“Roberto Jones nació en una familia rica en el Prado, ¿qué tengo que ver yo con eso? Nada. Me vino. Son mis condiciones, del personaje que tuve que elaborar de acuerdo a las circunstancias que el dramaturgo Dios me dio. Y después fui político, guerrillero, papá, hijo, tío, hermano, novio, amante, director de Cultura, actor en la Comedia Nacional, personaje, personaje, personaje. Pero ¿yo qué soy? ¿Soy eso? No, esos son personajes. Ahí es el ‘conócete a ti mismo’ de los griegos”, recoge la periodista Fernanda Muslera en la biografía de un artista intenso, talentoso y polémico.

Frente a la veintena de entrevistas que mantuvo con Roberto Jones, Muslera, también dramaturga, opta por dejar su discurso en primera persona y hace un contrapunto desde las notas al pie. Lo que en principio parecen comentarios accesorios, que enmarcan fechas y figuras, o asociaciones libres de la autora, que por ejemplo vincula un párrafo en el que Jones describe su infancia con El jardín de los cerezos, de Chéjov, va avanzando hacia un denso corpus de declaraciones de allegados y colegas. Las notas, entonces, constituyen un texto paralelo en el que Muslera en ocasiones brinda datos que confrontan a su biografiado.

Mística, drama y aplauso

A sus 80 años, a Jones el ruido de Montevideo le resulta imposible; en 2019 se fue a vivir a Punta del Este. Dice que, por la misma razón y “porque hay poca gente”, prefiere la noche. No guarda fotos ni premios, no ve más teatro. Cree que su apellido, de origen galés, le abrió y le cerró puertas. Recalca que sólo dirige clásicos y que es fiel a ellos. Sus roles teatrales más importantes, resume, fueron sobre hombres reales: John Merrick (El hombre elefante), Alan Turing, Calígula, Jorge Luis Borges y Hamlet, que “existió”.

Tardó en ceder a la tentación de los incipientes canales nacionales –fue el primer Flaco Cleanto, antes de que Jorge Denevi debiera suplantarlo– y en 1980 Jorge Scheck le propuso integrar una novedad a color, Telecataplum, con dirección de Denevi, casualmente, donde, entre otras gracias, cerraba los bloques con filosas máximas como El pensador de Rodin, en lo que asume que fue “el primer desnudo integral” del medio.

“Menos mal, te dejaron todos los dientes”, fue el recibimiento de Scheck en el canal 12. Había estado preso nueve meses, vigilado mucho tiempo más, y cuenta que recibió trato de paria una vez afuera, pero son sus años en el elenco oficial los que subraya como los peores: “Es la única etapa de mi vida que no he podido superar”.

Margarita Musto, que fue su alumna en el Ictus y luego parte del elenco de su mayor éxito, Rompiendo códigos, elogia su compañerismo, su capacidad de improvisación y su dominio de la expresión corporal. Lo pinta como un actor con carisma y misterio. Daniel Hendler, que hizo su debut en ese montaje y de los nervios tiró al piso las piezas de ajedrez con las que jugaba su personaje, cuenta la generosidad y la astucia que tuvo para apoyarlo.

María Mendive evoca lo movilizador que fue verlo, de niña, en El hijo (unitario de televisión sobre el cuento de Horacio Quiroga). Levón se refiere a su “presencia magnética” en Hamlet.

Jones habla de su catolicismo de base, de sus estudios de cábala cristiana, de su pertenencia a una logia masónica, y sostiene que es un trascendental sin religión. Agradece, por otro lado, la ayuda terapéutica que recibió en etapas complejas por motivos bien distintos: en plena dictadura, al ser liberado, y a fines de los 90, tras bajar Rompiendo códigos después de cuatro temporadas y con temblores. Reflejado en su personaje, afirma haber desarrollado una capacidad de criptólogo que es su verdadera “profesión” (las comillas son suyas), habilidad que utilizó tanto para descifrar correos para el comando del Movimiento de Liberación Nacional como para “desencriptar” el Apocalipsis.

Analiza las tramas del poder mundial y los hechos, sobre todo un viaje iniciático por Sudamérica, al estilo del Che, que lo decidieron a colaborar con el movimiento tupamaro; aclara que participó “en la parte política” y que, “además, tenía mala puntería”, y recuerda cómo pidió perdón de forma pública y privada. Narra el exilio y los contactos en Buenos Aires y el regreso junto a Wilson Ferreira en el Vapor de la Carrera, los mitines, las decepciones, la medalla que el Partido Nacional le otorgó, pero concluye que su ideología personal “nunca cuajó en los colectivos” y sostiene que “nada de lo que pensábamos en el 60 y el 70 existe”.

Se reconoce vehemente, vuelve sobre la expresión “se me subió la espumita” y varios episodios repasados dan cuenta de eso, como increpar a un espectador porque su celular interrumpió la función o retar a duelo a un actor con el que no concordaba.

Cita a los amigos perdidos, como Gianni Lunadei y Alberto Paredes, libretista de Los tres. Divide su profusa vida amorosa en etapas, da nombre y apellido de las que dejaron marca y juega sin rastros de pudor con la idea de volver a las canchas cuando se disipe la covid.

Aunque no es un libro extenso, son 363 páginas, como advierte el prólogo de Alfonso Lessa, versa sobre “un hombre múltiple”, que no sólo abre ventanas continuamente a los diversos escenarios que transitó, sino que deja asentado un pensamiento crítico tanto en el plano de la actuación como en el económico, mientras desliza encuentros célebres –que sólo podría empardar quien fuera su amiga y tía política, China Zorrilla–, desde Grace Kelly, a quien percibió triste como una princesa, hasta Borges, una suerte de mentor espiritual.

Anécdotas no faltan, opiniones tampoco, y avanzados los capítulos Jones llega a matizar: “Creo que la consciencia no recuerda, reconstruye hechos pasados. Tal vez, todo lo que te voy diciendo no sea exactamente como ocurrió, sino como mi dramaturgo interior quiere recordarlo”.

Roberto Jones, de Fernanda Muslera. Planeta. $ 990.