Una de las noticias que sacudió la campaña esta semana fue el ingreso de la periodista Blanca Rodríguez al Frente Amplio, después de una extensa y destacada trayectoria en medios de nuestro país. Un hecho visto como muy positivo o positivo por el 68% de quienes votaron a ese partido en noviembre de 2019, según un sondeo reciente de la Usina de Percepción Ciudadana.

Días antes de que se produjera la conferencia de prensa que oficializó su entrada como candidata al Senado por el Movimiento de Participación Popular, la exsenadora y dirigente histórica de ese partido Lucía Topolansky se refirió a lo que significaría ese hecho. “En cierto modo la sociedad dialoga con ella, porque si tú salís todos los días a las siete de la tarde en un informativo y le contás las cosas positivas y las cosas negativas a la gente y te introducís en sus hogares, es casi como un familiar que tenés ahí”, dijo.1

En una columna que publiqué anteriormente, reflexioné sobre algunos cambios que entiendo que van asimilando la noción de ciudadanía a la de audiencia; y si bien este aspecto puede estar presente de un modo lineal en la interpretación de este hecho puntual, no es este en el que quiero centrarme hoy, sino en el vínculo emotivo que se establece a partir de la comunicación de la información, como se sugiere en esta cita de Topolansky. Y a partir de ello, tomar este punto de entrada para discutir el peso de las emociones en política y cómo no podemos disociarlas de los modos en que se comunica, o de que se construye lo que se comunica. Y aunque en este caso estamos frente a una situación en la que entran en juego nociones como capitalización de la credibilidad y confianza, ¿qué ocurre cuando damos vuelta la imagen para ver su reverso? ¿Qué pasa cuando son las emociones negativas las que construyen la forma en la que vemos e interpretamos la información?

Hablemos sobre los problemas en la comunicación

Por lo general, al hablar del vínculo entre información, comunicación y emociones, los estudios desde las ciencias sociales últimamente se han enfocado en aspectos negativos que se han visto incrementados por la expansión del modelo de negocios de las redes sociales digitales y sus formas de escenificar el discurso, que entre otras cosas privilegia la polarización y da mayor resonancia a los discursos extremistas.2

Estos medios se han vuelto además una vía de trasmisión propicia para difundir fake news o noticias falsas. Como explica la investigadora Natalia Aruguete,3 existe una distinción entre estos términos: las noticias falsas se centran en contenido no verificado y pueden no tener la intención de desinformar, mientras que las fake news tienen como objetivo generar un impacto político y un mensaje performativo, buscando provocar reacciones y debilitar el debate. La efectividad de las fake news radica en su capacidad para intimidar y silenciar a los interlocutores, vaciando de contenido la discusión pública. Este término fue popularizado por Trump en 2016 debido a la “oposición” que percibía de la prensa durante su campaña contra Hillary Clinton. Fue también Trump quien, en la campaña siguiente, buscó instalar como fake news la idea de “fraude electoral”, e instaló efectivamente la idea de que existía este fraude en parte de la opinión pública. De este modo, se puede ver en la práctica una doble dimensión problemática de este tipo de contenido: capitalizar un tema para instalarlo en la agenda como relevante y usarlo para dañar a un adversario político.

En época de redes sociales digitales, elementos de manipulación que ya existían para intentar afectar la opinión pública (y, por lo tanto, para impactar en las elecciones democráticas, que tienen en la calidad de la información a uno de sus pilares) se masifican. Y la desinformación es un problema creciente para el que tenemos pocas herramientas a nivel colectivo.

En abril de este año, en una mesa de diálogo organizada por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales en la que coincidimos con Gerardo Caetano, él expresó: “En Uruguay quizá estemos presenciando la última campaña electoral con algo del viejo estilo; el ágora fundamental se disputa [en el ámbito digital]”. Un ágora que en enero de este año contaba con 2,5 millones de usuarios/as en nuestro país (es decir, el 73% de la población), según un estudio de DataReportal. Y que todo indica que irá en aumento.

