“Los Beatles lo sabían”, exclama con la soltura de una obviedad mientras elige caminos entre la lluvia rumbo a la escuela de sus hijas. Le gusta manejar y volantea las curvas con placer: “Cuando manejo siento que tengo cierta libertad, pero debe ser algún concepto arcaico que me entró con alguna publicidad de autos”. Dice que es difícil de explicar lo que está tratando de hacer con su nueva música, pero su vocación docente le permite a este limitado aficionado al rock entender exactamente cómo funciona la mezcla para lograr el producto final.
“Mi intención es que se entienda ese fluir y ese devenir de las cosas. Además de unir el mundo de las canciones, también quería unir sus públicos. Abrir cabezas y sensibilidades”. La cantante, compositora, directora coral y arreglista Carmen Pi, junto a su colega el músico Gustavo Reyna, elaboró un espectáculo de canciones populares contemporáneas (en su mayoría uruguayas) que dialogan con piezas de música culta y canciones populares con cientos de años a sus espaldas.
Pero ¿cómo lograr los encuentros? Por ejemplo, el que se sucede entre Bach y Eduardo Mateo en “Aria para Mateo” (una de las piezas del espectáculo y el disco en vivo De espinas y flores): “En algunos casos, ya sabés que ciertas secuencias de acordes se vienen escuchando desde hace mucho tiempo, y así están armadas diez mil ochocientas canciones del mundo. ‘Hoy te vi’ [de Eduardo Mateo] es una de ellas. Sobre esa armonía empieza Bach (‘Aria de la Suite nº 3’) y vos no te esperás que venga Mateo”, dice. “La música es música y cualquiera puede ser atemporal o trascendente, y en ese momento son parte de una misma cosa. Y además, ¿de dónde saca Mateo eso? ¡De los Beatles! Ellos, con George Martín, usaron esa secuencia armónica que viene desde el Barroco. Están ahí, así de cerca. Era como decirles ‘tóquense las manos, que son amigos desde siempre’”.
Su obsesión por este tipo de encuentros no es nueva, como tampoco su notable capacidad para encontrar esos nudos emocionales a través del tiempo. Ya pasaron diez años desde aquella tarde en que muchos uruguayos se deslumbraron con su voz y su piano mientras escuchaban el programa Justicia infinita. Carmen también tenía la radio prendida en su casa, y estaba convencida de que su fracaso sería rotundo y de que el jurado popular le bajaría el pulgar para siempre: “Ese día yo era un saco de nervios y no paraba de dar vueltas”. Un disco homenaje al grupo pandense Buitres le había dado la oportunidad de grabar una versión desnuda de ‘Afuera la lluvia’ que estaba a punto de ser estrenada y escuchada por unos cuantos miles de jóvenes. Inmediatamente después de la última nota, la reacción de los oyentes fue inmediata y positiva. En los mensajes de texto leídos por los conductores del programa radial se reiteraba la sorpresa, la admiración, y sobre todo la emoción provocada por aquella canción fuera de libreto, que dejó boquiabiertos y sin saber qué hacer con el pogo a un montón de jóvenes y viejos punks.
“¡Acá está mi madre!”, dirá con orgullo un rato más temprano y protegida del temporal en una cafetería (con libros) de Pocitos, cuando la encontramos en un librito de la Temporada Sinfónica 1994 del SODRE: “Lilián Zetune. Graduada en el Conservatorio de Música, donde fue alumna de los maestros Hugo Balzo, Lauro Ayestarán y Alma Reyles, entre otros. Directora del cuerpo coral del SODRE”.
Carmen suena agradecida y humilde. Quien no la conozca difícilmente pueda imaginar su notable trayectoria artística y musical en los ámbitos de la música culta, clásica, y popular, ni el tipo de reverencia que le rinde toda una generación de cantantes, tanto profesionales como de fogón. En su primer disco solista, Puntos cardinales, interpretó, entre otras, canciones de Fernando Cabrera (“Por ejemplo”) y Jorge Drexler (“Un país con el nombre de un río”), y en el segundo, Jardín carmín (2014), probó con algunas composiciones propias. Con su grupo Coralinas supo conjugar todas sus pasiones: tocó con la Sinfonía de Montevideo, homenajeó a Ruben Rada, Laura Canoura y a los suecos de ABBA.
