Cuando hace 45 años se estrenó Alien, sorprendieron el realismo sucio de una tripulación proletaria explotada por una transnacional interplanetaria, la ausencia de pistolas de rayos láser y, sobre todo, el extraño ciclo vital del monstruo, que se va desarrollando a medida que los personajes y los espectadores aprendemos a golpes de susto cómo nace y crece. Y, sobre todo, atrapó la precisión del mecanismo de suspenso, con una escena cumbre en la que dos puntos verdes en una pantallita de cinco centímetros por cinco crean una tensión insoportable.
La buena realización estaba al servicio de una idea clara: un parásito gigante, un ambiente cerrado como el de los Diez negritos de Agatha Christie. Hay tres clases distintas de sorpresas, aunque igualmente intensas: el extraño proceso del nacimiento y crecimiento del monstruo, los clásicos sustos del género de horror y el desconcierto de que uno de los tripulantes resulta ser un androide. Todo esto está sostenido por un fondo vasto y misterioso: una civilización de gigantes fosilizados en una nave enorme abandonada en un planeta inhóspito. El peligro y el suspenso están construidos sobre un gran misterio.
En la segunda película ya no hay ninguna incógnita: los que vieron la primera saben de qué va el bicho; los que no la vieron sólo necesitan saber lo que en una línea explica la protagonista Ripley: bicho malo, muy malo; corran. Ergo, los productores contrataron a un experto en aventuras, James Cameron, quien hizo una película, Aliens, que, como es característico del director, sostiene un ritmo creciente que jamás decae. La tercera y la cuarta entregas (Alien 3 y Alien: resurrección) trataron de encontrar alguna idea que hubiera quedado olvidada en las papeleras de la oficina de producción. No había. Las dos películas de Ridley Scott posteriores a las cuatro de la serie original (Prometeo y Alien Covenant) se alejan del género de horror e incurren en el misticismo en el que a veces se refugian los directores fatigados.
No era esperable que una séptima película tuviera nuevas ideas. Afortunadamente no se continuó con el achicamiento radical del universo que supuso explicar el origen de la humanidad y el origen del xenomorfo (el monstruo, para los que éramos adolescentes hace medio siglo).
Alien: Romulus no introduce casi nada nuevo, sino que regresa a lo que hizo de Alien una pieza de cine de calidad: una narración norteamericana con diseño europeo y una pizca de gore. Así, los corredores de la estación espacial, las rejillas de los pisos, el cableado, los paneles de control y las pantallas tienen un aspecto muy parecido a los de la primera película. Hay varios bienvenidos intentos de recuperar elementos de las dos primeras entregas de la saga, pero se trata de una empresa destinada a la decepción: Alien es una gran película porque tiene una idea clara y, hace medio siglo, nueva. Volver una y otra vez sobre el asunto sólo enturbia una idea ya vieja.
La trama de Romulus es sencilla. Un grupo de trabajadores, atrapados por unos contratos leoninos que les impiden abandonar el planeta insalubre en el que viven, deciden ocupar una estación espacial que está a la deriva y abandonada, lo cual les permitirá viajar a un lejano e idílico planeta. Claro, ahí adentro todo se complica porque están los bichos y un androide de la espantosa compañía que sólo ansía instalar un criadero de xenomorfos con fines netamente comerciales. La forma de la trama es la del conocido monomito de Joseph Campbell, autor del estudio El héroe de las mil caras.
Alien de 1979 fue una idea de Dan O’Bannon, guionista, actor y consultor de efectos especiales. Antes de que le compraran el guion de Alien, O’Bannon había sido convocado a Europa por Alejandro Jodorowski, que estaba en la etapa de preproducción de Dune. Jodorowski le presentó al dibujante Jean Giraud (Moebius), con quien trabajaba produciendo historietas, y tomó contacto con el trabajo de Hans Giger, un pintor y escultor suizo. Cuando O’Bannon fue contratado para Alien, presentó a Moebius y a Giger a Ridley Scott. El vestuario, los trajes espaciales y los interiores de la nave Nostromo derivan directamente de los diseños de Moebius; Giger diseñó el monstruo y todos los elementos extraterrestres del planeta donde lo encuentran.
