Son las tres de la tarde en la plaza Varela en un día soleado de otoño. Gastón Rusito González recorre las veredas del barrio a un ritmo gracioso, algo apurado, mientras fuma unas pitadas de un cigarro, antes de empezar la entrevista. Como todos los días, se levantó muy temprano.
Cada semana, de lunes a viernes, arranca a las 10.30 la conducción de Vamo arriba en Canal 4, con un desbordante optimismo que no puede evitar ni explicar demasiado. “Sigo aprendiendo el código del medio. Ligué con un equipo de laburo divino, la gente del canal me ha ayudado mucho”, explica.
“Yo soy energía pura, y sé que a veces es necesario bajar un poco los decibeles o hacer algunas pausas, porque tenés que manejar diferentes climas y contemplar la edad de cierto público que te está viendo. Uno se tiene que adaptar y saber dosificar la energía, pero sigo pensando que me gusta vivir así, con mi ritmo. Me parece que me mantiene activo, y más de mañana. Mi actitud es: ‘Me como el mundo y salgo’. Trato de ir aprendiendo sin perder mi esencia”, asegura.
Con el mismo espíritu y humor encaró la conducción del programa de entretenimientos Sopa de letras y ahora se prepara para estrenar la obra Bajo terapia en el teatro Undermovie y para volver a la categoría parodistas, en la que interpretará a Ariel Pinocho Sosa en la propuesta 2024 de los históricos Zíngaros.
Cada vez más parecido a su padre, el actor Carlos Bananita González, el Rusito tiene sus propias máximas sobre su profesión: “El artista es un equilibrista que camina todo el tiempo intentando no caerse”, dice, y reconoce que, desde muy chico, nunca pensó en otro destino para su vida. “Quería estar arriba de un escenario, en el más grande del mundo o en el tablado más chico. Nunca me desvié de ese punto de llegada”.
Si pudiera elegir qué más hacer en tevé, piensa en un nuevo programa de entretenimientos, en el que pueda “divertir, emocionar y generar algo en el público”. Su carrera está ligada fuertemente al carnaval, donde encontró un espacio ideal para dotes artísticas y gran reconocimiento del público y la crítica, en buena medida por sus actuaciones en el conjunto de parodistas Los Muchachos. En 2023 fue parte del plantel de la murga La Nueva Milonga y su personaje de cupletero salía a escena a defender al público carnavalero, como una alegoría del patrimonio cultural uruguayo, amenazado por los embates privatizadores de la economía mundial y por algunos actores políticos de turno.
Podría decirse que ese traje –apenas un mameluco para entreverarse entre la gente del Teatro de Verano y los tablados– le quedó a medida, sobre todo cuando cuenta cuál es su recuerdo recurrente del carnaval: “Todavía me impacta. Es el aroma de los trajes de Curtidores de Hongos del 95. Ese día fui a un ensayo en el Club Nueva Palmira. Estaban pintando los trajes, eran capas verdes y negras, y otras rojas y negras. Yo tenía cuatro años y Bruno Medina, el hijo de Benjamín Medina, me prestó uno, que estaba con la pintura fresca, y cada vez que siento ese aroma me transporto a aquellos Curtidores”.
En tu niñez, tu viejo siempre estaba actuando en algún conjunto. ¿Vos ibas al tablado?
Sí, claro. Primero mi madre me llevaba al desfile y al Teatro de Verano. Y después iba con papá con la murga Don Timoteo, en el 97. Empecé a ir un día sí, un día uno. Tengo muchos recuerdos de ir en la bañadera con la murga. Por ejemplo, de sentarme adelante con Jorge Cocina Márquez [el director]. A él no le gustaba que se sentara nadie con él. Iba con su guitarra y su toalla blanca. Cuando iba yo, me decía: “Usted sí”. Y lo que son las vueltas de la vida: yo debuto en carnaval mayor en 2009 en la murga Todavía No Se Sabe y él era el director. Cuando se habla de gente que marcó estilos –como el Pitufo Lombardo, Agarrate Catalina, La Mojigata o la BCG–, Cocina con su musicalidad también marcó un estilo murguero, sin ninguna duda.