En medio de su agitada jornada, luego de una de sus clases en el Colegio San Juan Bautista –donde trabaja como docente de coros de niños y adolescentes–, charlamos un rato mientras se toma un espresso. Sus clases continúan hasta largas horas de la noche en otra escuela, y con los ensayos para su espectáculo.
¿Qué recordás de tu madre trabajando?
Cuando era niña, me acuerdo que con mi hermano corríamos, jugábamos, pintábamos, mientras mi madre preparaba los madrigales con sus coros y pasaba las voces. Hoy me doy cuenta de que todo eso caló hondo en mí. La veía al frente de su coro, y después para mí era natural escuchar todas las voces. Cuando volvíamos a casa con mi hermano cantábamos las líneas de todo lo que mi madre había enseñado; lo habíamos absorbido. También me doy cuenta de la potencia de lo que fue ver a mi madre al frente de algo, y su fortaleza. Recuerdo cuando dirigió orquesta, y algo que particularmente me marcó fue en Ecuador [Carmen nació en Perú y vivió hasta sus nueve años en Ecuador]. Dirigía el Magnificat de Bach, la soprano solista se enfermó y ella tuvo que tomar su lugar. Yo la tenía de directora, pero nunca la había visto como cantante. Tenía un vestido negro largo. Para mí eso fue muy impresionante.
¿Cuál es el teatro más importante allá?
El Teatro Sucre, que es como el Solís, hermoso. Y las iglesias que están hechas con oro, increíbles. También recuerdo cuando mi padre [el antropólogo Renzo Pi Hugarte] tuvo un infarto y una operación al corazón. Nosotros éramos chicos; yo tendría siete, ocho. Mamá tenía un primer concierto muy importante, ella lo quería suspender, y papá le dijo que no, que lo hiciera igual. Me acuerdo ahora y me emociono. Era la primera vez que ella dirigía una orquesta. Mi padre estaba muy grave, y mi madre terminó de dirigir y se fue al hospital. Yo escuchaba esa música y lloraba.
Siempre me llamó la atención la cantidad de agradecimientos y el respeto que te tienen otras cantantes que estudiaron contigo, sobre todo, por la poca diferencia de edad entre ellas y vos.
Bueno en este colegio del que vengo ahora empecé a trabajar a los 20 años. Allí yo tuve un coro de niños que se transformó en un coro de liceo, y de esas mismas cantantes es que sale Coralinas, de donde salen Papina de Palma e Inés Errandonea, por ejemplo. Cantantes más jóvenes que yo pero que de alguna manera crecieron en ese espacio. Hay otras colegas, además, que han pasado por mis clases particulares. A mí me gusta mucho la docencia, y creo que tiene que ver con mis dos padres. Los dos eran docentes que disfrutaban de la docencia.
De forma muy temprana te parabas con cierto conocimiento, y con autoridad, ante un grupo de estudiantes.
Sí, no empecé a dar clases a los 20, pero sí empecé a trabajar con coros. A los 11 años decidí que quería estudiar música. Cuando conocí el piano de mi abuela, aquí en Uruguay, le dije a mi mamá: “Mandame a estudiar piano”. Tal es así, que cambié el horario de la escuela para poder ir, lo cual me significaba un esfuerzo. Luego, cuando entré al liceo, sabía que quería seguir estudiando música y que podía entrar a la Escuela de Música con tercero aprobado. ¿Por qué te cuento todo esto? Sabía que lo que amaba era la música pero no sabía bien qué. No estaba decidida. A muchas niñas o jóvenes les pasa que dicen: “Yo quiero ser cantante”. A mí eso no me pasó. Tampoco era que compusiera. Cantaba algunas cosas, pero de manera muy tímida. No me gustaba que me escucharan en casa. Lo hacía a solas cuando no había nadie. Me gustaba mucho sacar canciones de otros, armonías, mientras escuchaba la radio y me distraía de mis estudios de música.
¿Y el piano de tu abuela estaba en tu casa?
Sí, nos lo dio. Cuando mi mamá ganó el concurso de directora estable del coro del SODRE, el piano pasó a estar en casa. Por un tiempo estudié piano arriba de la mesa del comedor, con un dibujo, pero es muy frustrante. Pero después tuve el piano. Durante muchos años todo lo que hacía me parecía que no valía la pena como para mostrarlo.
¿Qué te fascinó de ese piano?
