Luego de ver la entrevista que el diario El País intentó hacer pasar como real para limpiar un poco a Astesiano, en la que lo pintaron como alguien centrado, sensible y hasta intelectual, a la fiscal Gabriela Fossati se le prendió la lamparita. Para poder sacarle más información armó un concurso ficticio en el que participó solamente el exjefe de custodios del presidente. Fue así que llegó hasta su celda la convocatoria del Concurso de Poesía para Indagados, organizado por El País Cultural (quien amablemente se prestó para la causa) y la Fiscalía General de la Nación. La consigna del concurso era realizar una versión libre de Guitarra Negra, de Alfredo Zitarrosa. Este es el resultado.
Guitarra Negra, por El Fibra
¿Cómo haré para tomarte en mis adentros, piso cuatro?
¿Cómo haré para que sientas mi torpe amor,
mis ganas de recorrerte entero y mío?
¿Cómo se toca tu carne de aire acondicionado, tu oloroso tacto de carpetas sin nombres, tu silencio en los pasillos,
tus parientes cantores?
¿Cómo traspasarte mis hombres y mujeres bien queridos, pasaporte?
Mis amores ajenos, mis amigos ajenos, mis amigos de lo ajeno.
¿Cómo entregarte todos esos nombres y esa sangre rusa
sin inundar tu corazón de sombras, de temblores y muerte,
de ceniza, de soledad y rabia, de silencio, de lágrimas idiotas, y de claves de acceso que no recuerdo?
Hoy anduvo la muerte buscando entre mis Whatsapp alguna cosa.
Hoy por la tarde anduvo, entre chats, averiguando cómo he sido,
cómo ha sido mi vida, cuánto tiempo perdí y cuánta mosca gané.
Cómo escribía cuando había verdolagas que venían de Miami,
cuando tenía dos novias, un lindo jopo,
dos pares de zapatos, y todo el aparato de inteligencia del Estado a mi disposición, cuando no había televisión porque todo era smart tv en un escritorio.
Ese mundo a los pies, violento, imbécil, abrumador, guardián, espía, amigo de los amigos, y favor con favor se paga.
Esa novela canallesca escrita por un loco, que ahora dice que no me conocía y que se sintió traicionado.
Hoy anduvo la muerte entre mis libros buscando mi pasado,
buscando los veranos del 40, los muchachitos bajo la manguera, que me mangueaban ascensos y traslados.
Las siestas clandestinas, y lo que venga clandestino, los plátanos del barrio, importaciones de Arabia y el milico que coloqué en Rivera,
tallados en el alma.
Hoy anduvo la muerte revisando mi abono del tranvía;
mis amigos, sus nombres, las noches del restaurante Fellini,
las encomiendas por la Onda con olor a estofado (Léase: las encomiendas por avión con olor a pescado).
Revisando a mi padre, su Berreta, mi Bergara, su Baldomir, mi Carrera,
revisando a mi madre, su hemiplejia.
Al Uruguay batllista me lo comí en dos panes.
A mis a-narcos queridos,
bajo bandera, bajo mortaja, bajo cuerda, bajo reserva, por favor, que es importante,
bajo vinos y versos interminables.
Hoy anduvo la muerte revisando los ruidos del teléfono, ¿cuántos tengo?
Distintos, bajo los dedos índices, las fotos,
el termómetro, los muertos y los vivos.
Los pálidos fantasmas que me habitan y los vivos que me defienden.
Sus pies y manos múltiples, sus ojos y sus dientes.
Bajo sospecha de subversión, ellos, bajo sospecha de lo que venga.
Y no halló nada.
No pudo hallar a Batlle, porque ya no sé si queda alguno, ni a mi padre, ni a mi madre, la fruta y el árbol.
Ni a Marx, ni a Arístides, ni a Lenin, conozco al uno y al tres, al dos no tanto.
Ni al príncipe Kropotkin, que ya había señado su pasaporte, ni al Uruguay ni a nadie.
A mí tampoco me encontró.
En mi barrio vive el presidente, cercado por un muro casi derrumbado (esta metáfora la dejo porque es muy realista).
Temblando, con el frontal partido por el marrón.
Por el marronero, o sea la fiscal, cae el Fibra, o sea yo.
Pesada como un mundo, la res puesta... je je,
cae con estrépito, de bruces sobre el cemento,
ya sólo un pobre costillar enorme.
Media tonelada de huesos astillados, ya lo dije, lo donamos a un merendero cuando yo ya estaba adentro.
Hincados en toda esa vida
temblorosa y atónita,
atrapada por la pata por un gancho que le salta arriba,
que la alza por un ojal abierto en el garrón, ese que se comió Delgado.
En plena estupidez sentimental, llamé a Berriel, pa’ ver en qué andaba aquella.
En plena media tonelada de monstruoso dolor
incomprensible, absurdo, pa’ comer, absurdo, pero ¿qué querés que te diga? ¡Fue pa’ comer!
Balando, plañidera y tonta,
como un escarabajo que no piensa, aunque no me gusta que le digan así a una senadora de la República.
Mientras medita lentamente por qué duele tanto
y por qué duele qué parte de quién que es ella misma, la res,
abierta al descuartizamiento atroz por todas partes, Graciela Bianchi.
Que nunca habían dolido y que eran tantas partes, tan extensas,
ya no sé cuántas oficinas y ministerios, perdí la cuenta.
Ya está colgada.
Las patas delanteras se enderezan,
se endurecen y avanzan hacia adelante y hacia arriba,
implorantes y fatalmente rígidas –si es una adivinanza, pa’ mí es Sebastián da Silva–,
rematadas en cortas pezuñas que hace un instante
amasaban el barro del corral, ¿me podrá defender Balbi?
El estiércol de otros cien balidos. ¿Nacho, sos vos? ¿Tenés algo del Boca Andrade pa’ ir tirando?
Dinosaurios del siglo de las máquinas
nacidos para morir de un marronazo, tan callados los de Cabildo, puta madre.
Ahora ya es carne azul colgada en la heladera, el pasaporte, quién los banca a los del Frente, otro pasaporte, for export del Uruguay.