En mayo del año pasado, tras un controvertido proceso legislativo, el Parlamento sancionó la reforma de la seguridad social con votos de los partidos de la coalición de gobierno. El Frente Amplio, el PIT-CNT y las organizaciones sociales se opusieron a la enmienda por entender que perjudicaba a los trabajadores al modificarse la edad de retiro, la forma del cálculo jubilatorio y la forma futura de financiamiento del sistema.

Tras la promulgación de la ley, los sectores opositores iniciaron una discusión sobre la forma de revertir la decisión. El Frente Amplio definió proyectar el camino de la ley en el próximo período de gobierno. Para ello, debería ganar la elección con mayoría parlamentaria, abrir un debate en la sociedad, elaborar un proyecto y votarlo en el Parlamento. Esa estrategia quedó estampada en el programa de gobierno aprobado en su congreso en diciembre del pasado año.

El PIT-CNT, en cambio, inició una discusión más compleja al estar integrado por tres corrientes con visiones diferentes: una liderada por militantes comunistas, otra por militantes de otros sectores del Frente Amplio y una tercera por militantes de grupos no frentistas vinculados a Asamblea Popular. Para esta última corriente, la propuesta del Frente Amplio era inaceptable porque la estrategia se basa en el supuesto de que ese partido debe ganar la elección, algo que evidentemente no les cae para nada en gracia. Por ese motivo propusieron una enmienda constitucional que barriera con parte de la reforma de Lacalle Pou –el aumento de la edad jubilatoria– y con parte de la reforma de Sanguinetti de 1997 –las Administradoras de Fondos Previsionales– y, al mismo tiempo, incluyera el noble objetivo de equiparar las jubilaciones mínimas al salario mínimo nacional.

Por distintos motivos, que van desde la falta de liderazgo y la ausencia de análisis sobre la sustentabilidad de la iniciativa hasta la incapacidad de prever las connotaciones políticas que tendría la propuesta, las dos corrientes frenteamplistas de la central sindical no lograron coordinar sus posiciones y permitieron la aprobación de una iniciativa contraria a la estrategia del Frente Amplio y que, como quedó demostrado, genera una complicada división del partido a menos de 60 días de las elecciones.

El debate en este momento está centrado en las consecuencias presupuestales que podría generar la reforma del PIT-CNT. Muy pocos aluden a las responsabilidades políticas de los sectores que permitieron este desenlace y casi nadie ha considerado la incidencia que han tenido ciertas reglas de juego sobre el desenlace de los acontecimientos.

Bajo ciertas circunstancias, el ordenamiento institucional puede empujar a los actores a adoptar decisiones cuyas consecuencias generan escenarios peores que los que se quiere modificar. Algo así ocurrió en 1971 cuando el sector del presidente de la República, Jorge Pacheco Areco, impulsó una reforma que permitía su reelección. La activación del plebiscito determinó una complicada elección con dos procedimientos de votación y un resultado final que tomó por sorpresa a la opinión pública y que a la postre contribuyó con el quiebre institucional de 1973. Los reformistas tenían sus razones para buscar la reelección, pero el resultado final fue peor que la solución. Recordemos que Pacheco ganó la elección, pero como la reforma no fue aprobada, resultó electo el casi desconocido Juan María Bordaberry. Si Pacheco no hubiera sido candidato, seguramente el resultado hubiera sido otro y tal vez el proceso político se hubiera encauzado en forma distinta.

Guardando las distancias con esos tristes acontecimientos, en el presente parece estar ocurriendo una circunstancia similar, donde las reglas de juego empujan a los actores hacia un resultado distinto al previsto. El artículo 79 de la Constitución permite interponer un recurso de referéndum contra las leyes aprobadas por el Parlamento. El mecanismo otorga a los perdedores la posibilidad de reabrir la discusión en torno a una ley sancionada y forzar una instancia de decisión donde participa la ciudadanía. Como bien sabemos, desde 1985, se han desarrollado múltiples iniciativas de este tipo, con casos de reversión exitosos (privatización de las empresas públicas, en 1992; Asociación de Ancap con privados, en 2003), de fracaso en las urnas (ley de caducidad, en 1989; ley de urgente consideración, en 2022) o, simplemente, meros intentos de activación que no cumplieron con el requisito de apoyo previsto en la Constitución. Estas acciones, cualquiera sea el resultado, han sido beneficiosas para la democracia porque los ciudadanos comprendieron que el sistema ofrece mecanismos alternativos para la defensa de los intereses afectados por la mayoría parlamentaria de turno.