En Ecuador, donde viví toda mi niñez, la gente no tenía piano en su casa. Antes aquí era mucho más común. Y lo que me fascinó fue que me senté en el piano y enseguida empecé a sacar melodías con las dos manos. Vi que tenía facilidad. Pensé: “¡Es esto!”. Como que entré en conexión con el instrumento, sentí que podía y que había algo que me hacía sentir bien.
En mi casa, mi padre sin darse cuenta ponía una vara súper alta de saber, y yo siempre sentí que no podía con eso. Sabía de todo y tenía una gran memoria. Su personalidad era avasallante; mi hermano, que me lleva un año, le seguía el trote, y eran muy lectores los dos. Yo siendo una niña no podía, y eso me hacía sentir menos. Creo que cuando encontré el piano lo que pasó fue que sentí como “esto es lo mío, es por acá”. Me agarré de eso como de una balsa de rescate.
Y empezaste a estudiar.
Empecé a estudiar, pero además me sentía feliz. Me sigue pasando. Es un entusiasmo que me da emoción, me cautiva, lloro. O sea, la música, no sólo el piano.
Y luego entraste al Conservatorio.
Y ahí me planteé: ¿qué hago? Y por descarte me anoté en canto. La prueba de piano era muy exigente, mientras que canto me pareció más fácil, y en definitiva, yo quería seguir instruyéndome pero no quería ser cantante. Después entré en la Escuela Universitaria. ¿Y cómo voy a dar a la dirección de coros? Cuando voy a dar el salto al ciclo superior, cuando pasás a la universidad, otra vez me encontré con el problema de “¿qué hago?”. No sabía qué carrera seguir. Mi mamá me dijo: “¿Por qué no vas a hablar con Coriún Aharonián?”. Fue una charla divina, la única que tuve con él. Me habló mucho, me dijo que los currículums y los papeles en un músico no servían para nada. Fue una charla súper motivadora, y no me preguntes cómo, pero me dio manija para que me anotara en Dirección Coral: todo lo que yo no quería. La amo, pero yo no quería ser igual a mi madre. Me sugirió eso porque me habló muy bien de quien daba esa materia, que era Sara Herrera. Me anoté en Dirección Coral, fue una buena decisión y Sara, una gran maestra; conocí grandes compañeros, y a partir de entonces se me ocurrió anotarme en Dirección de Orquesta, y estudié con [Federico] García Vigil. Al final, todas esas crisis de nervios se diluyeron y mantuve mi amor por la música popular.
Otra gran maestra fue Cristina García Vanegas, que fue además una gran influencia a nivel de dirección. Mi primer trabajo, como asistente, me lo dio Cristina.
Y vos como docente, más allá de lo técnico, ¿qué es lo que siempre intentás transmitir?
Pasión, vida, despertar. No esa cosa lánguida. A mis estudiantes trato de transmitirles el amor por lo que estamos haciendo. Y la verdad creo que lo he logrado. No soy tan vieja, pero ya estoy en un tiempo en el que he podido recibir mucho agradecimiento. Es más, no importa si no está eso, me alcanza con saber que algo creció y germinó, con ver que simplemente funcionó. Hay gente que te escribe, no importa si se dedica o no a la música, y te dice: “pah, me re acuerdo de las clases que dabas” o “yo conocía a tal autor contigo”. Siempre traté de transmitirles a los niños muchos autores nacionales. Esa es mi misión como docente y educadora. Nuestra labor debe ser darles cosas que ellos no conocen y que cada vez están más lejanas, y que tienen que ver con nuestras raíces. No las van a apreciar ahora, pero quizá lo hagan en un tiempo.
¿Cómo conociste la música de Alfredo Zitarrosa, Mateo, Eduardo Darnauchauns?
Con Zitarrosa tuve un contacto más directo. Él estuvo en Ecuador, dio un recital y fue a nuestra casa, donde además se lo escuchaba mucho. En mi casa sonaba música clásica, tango y mucha música popular: Los Olimareños, Mercedes Sosa, música folclórica, algunas otras cosas raras que papá ponía, lo que se llamaría hoy worldmusic. Tengo una foto con Zitarrosa, en la que está con mi papá y estoy yo ahí, un piojo, con mi hermano.
¿Todavía recordás esos momentos?