Te gustó la murga como a tu padre. A algunos, en tu lugar, les pasaría lo contrario.
Sí, claro. O te fascina o lo detestás. A mí me fascinó. Creo que incluso más que a mi viejo.
De chico, con mi vieja, vivíamos enfrente a la playa Malvín. Y siempre cuento que en una época en la que no teníamos un mango, un día que había prueba de admisión en el Teatro de Verano, salimos a caminar los dos por el barrio; yo le decía a mi madre: “Está precioso, sigamos un poco más”, y así nos fuimos hasta el Buceo. “Bueno, volvemos”, dice mi madre. Y yo: “Dale, vamos un poquito más”. Llegamos hasta Pocitos y ahí medio que se da cuenta: “Gastón, ¿vos no me estarás llevando al Teatro de Verano?”. Y fuimos y volvimos caminando. Esa noche estaban dando prueba Los Jackets, con Luis Alberto Carballo y el Cacho Denis, tremenda dupla de parodistas.
Le hiciste una jugarreta a tu vieja.
Y esa es la enfermedad que tengo. Yo juntaba moneditas para entrar al tablado del Malvín. O cuando mi viejo no salía, me quedaba en la puerta del tablado y buscaba a algunos de sus colegas que sí salían ese año para que me dejaran pasar con ellos. Para mí, carnaval es todo el año. Más allá de que hago cosas en televisión y en teatro, siempre estoy pensando en carnaval.
Nombraste a Cocina, a tu viejo. Arriba del escenario, ¿quiénes eran tus preferidos?
Muchos. Carballo fue uno. Él era Mick Jagger cuando llegaban los Adams al tablado. Después tuve la suerte de trabajar con él y de entablar un vínculo de amistad. Y después, Pinocho [Ariel Sosa]. Un personaje con un imán muy especial. Tengo una historia muy linda con él. Yo comencé en la categoría parodistas, con Zíngaros. En 2001, Pinocho sale en Los Crazys, que hacían parte de la película Perfume de mujer como enganche de parodias, y a él le tocaba interpretar el personaje de Al Pacino. En un momento bajaba a la platea, y éramos como 30 gurises en la bajada del tablado del Club Malvín, y al único que le toca la cabeza es a mí. Después, con los años, me decía: “¡Ese día yo te elegí!”. Una típica de él. Un crack. También te puedo nombrar a Aldo Martínez, que es un gran referente, Miguel Pendota Meneses, Claudio Rojo. Horacio Rubino, a la hora de escribir. A todos ellos les saqué cosas prestadas.
En 2023 saliste en un título muy importante, La Nueva Milonga. ¿Cómo fue esa experiencia?
Divina. Una murga con mucha mística y folclore alrededor. Era muy fuerte cuando venían vecinos de cierta edad a contarte historias del Tito Pastrana, o que se enamoraron viendo a esa murga cantar. Y después, salir al lado de Julio Pérez, de Marquitos Gómez y con [el [director escénico] Rafael Antognazza adelante fue soñado, o decir nada más: “La Nueva Milonga”, con esa batería detrás. Todo fue mágico para mí. Yo estoy muy identificado con la categoría parodistas, pero la murga es mi primer amor, es lo que consumo todo el día. Es esa novia que nunca olvidás. Yo escucho a alguien cantar murga y me puede.
¿Pesó salir en un título así?
Tal vez un poco. Pero lo llevé fácil porque el grupo me conocía de chico y me la hizo fácil. Ellos se acomodaron a esta época y yo me amoldé también a ellos. A ver, yo tengo 32 años y estoy con el chip de las nuevas generaciones, y me encanta, pero respeto lo que hubo antes. Por suerte, en muchas cosas se está mejorando. Tampoco creo en eso de que el presente es lo mejor. Odio cuando la gente se olvida del pasado. Gracias a los viejos murguistas yo estoy acá, tal como les va a pasar a las futuras generaciones con lo que se está haciendo ahora. Todo en su medida sirve para lo que se está construyendo.
