato.
Sin embargo, ese tampoco sería el final: en 2019, Bocquet y Rochette volvían a la carga con Extinction, Apocalypse y Annihilation, tres volúmenes que ofician de precuela de toda esta saga, con la acción ubicada antes del primer volumen, aquel de 1982.
Todo lo que toca Corea se vuelve oro
Más de 30 años de ficción especulativa y una historia potente llamaron la atención de la industria cinematográfica, y es fácil suponer que un relato que cuestionara de manera tan directa a las clases sociales sería muy del agrado de Bong Joon-ho, como bien lo demostrara con su ganadora del Oscar, Parásito.
El propio director adaptó el volumen original –junto con Kelly Masterson– y no cabe duda de que lo mejoró sustancialmente. Enriqueció el interior del propio tren y de la civilización que lo compone, amén de instalar una trama de acción –una revolución– que hacía que tuviera mucho más sentido ese progreso vagón por vagón.
En manos del maestro coreano el resultado es trepidante. Con un multiestelar elenco internacional –Chris Evans, Song Kang-ho (cuándo no), Tilda Swinton, John Hurt, Jamie Bell, Octavia Spencer y Ed Harris–, debería haber sido uno de esos exitazos resonantes de la industria, pero no fue el caso.
Distribuida internacionalmente por The Weinstein Company –sí, ese Weinsteins, la producción enfrentó enormes dificultades desde el momento en que Harvey en persona consideró que era demasiado larga y exigió cortes para distribuirla, a los que Bong se negó. Más de un año pasó con la película archivada –recorrió festivales en 2013, pero nada más– hasta que tuvo un estreno tremendamente limitado, lo que la condenó al fracaso económico. El boca a boca y la buena recepción crítica motivaron un reestreno en 2014 en más salas, pero ya era tarde.
Bong Joon-ho tendría, sin embargo, revancha.
Un Orient Express posapocalíptico
La producción de TNT –distribuida por Netflix– toma como base la película de Bong, quien oficia de productor ejecutivo junto con otro gran maestro del cine coreano, Park Chan-wook y nos vuelve a instalar en el Snowpiercer.
Una vez más, el tren que no para es la última esperanza de la humanidad, y allí conviven los pocos sobrevivientes del mundo congelado, con los ricos en punta y los pobres en la cola. Los primeros explotan a los segundos, los segundos planean una revolución.
Encabezada por Jennifer Connelly –la cara más reconocida del elenco–, la serie retoma el concepto de la película pero hace borrón y cuenta nueva con los personajes, aunque los inserta en el mismo universo que proponía el director coreano.
El gran aditivo, la diferencia, digamos, es que la serie incluye un misterio policial: un pasajero de tercera (la clase media, digamos) ha sido asesinado, y el único detective a bordo (Daveed Diggs) viaja en la cola. Por tanto, es extraído a la fuerza para que investigue, mientras se cocinan diferentes tramas en todos los puntos del tren.
Con apenas dos episodios estrenados –la serie sigue el formato tradicional de uno por semana–, el resultado hasta el momento es, con suerte, tibio. No porque le falte producción (en ese aspecto es impecable) ni porque hayan grandes cambios hechos al argumento principal, sino por la presentación deslavada y poco inspirada de la propia trama.
Tampoco ayuda en esta oportunidad tener tanto más para desarrollar lo mismo: las premisas que el vértigo de un film no nos permitía analizar con detalle, aquí, desarrolladas con calma, son vergonzosamente inverosímiles. Tal vez porque la excusa policial fuera innecesaria, tal vez porque los conflictos son más burdos y no prometen ser bien resueltos o tal vez porque el encare es tan parecido que uno no deja nunca de recordar la versión anterior, Snowpiercer suena a un regreso a la televisión de antes, de fines del siglo XX, aquella que era tan solo una versión más barata de lo que habíamos visto, más y mejor, en el cine.