Sí, me acuerdo de haber ido a su concierto. Y también, de un amigo de esa época que agarraba la guitarra y cantaba “Latinoaméricaaa”. Como que jugábamos a ser Alfredo Zitarrosa. Pero lo que más recuerdo de aquel encuentro en casa es el humo. Los grandes fumaban y hablaban de política, de Uruguay, como todos los exiliados, y nosotros nos dedicábamos a jugar y a correr alrededor. Después, llegué primero a Darnauchans y luego, en la adolescencia, a Mateo, que me costó más. Las primeras canciones que escuché del Darno fueron “Como los desconsolados” y “Desconsolados 2”, canciones que te pasaban en las guitarreadas con los compañeros de estudio. De Mateo recuerdo haber ido a un recital en Pocitos donde lo estábamos esperando, porque se había olvidado un bajo, y creo que el recital lo organizaba Pepsi y agradeció a Coca-Coca. Yo tendría 13 años.
Y también escuchabas música uruguaya más nueva.
Sí, y rock de momento, argentino, los Redondos, Sumo, también U2, Dire Straits.
Muchos músicos y cantantes hablan de que en determinado momento encuentran una voz propia y un estilo. ¿Cómo funciona eso?
Son dos búsquedas diferentes. Con respecto a la voz, yo hice mi camino y no me fue fácil. Cuando empecé a cantar, descubrí que me gustaba cantar música popular pero me sentía frustrada porque cantaba como en coro. Mi voz y mi impostación no funcionaban para la música popular. Mi formación era clásica. También es una edad, a los 15 o 16 años, en que todavía estás con cambios de todo tipo, a lo que se suma que en esa época no había docentes de canto popular. Yo me escuchaba y no era lo que esperaba, pero fui probando y sobre todo tratando de hacer música. La primera grabación mía con una banda que yo escuché fue paupérrima.
Vos sentías eso.
No, no. Fue paupérrima. Tenía 17 y los músicos de la banda [los hermanos Ibarburu] estaban en un nivel que no podía ser. Ahí cantaba un tema sola, el recital se grabó, y cuando puse el casete en mi casa, me puse a llorar frente al grabador y le dije a mi mamá: “No me dedico más a la música”. Me sentí muy frustrada. Por suerte, fui muy perseverante, pero fue un golpe durísimo. Era otro mundo: ensayabas sin micrófono, sin nada, en un galpón. Ese día me desmoroné, mi madre me sostuvo como siempre y de alguna manera seguí, pero mi amor era la música popular.
¿Y el estilo o sonido propio?
El otro día escuchaba a la querida Laura Canoura y realmente me sonaron mucho sus palabras. Yo no sé si no soy una intérprete que a veces compone. Laura decía algo así: que en su carrera tenías esas dos vetas y a veces se abría la ventana de una o de la otra. Este disco, este espectáculo, De espinas y flores, llega porque yo sentía que no estaba componiendo, me preocupaba por eso, y en un momento me dije: “Voy a hacer otra cosa, a dirigir mi creatividad hacia otro lado, porque estoy como bloqueada”. De todos modos, creo que este recital tiene mucho de creativo.
Son canciones populares contemporáneas con música muy antigua.
De diferentes épocas. Cuando llamé a Gustavo Reyna, que es mi amigo y compinche, le dije: “Se me ocurrió vincular canciones populares con música muy antigua, donde se habla de los mismos temas, la vida, la muerte, la alegría, el amor”. Me pareció interesante hacerlo sobre todo con canciones de acá.
¿Y la búsqueda hacia atrás cómo se da?
Le planteé a Gustavo algunas cosas que tenía pensadas. A él le gustaron y enseguida empezó a aportar, porque es un gran conocedor de la música antigua. Fuimos zapando y probando sobre el acervo musical de cada uno. Yo le decía: “Quiero que sean como capítulos de un libro”.
El disco tiene algo extraño y sorprende.
Sí, te sorprende. Técnicamente me exige cantar de una manera popular en la que vos tenés que ser franca y no impostar, tiene que ser muy dicho, como la voz hablada, y de un momento a otro tengo que cantar con otra técnica. Eso exige un dominio del instrumento que puedo lograr ahora y antes no se me hubiera ocurrido. Es muy lindo ver cómo las cosas ocurren por todos los caminos que una transitó. Ese picoteo de mil cosas, y todo el matete que tenía en la cabeza, me permitieron hacer esto. Por eso a mis estudiantes siempre les digo: “No desestimen nada, no se sientan frustrados, no se dejen vencer, porque todo en algún momento se une y encuentra un sentido”.
Viernes 4 de setiembre a las 21.00 en Sala Zitarrosa (18 de Julio 1012). Entradas a $ 600 por Tickantel.