Sin embargo, el artículo 79 establece también que el recurso de referéndum no puede activarse contra las leyes de iniciativa privativa del Poder Ejecutivo. La Constitución de 1934 otorgó al Ejecutivo el derecho exclusivo de iniciar legislación en materia presupuestal, impositiva, monetaria, endeudamiento externo y creación de empleo público. La de 1967 profundizó esta tendencia al determinar que la fijación de precios de la economía y las jubilaciones y pensiones también serían áreas donde la iniciativa quedaría en manos del Ejecutivo. Si bien es cierto que este tipo de restricciones existen en algunas democracias del mundo, ninguna ha avanzado tanto como la uruguaya. Es decir, somos campeones en la creación de candados legislativos en áreas de política pública que implican gasto público. Este aspecto, que desde el punto de vista de la prudencia fiscal puede ser destacable, genera en cambio una consecuencia negativa cuando se le asocia como restricción en la activación del referéndum.

Parece claro que de no haber existido esa restricción, los opositores a la reforma de la seguridad social del gobierno hubieran optado por activar un referéndum. Si esto hubiese sido así, la ciudadanía se habría ahorrado el trance de tener que opinar sobre una propuesta tan controvertida. Obsérvese que las encuestas de opinión pública muestran que de los tres asuntos incluidos en el plebiscito, dos cuentan con amplio apoyo (edad y equiparación) pero el restante no, debido a que afecta los derechos adquiridos (AFAP).1 El electorado está obligado a poner en la balanza las ventajas y desventajas de una propuesta compleja que, además de generar consecuencias notables sobre las cuentas fiscales, rigidiza la política de seguridad social y genera múltiples inseguridades jurídicas que podrían reportar un costo importante para el fisco. Un referéndum sobre la ley hubiese sido indudablemente mejor, pues hubiese obligado a los actores a discutir en otros términos y en un momento diferente a la elección nacional. El debate no hubiese incluido al ahorro individual y el resultado —favorable o no– hubiera sentado las bases de preferencias para futuras enmiendas. Sin embargo, las reglas de juego empujaron a una parte de los actores a entrar en un embudo peligroso y sin aparente salida, en caso de aprobarse.

Además y como segundo argumento, no debe perderse de vista que los referéndums y los plebiscitos, pese a pertenecer a la misma familia de los institutos de democracia directa, son dispositivos esencialmente diferentes. El referéndum versa sobre una ley ya debatida en el Parlamento, que estuvo sujeta al escrutinio de la opinión pública. Su activación exige el apoyo de un cuarto del electorado y la votación se realiza en un momento diferente al de la elección nacional, evitando de este modo los cálculos electorales estratégicos de los partidos. El plebiscito, en cambio, refiere a un texto escrito por un pequeño grupo de personas y su formulación carece de discusión pública. Para su activación se exige sólo el apoyo del 10% del electorado y se somete a votación en forma simultánea con la elección nacional. A los efectos de una decisión informada y razonada, el referéndum es indudablemente un método superior y de mayor calidad. O sea, las dinámicas de ambos mecanismos son parecidas, pero las formas y las sustancias de la votación son diferentes.

En suma, el complicado proceso aquí descripto nos obliga a preguntarnos si es conveniente mantener en la Constitución determinados mecanismos que contribuyen a generar resultados indeseados a partir de cálculos erróneos de los actores. Así como no es razonable que en una elección se vote con dos sistemas electorales, tampoco es lógico tener restricciones sobre las materias sujetas a referéndum. Paradójicamente, cambiar esta situación supondría impulsar una nueva reforma constitucional. Sin embargo, el racconto de asuntos que deberían modificarse sigue creciendo y en algún momento debería encararse la árida tarea de ajustar y pulir las reglas que ordenan el funcionamiento de nuestro régimen democrático.

Daniel Chasquetti es politólogo.