En ese mismo mes, el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo había sido escenario de un evento que reunió a los partidos políticos poniendo el foco en la preocupación sobre la desinformación: allí se había firmado un Pacto Ético contra este fenómeno, lo que fue parte de la Campaña Libre de Noticias Falsas impulsada por la Asociación de la Prensa Uruguaya, con el apoyo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, la Unesco y la Fundación Astur.

Este pacto implicó que los partidos se comprometieron a no generar ni promover noticias falsas o campañas de desinformación y a evitar acciones o expresiones despectivas hacia adversarios. Un paso del sistema hacia intentar generar salvaguardas sobre este fenómeno, que vemos acrecentarse en el marco de las campañas electorales.

Hablemos sobre la (pos)verdad

Pese a que tenemos medidas como la anterior, y a que aún ciertas lógicas que se observan en otras latitudes respecto de las redes digitales parecería que no tienen el mismo efecto en nuestro contexto, de todas formas la campaña actual comenzó con una denuncia falsa hacia el candidato presidencial del Frente Amplio, Yamandú Orsi, que buscó viralizarse rápidamente y que podría haber tenido un efecto significativo sobre el desarrollo de la campaña. Y más aquí en el tiempo, apenas días atrás, una de las senadoras referentes del Partido Nacional, Graciela Bianchi, difundió en su cuenta de la red social X una placa con declaraciones de defensa del régimen de Nicolás Maduro y su posible aplicación en Uruguay, que falsamente se atribuían al senador del Partido Comunista Óscar Andrade. Al ser consultada al respecto por FM Hit, reconoció que lo había hecho a propósito. “La lógica es el efecto [...] ¿Puede ser cierto que quieran replicar el régimen de Maduro? [...] Yo lo pienso, lo dije”. Esto generó reacciones en la prensa y en el sistema político, en el que se denunció el accionar de la legisladora.

Tomo este último caso porque creo que es ilustrativo para discutir varios de los problemas asociados al fenómeno que discutimos. Por un lado, comete lo que se denomina un “error de atribución”; esto puede hacer que las personas que toman contacto con la difusión de mensajes como este se vuelvan más susceptibles a ese tema y a la orientación con la que fue enfocado en el futuro. Por otro, cae en lo que se denomina un “sesgo de confirmación”, que alude a la tendencia de creer lo que coincide con lo que ya pensábamos, aunque sea falso.

Volviendo al tema de las emociones, existe un elemento de gratificación al confirmar un prejuicio. Y en ese sentido, la noción de otredad y pluralidad, central para las democracias, se va desfigurando. La externalidad no es tal sino que me reafirma en mi posición previa; el ágora digital es un espacio de diálogo en el espejo. O sea, la figura del otro como diferente con el que dialogar o construir se diluye. El otro es necesario como antagonista, para reforzar mi postura previa. Aunque se base en el error.

Este tipo de contenido apela a las emociones, y en particular a las negativas. Se multiplica y circula de forma veloz, y aunque existen iniciativas para abordar el problema, diversos estudios nos indican que el contenido falso llega a más personas que el verdadero y dura más tiempo que el desmentido. Incluso, paradójicamente, puede ocurrir que se busque interpretar al proceso de verificación externa como una forma de censura.

Todo esto además apela a un lenguaje en el que se practica la ironía, ya sea en el mensaje como al interpretarlo. Y hay un elemento irónico también en el propio consumo del contenido desde quienes no lo comparten: incluso desde la burla, se va haciendo más cercana a esa realidad. Y, por lo tanto, hay un sentido común que se solidifica.

Más allá de los casos puntuales, cabe reflexionar: ¿qué consecuencias tendrá este fenómeno para el futuro de nuestras democracias? Que, como ya hemos visto en diversos monitoreos que se realizan en nuestra región, no están pasando por un buen momento en términos de confianza y credibilidad.

Situaciones como estas también nos hablan de la crisis de la forma en la que se produce verdad, del cuestionamiento sobre la legitimidad de ciertas instituciones y actores y del avance de la relativización que conocemos como posverdad, que llega al extremo de negar los hechos. Un fenómeno que interpela a la ciudadanía, también, en términos afectivos.

Marcela Schenck es politóloga.