Todo comenzó porque en la narrativa superheroica los cambios nunca son permanentes. A finales de los años 50, buscando revitalizar a algunos de sus personajes, DC Comics mantuvo sus nombres y poderes, pero les cambió sus orígenes. Linterna Verde, por ejemplo, pasó de tener un anillo mágico a uno que lo identificaba como integrante de una fuerza de seguridad intergaláctica. El nuevo Flash no tenía supervelocidad por aspirar vapores de agua pesada, sino por un rayo que cayó en su laboratorio lleno de químicos.
Pocos años después, en 1961, los mismos editores tuvieron la genial idea de presentar una historia en la que el nuevo Flash se encontraba con su predecesor (el de los vapores). Allí explicaban que además de la Tierra que ocupaban los personajes actuales existía una Tierra 2 que daba cobijo a las versiones de los años cuarenta de todos los héroes. Un universo paralelo al que, convenientemente, Flash podía viajar cambiando la vibración de sus moléculas.
Con los años, la compañía depositaría los personajes que compraba a otras editoriales en sus propias Tierras paralelas, que unió en una sola en una famosa historia de 1985. Pero, recuerden, nada es permanente. Así que de una forma u otra ese Multiverso ha ido y venido en los últimos años, ampliando las posibilidades de guionistas y dibujantes.
Marvel también tiene su versión del Multiverso, que recién introdujo en 1971 y cuya característica más reconocible es que, así como la Tierra principal de DC era llamada Tierra 1, el mundo principal de la competencia es la Tierra 616. Este guiño del guionista Alan Moore les recordaba que no se creyeran la gran cosa, que había cientos de otras Tierras tan importantes como esa.
Multidolor de cabeza
La principal razón para quitarle importancia a este concepto (de parte de Marvel) y obliterarlo por completo (en el caso de DC) era la supuesta confusión que planteaba a los lectores, que nunca tuvieron problema en comprender esos intríngulis, como tampoco necesitaron que alguien les explicara quién infla las ruedas del Batimóvil.
En el ámbito de las adaptaciones audiovisuales, los ejecutivos controlan la cantidad de versiones presentes de un superhéroe en simultáneo para que no afecten el total de la recaudación. Sin embargo, con las grandes audiencias abrazando y aceptando a la narrativa superheroica, era cuestión de tiempo antes de que el Multiverso asomara sus infinitas colas.
Primero fue la genial Spider-Man: un nuevo universo, donde Miles Morales era un flamante Hombre Araña que cruzaba su camino con otras versiones, incluyendo un Puerco Araña (que en los cómics existía mucho antes que en Los Simpson) y un Hombre Araña noir.
Hollywood se dio cuenta de que esta herramienta permitiría algo mucho más atractivo para la taquilla: lograr que actores que habían interpretado a un superhéroe regresaran y compartieran aventuras con su nueva iteración. El puntapié inicial lo dio la entretenida _Spider-Man: sin camino a casa, donde hasta tres versiones de Peter Parker compartieron pantalla y aventura.
No tan extraño
La secuela de Doctor Strange se prometió con aventuras interdimensionales desde su título: Doctor Strange en el Multiverso de la Locura. Una película entretenida, que no necesita tanto conocimiento previo como se presuponía, pero que por momentos parece tratarse de dos películas luchando por prevalecer. Por un lado, una típica película del Universo Cinematográfico de Marvel (UCM); por el otro lado, una película de Sam Raimi.
El director de la primera trilogía de películas de Spider-Man (aquellas con Tobey Maguire en el papel protagónico) hace su debut en la película número 28 de una saga que comenzó en 2008 con la primera aventura de Iron Man. Las reglas están claras y, más allá de que algunos directores como James Gunn en Guardianes de la galaxia y Taika Waititi en Thor: Ragnarok les agregaron su toque, no dejan de ser historias en las que los personajes comienzan en el punto A y deben terminar en el punto B.
El toque Raimi aparece en algunos componentes terroríficos de la película, que por supuesto están lejos de su saga The Evil Dead, pero que seguramente impresione a los espectadores más menudos. Por ahí se cuelan algunos guiños como los zooms violentos, las transiciones o los monstruos que recuerdan a la filmografía de Ray Harryhausen. Claro que el guion no es suyo sino de Michael Waldron, y de hecho Raimi fue la segunda opción después de que Scott Derrickson, director de la primera película del doctor, abandonara el proyecto citando las famosas “diferencias creativas”.
La historia, entonces, es la versión UCM de los viajes por el Multiverso, con toques de Raimi para sacarla un poco de la fotografía tradicional. La llegada de una jovencita proveniente de otro universo obliga a que Stephen Strange (Benedict Cumberbatch) enfrente las debilidades que se repiten en las otras realidades y se enfrente a un enemigo que quiere utilizar los poderes de la recién llegada. Hasta ahí, nada fuera de lo común.
Dicho esto, el guion tiene la buena idea de colocar una “batalla final” en los primeros minutos, en lugar de ir subiendo el riesgo de a poquito. Por supuesto que no se terminará todo allí, o estaríamos ante un cortometraje, sino que habrá algunos saltos de mundo en mundo, con sus consiguientes doctores Strange y, ocasionalmente, algo de la locura prometida en el título. Raimi no sólo hace equilibrio entre su estilo y el de la compañía, sino que también tiene que balancear el platillo de la historia propiamente dicha y el de las “recompensas” para los fanáticos, que incluyen un par de apariciones cortas pero jugosas.
Es quizá en la escena en la que dichos cameos finalmente se presentan en cámara, en donde el film comete el mismo pecado que el UCM repite en casi todas sus entregas: para ser una saga que abraza los clichés de la narrativa de superhéroes y remite cada vez más a las historietas, sigue sintiendo mucha vergüenza de tomarse en serio lo que ocurre. En un mundo de dictadores interplanetarios, mapaches parlantes y libros del mal (y del bien), los guionistas siguen insertando comentarios cínicos, por si algún mayor de edad llega a pensar que el nombre de tal personaje es ridículo o aquel traje es demasiado colorido. Sin mencionar la máxima de Joss Whedon de poner un chiste después de cada momento profundo, que solamente dinamita los momentos profundos.
Con tantas luchas intestinas, era previsible que el resultado fuera la destrucción total de la película. Sin embargo, termina prevaleciendo una sensación de divertido caos. De pronto, la locura del título viene por ahí.
Doctor Strange en el Multiverso de la Locura, de Sam Raimi. 115 minutos. En salas de cine en versiones dobladas y subtituladas.