Suave monstruo deseado
Vicente y su monstruo horripilante no es el primer libro de Karina Macadar y Nat Cardozo, que ya habían trabajado juntas en Elefanman al rescate y Alboroto animal. Por este último obtuvieron el Bartolomé Hidalgo en 2022 y el Premio Nacional a las Letras en 2023 y, como contaba Cardozo en entrevista con la diaria, las impulsó a ponerse a trabajar juntas en una nueva propuesta, y ese disfrute se vuelve palpable en estas páginas.
La trama se teje alrededor de dos ideas: la de pedir un deseo y que se cumpla y la del reino del revés o el contraste entre fantasía y realidad. Dos ideas que suelen estar íntimamente relacionadas, porque la realidad no necesariamente se parece a la manera en que la imaginamos. Hay entonces en Vicente y su monstruo horripilante un contrapunto entre lo que el protagonista imaginaba que tendría cuando se cumpliera su deseo de tener un monstruo horripilante y lo que efectivamente esa criatura hace.
En su sencillez radica la potencia del texto, que va configurando al nuevo personaje, ese monstruo que aparece a pedido de deseo frente a la torta de cumpleaños, en diferentes situaciones en las que... hace lo que está bien (entiéndase esto como lo que un adulto esperaría de un niño: lavarse los dientes, tomar el remedio que le receta el médico) y desarrolla algunas habilidades impensadas, como tejer o hacer malabares.
Al mismo tiempo, el proceso de conocer a Monstruo es también un proceso de aceptación y de construcción de amistad. Como el punto de vista de la narración es el de Vicente, los lectores vemos a través de sus ojos, pero –y en esto es crucial la ilustración y el trabajo conjunto de ambas autoras– queda abierta la forma en que Monstruo ve a Vicente y en cada página se adivinan sus reacciones y emociones. Es interesante que no haya adultos en la historia, que transcurre en una casa en la que Vicente hace y deshace a su aire: el tiempo del juego, de la imaginación.
Vicente y su monstruo horripilante es un cuento redondito que empieza y cierra con torta de cumpleaños, en el que el tiempo se adapta a la historia y las dosis de humor y ternura son equilibradas. Es, imagino, de esos que se leen y se releen con la seguridad de repetir las mismas palabras y, al mismo tiempo, saciar la avidez por encontrar siempre cosas nuevas en la ilustración llena de detalles y que agrega capas de lectura e incluso regala otro personaje silencioso que acompaña, más o menos visible, en cada página. Es, finalmente, una historia para disfrutar y que invita a la lectura compartida, ese “dar de leer” que define la intimidad compartida entre madres, padres o abuelos y niños pequeños.
La ficción al rescate
Los viajes del Capitán Tortilla es una reedición que emprendió este año Criatura de la novela de Federico Ivanier publicada por SM en la legendaria colección El Barco de Vapor en 2011. Es una muy buena noticia porque permite acceder a este título que, tras el cierre de la prestigiosa editorial, se volvía inaccesible, excepto en mesas de saldos (suelen aparecer títulos de ese catálogo, muchos de ellos de excelencia, en Tristán Narvaja).
Es uno de los pocos libros para niños que abordan el tema de la dictadura en Uruguay –están, por ejemplo, Árboles blancos, de Magdalena Helguera, que se ha convertido en una figurita más que difícil y sería muy buena idea también reeditarlo, y El año de los secretos, de Laura Santullo–. Por supuesto, aunque sin duda alguna relevante en lo que hace a la construcción de la memoria, no es el tema lo que hace de Los viajes del Capitán Tortilla una muy buena novela, sino la manera en que se construye la historia. Lo macro aparece desde lo micro, desde la perspectiva de un niño, Guille, el protagonista, que observa lo que ocurre a su alrededor y adivina o interpreta los hechos más o menos extraños que se suceden, envueltos en un silencio denso (“Parecía un barrio fantasma”, se impresiona al llegar a su nuevo barrio y que no haya nadie en la calle).
Ivanier (Martina Valiente, Papá es punk, Nunca digas tu nombre) retrata de manera impecable las sensaciones que constituyen otra cara del horror más tangible: el ocultamiento de lo que no se puede decir, el miedo constante, la sorpresa –primero– y el acostumbramiento –después– ante la irrupción de la presencia militar en las calles, el silencio obligado y la ausencia de explicación para circunstancias verdaderamente excepcionales, y, atado a esto, desde la mirada infantil, la necesidad de adivinar, de atar cabos, de encontrar sentido y llenar los huecos donde la información falta. Y en esa operación, la imaginación como escape, como posibilidad de buscarle la vuelta y entender, por lo menos, algún mundo posible.
La historia comienza con una mudanza y con una ubicación temporal muy precisa: 24 de enero de 1979 –precisión que contrasta con esos silencios que borronean la escena–. Guille y su madre se mudan a un complejo de viviendas en un barrio alejado de la ciudad. Entre lo cotidiano –Guille conoce a Fabián y se hacen amigos jugando a la pelota, se mantiene la rutina hogareña, los mandados al almacén, el trabajo de la mamá como titiritera en cumpleaños infantiles– se cuela la otra historia: el papá de Guille que no lo va a buscar para pasar el fin de semana con él, el tío de Fabián que tuvo que irse a Holanda de apuro para evitar ser un preso político.
La ausencia del padre, junto con la angustia y las flacas explicaciones de la madre y la abuela, que manejan como pueden su propia incertidumbre, abre la novela en dos historias que transcurren en paralelo: la de Guille y la del Capitán Tortilla, que se relata en las misteriosas cartas que el niño empieza a recibir.
Ambas líneas narrativas se intercalan en los sucesivos capítulos. Guille espera con avidez las misivas –que supone que le envía su padre– en las que el Capitán Tortilla le cuenta sus aventuras en el Mar de los Sargazos. Geografía enigmática por excelencia, lugar de piratas y naufragios, funciona como homenaje a la literatura de aventuras. Al mismo tiempo, la ficción y la imaginación aparecen como elementos liberadores que le permiten al personaje encontrar refugio y aferrarse a un lugar de contención –por momentos también angustiante– en el que encontrar sentido, un intervalo que le permite sobrellevar la espera.
Como es habitual en las novelas de Ivanier, la trama es sólida, sin fisuras, con un ritmo narrativo que la vuelve atrapante mediante una dosificación justa de la información que se va revelando. Los personajes están cuidadosamente delineados, incluso los que aparecen poco, y permiten la identificación pero también cierta piedad y ternura. Retrato honesto de una época y reivindicación de la esperanza y la imaginación, Los viajes del Capitán Tortilla es un regreso esperado y una lectura altamente recomendada.
Vicente y su monstruo horripilante, de Karina Macadar y Nat Cardozo. 40 páginas. Loqueleo, 2024. $ 580. Los viajes del Capitán Tortilla, de Federico Ivanier. 172 páginas. Criatura, 2014. $ 640.