Yo llegaba a un ensayo y jodía con que estaba en el Museo del Carnaval, pero me gustaba escuchar a los compañeros con cosas que tal vez compartía o no, pero cuando te hablan de otros carnavales, con otras perspectivas, siempre hay cosas que podés aprender si escuchás con atención. La verdad es que fue como un viaje por un crucero murguero junto a leyendas que nunca imaginé que iba a tener al lado.
En los dos últimos carnavales, con Los Muchachos y La Nueva Milonga, parte de tus monólogos se basaba en una defensa del carnaval. ¿Algo de eso tuvo que ver con una necesidad personal?
Sí, estaban los libretos, pero también es personal, porque yo me siento parte del carnaval. Salí del Hospital Italiano y ya estaba en un pedregullo. Sé lo que se vive, el esfuerzo que se hace y lo que me mueve el carnaval. Me parece que en nuestra sociedad muchas veces por poner adelante una bandera o una etiqueta se desprestigia un hecho artístico o a una persona que está sobre el escenario.
La fiesta es divina, con sus corsos barriales. Eso está bárbaro. Pero acá tenés obras de arte y una gran diversidad de manifestaciones y de artistas haciendo cosas y diciendo cosas. Y no importa cuál sea el mensaje político o la ideología. Lo que se hace arriba de los escenarios acá es maravilloso. En otro país pueden preparar un espectáculo con mucho tiempo. En el carnaval uruguayo ensayás seis meses donde podés, haciendo Romeo y Julieta sin balcón, y por ahí, cinco minutos antes de que se abra el telón, aparece, pero vos ensayaste con un bidón y una escalera. Además, es la única expresión en la que el artista va por los barrios y dice: “Acá estoy”. Esa magia no tiene competencia.
A vos, además, te gusta el humor político.
Sí, entiendo que no es lo mismo el humor que defiende una sola bandera que propiamente el humor político. Y quizás algunas críticas recientes tengan que ver con que mucha gente descubrió el carnaval con el actual gobierno. Con el Frente Amplio en el poder también se hacían chistes, con los colorados también. Creo que hay más papistas que el papa. A veces las redes sociales cambian el sentido de algunas de las cosas que dicen los espectáculos, y eso también se mezcla.
A mí me encanta el humor político. Lo defiendo. Entiendo que hoy hay que cuidarse porque parece que a todos les molesta algo. Y el propio humor está entre la espada y la pared. Queremos cambiar cosas, pero parece que todo es culpa del humor, que, en realidad, es un reflejo de la sociedad.
El arte te muestra lo que está pasando en una sociedad, eso no se puede esquivar. Con cierta opinión y cierta óptica, pero eso es lo lindo. Antes las banderas de los partidos políticos las veías en campaña, ahora están todo el año en los balcones de los edificios, y ese es un cambio que también influye. A mí me parece divino que todos se puedan expresar, sean de la idea que sean. Yo no creo que todos los que salen en carnaval o que todos los que consumen carnaval sean frenteamplistas, como escuchás a veces.
Salís hace muchos años en carnaval. ¿Ha cambiado algo el prejuicio sobre la fiesta? Eso de que el carnaval es “terraja”, por ejemplo.
Sigue estando presente, pero un poco menos que antes. En la época de mi viejo, muchas veces se encontraba con una censura o con “que este no venga porque es de carnaval”. Y ahora la mayor parte de los programas de televisión están cubiertos con figuras de carnaval. Entonces, parece que no sería tan malo. Y, además, se abrió tanto que mucha gente de otros palos se ha acercado para aprender de qué se trata. Igual, todavía existe el prejuicio. Cuando te quieren desprestigiar te presentan como “carnavalero”. Para mí es un elogio. Respondo: “Gracias, soy carnavalero y a mucha honra”.
¿Cómo explicás tu intensidad escénica?
No sé, se da de forma muy natural. Lo que hago es porque lo siento, más allá de que después esto se convirtió en mi trabajo.