La influencia de estos europeos trasciende Alien: O’Bannon escribió el guion de una notable historieta corta para Moebius (The Long Tomorrow), que fue la base de toda la estética de la siguiente película de Ridley Scott, Blade Runner. Esa extrañeza europea es lo que la saga intenta recuperar con la nueva película dirigida por el uruguayo Fede Álvarez.
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Erotismo xenomorfo
En Alien: Romulus hay algunas caídas de ritmo, pero en general mantiene el interés y es respetuosa con el fan; paradójicamente, este aspecto es, quizá, su principal debilidad: si Alien despegó de la masa industrial de su tiempo fue porque ofreció a los adeptos a los géneros de horror y ciencia ficción una cantidad de elementos inesperados; en Romulus no hay nada que vaya a sorprender a nadie, salvo un sesgo en el erotismo xenofílico de la serie.
Según el ciclo imaginado por Giger, el proceso de vida del xenomorfo consiste en la puesta de un huevo por parte de un xenomorfo cualquiera; del huevo salta un “abrazacaras” que, como si de una interpretación infantil del embarazo se tratara, insemina el sistema digestivo del huésped, donde crece algo que termina aflorando a través del costillar. Lo que sale de ahí es el xenomorfo, que crece a una velocidad de vértigo.
En la tercera película se complejiza este ciclo, pero no viene al caso ahora. En Romulus el erotismo (que en Alien se reducía a la semidesnudez de Ripley) retoma viejas ideas de Giger y adquiere una extraña explicitud. En Alien no se mostraba el apéndice que el abrazacaras inserta en la boca y el esófago de la víctima para introducirle el bicho; en Romulus se muestra una cosa gorda y larga que apreciaría Linda Lovelace, la protagonista de Garganta profunda.
También aparece algo nuevo, una especie de exoútero colgado del techo de la estación espacial, con una gran vulva de la que chorrea un ácido que todo lo disuelve. Un miembro de la tripulación sabe que ahí adentro se esconde el xenomorfo recién nacido; mete una porra eléctrica por la supervulva y genera unas descargas; la cosa destruye la porra y segrega chorros de ácido que no son muy saludables. Esto parece manifestar antiguos miedos masculinos a la mítica vagina dentata, que devora el falo cuando es penetrada.
La inseminación estomacal (una fantasía infantil bastante común) es una idea de la primera película; en consonancia con esta explicitación de una xenogenitalia peligrosa, en Romulus un bebé mutante se convierte en algo con cara que evoca la de un exraterrestre de Prometheus y una vulva triangular ubicada más o menos donde había lugar para que se viera en la toma.
Si uno piensa que el principal mercado de la ciencia ficción de horror está en un universo adolescente masculino, todos estos espantos asociados a la anatomía femenina agregan una cuota de originalidad a los factores de miedo que pueden encontrarse en la película. Y el faliforme apéndice del abrazacaras es también un peligro: o te preña o te infecta (la preñez de xenoforme es una infección mortal). No hay escapatoria, y por eso, quizá, la heroína de Romulus tiene como su principal afecto a un androide con pocas luces que considera su hermano y que, al contrario que el escort de Inteligencia artificial interpretado por Jude Law, no está programado para el sexo.
Alien: Romulus es una película típicamente industrial en todos los sentidos: atenta a la historia de producciones de la que es descendiente; respetuosa del público al que está destinada; precavida en no alejarse de los manuales de guion; técnicamente muy cuidada; narrativamente fluida. Pero bueno: no está O’Bannon, no está Moebius, no está Giger. Es una recuperación, un pequeño impulso hacia arriba que se haría bien en considerar como una discreta despedida de la saga.
Alien: Romulus. 119 minutos. En salas de cine.