Y casi siempre de la mano del humor.
Sí, aunque también me gusta el drama. La obra que estamos preparando tiene elementos dramáticos, y en las parodias también me puedo dar ese lujo. Cuando voy a ver un show a mí me gusta que me hagan reír y me hagan emocionar. Viste que está eso de qué es más difícil, si hacer comedia o drama. Lo que es más complicado es llegarle a la gente.
¿Cómo preparás tus personajes para carnaval?
Laburo todo el año en eso. Ahora arreglé en Zíngaros: voy a estar, después de 14 años, en el conjunto de la familia Sosa. Me gusta mucho estudiar los personajes y pensar en qué tiene que generar cada uno, qué camino va a recorrer. Selecciono algunos gestos, algunas frases en particular, maneras de decir, para que la gente se identifique con tal o cual personaje. Después, con la práctica y las repeticiones, eso se va naturalizando. El carnaval puede durar 45 días y es como que te va comiendo. A veces estás en tu casa y terminás hablando como un personaje.
El próximo carnaval, con Zíngaros, te va a tocar interpretar de Pinocho Sosa.
Tengo la responsabilidad, el orgullo y el desafío de hacer a Ariel Pinocho Sosa, un tipo que traspasó el carnaval. Aunque vos estuvieras por fuera, sabías quién era y en qué andaba. Por su forma de ser, por su magia, todo el mundo hablaba de él, más allá de sus espectáculos. Podías compartir o no sus opiniones, pero fue el defensor más grande que tuvo el carnaval, el gran estratega, el tipo que realmente dejaba la vida por el carnaval. Así que interpretarlo en su conjunto y ante su familia va a ser muy emocionante. Después, el jurado dirá si le gusta o no, pero lo lindo va a ser el proceso de armar y realizar esa parodia.
¿Qué papel jugó tu viejo en tu carrera artística?
Siempre fue mi cable a tierra. Me dio más consejos tras bambalinas que sobre el escenario. Una cosa que me quedó fue: “No te dejes endulzar los oídos. No es una mala persona el que te diga que te equivocaste y no es un crack el que siempre te dice que sos un fenómeno”. El viejo aguantó, y mi vieja, Sandra, fue la que me impulsó y la que iba contra todos los molinos de viento. Mamá terminaba de laburar, y me llevaba en ómnibus para que yo saliera en el Carnaval de las promesas. Fue la que me acompañó en la locura. De diferente manera, los dos estuvieron.
En todos estos años habrás tenido también momentos de adversidad.
Varios. Con el tiempo tuve la suerte de poder hacer lo que me gusta. Y siempre hay que remarla.
Mis padres se separaron cuando yo tenía cuatro años, y a los 18 me quedé sin casa, medio a la deriva. Al final me fui a vivir con una novia. Después conseguí un monoambiente en Arenal Grande y Brandzen, que era más humedad que monoambiente. Y ahí agarraba lo que saliera. Desde repartir volantes, poner una pancarta cuando el semáforo se ponía en rojo, animar todo tipo de eventos o disfrazarme de muñecos. Yo fui uno de Los Tatitos. Si algún niño que ahora es adolescente fue de los que me pegaron en la Rural del Prado, le mando un beso grande. Y después, varias veces me pasó de tener que suspender una función de teatro porque no llegábamos a cuatro entradas vendidas. Cada vez que estoy ante en tu teatro lleno pienso: “Pah, qué lindo”, pero no me olvido de eso.
¿Qué sentís cuando estás sobre el escenario del Teatro de Verano?
Es único. Todo ese día es único. Y cuando entro ahí no es solamente para concursar. Estoy en un lugar que me transporta a mi infancia, a mi vieja llevándome del brazo, a los churros con dulce de leche, a esperar a mi viejo en la bajada. Es impagable. Y cuando me subo al escenario, con el teatro lleno, y veo que la cosa está funcionando, me siento entre el cielo y la tierra. Por 70 minutos o 45 –según la categoría– el mundo se detiene y no existe nada más.