El regreso de Luiz Inácio Lula da Silva al poder, el 1 de enero de 2023, tiene como uno de sus grandes temas de agenda la reinserción de Brasil en el escenario global tras el repliegue bolsonarista. Pero el mundo que lo espera es muy diferente al de sus dos gestiones anteriores como presidente.
El nuevo gobierno de Lula da Silva comenzará su gestión con un desafío que no será difícil de llevar adelante: revertir el aislamiento y el desprestigio internacional y regional que marcaron la política exterior brasileña durante los últimos cuatro años. El viraje que deberá realizar la nueva administración comprenderá dos tipos de tareas –algunas más accesibles que otras– y un desafío mayor. La primera y más indispensable consistirá en el desarrollo de medidas urgentes de carácter administrativo y contable. Brasil debe cumplir con una serie de pagos asociados a su pertenencia al sistema multilateral mundial, especialmente a la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El desprecio del gobierno del presidente Jair Bolsonaro por la gobernanza global ha producido una deuda realmente vergonzosa para un miembro no permanente del Consejo de Seguridad (2022-2023) que, de no ser afrontada, podría generar la suspensión de su derecho a voto en diversos organismos pertenecientes a la ONU.
El segundo grupo de tareas que deberá encarar el nuevo gobierno tampoco ofrece mayores dificultades. Se trata de aquellas asociadas a la recuperación de los marcos institucionales, normativos y de presencia política que reinstalen al país en el lugar que le corresponde. En definitiva, Brasil debe reasumir las posturas y los principios de la convivencia internacional –como el compromiso con la paz, los derechos humanos y el desarrollo– que guiaron su acción durante muchas décadas, eliminando los vestigios de los posicionamientos bolsonaristas que hicieron de Brasil una caja de resonancia de las visiones de la extrema derecha internacional.
Estas serán tareas estimuladas por el impulso de reconstrucción de la institucionalidad republicana del frente electoral que proporcionó la victoria presidencial a Lula en octubre pasado. En este caso, se espera que se refuerce la vinculación de estos posicionamientos con el marco democrático inclusivo del gobierno entrante, lo que significará darles lugar y voz a los movimientos y grupos sociales, de género y de diversidad étnico-racial. En términos temáticos, no es difícil anticipar que la agenda ambiental ocupará un lugar de primer orden. De hecho, la presencia de Lula da Silva en la reciente Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27) fue el gesto que marcó el punto de inflexión respecto de la posición bolsonarista. La promesa de realización de una reunión semejante en Brasil muestra la intención de protagonismo global en la agenda de cambio climático, que viene reforzada por la presencia de la referente Marina Silva para la formulación de la política ambiental a partir del 1 de enero de 2023.
Tampoco será un problema identificar las decisiones de política exterior que reconduzcan a Brasil a su condición de poder regional con agenda global. Los pasos previsibles serán limpiar el polvo de las sillas abandonadas por el gobierno de Bolsonaro en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y en la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), dar impulso al Tratado Amazónico de 1978, restablecer la representación diplomática en Caracas y movilizarse para dar respuesta a la crisis haitiana. En el tablero de la gobernanza global, el lugar en el Consejo de Seguridad de la ONU durante 2023, la presencia en el grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica) y la preparación para la Cumbre del G20 en Nueva Delhi en setiembre de 2023 –con vistas a que Brasil sea anfitrión en 2024– serán también tareas importantes. A ellas se sumará la de desarrollar un lugar constructivo en la Organización Mundial de la Salud (OMS) y en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra.
El contenido y alcance de la acción internacional brasileña durante el periodo 2003-2010 constituye el referente que otorga fundamentación y sentido de continuidad a una narrativa progresista, anclada en el mensaje de que se “volvió al futuro”. La pregunta esencial es si la reactualización de los principios de “soberanía, desarrollo y democracia”, que marcaron las acciones internacionales de los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT), alcanzarán para generar ese proceso en el presente. De prevalecer un envión renovador y transformador, será crucial ampliar las capacidades de dialogo y acción entre el Ministerio de Relaciones Exteriores y diversos ámbitos de la política pública estatal, tanto en el nivel nacional como en el subnacional. Asimismo, será necesaria la vinculación con los grupos organizados de la sociedad brasileña, especialmente del movimiento feminista, la población negra y los pueblos indígenas.
Los actores y movimientos sociales representan un pilar político medular del PT y de los partidos de centroizquierda de la coalición vencedora. Estas fuerzas han incrementado su voz en los intercambios de ideas y proyectos en todos los temas de gobierno, incluido el campo de la política exterior. Para simbolizar el desembarco del nuevo gobierno el 1 de enero de 2023, la toma de posesión de Lula en Brasilia proyectará la imagen de un gran arco inclusivo que combine diversidad racial y multiculturalismo. Sin embargo, será fundamental precisar qué idea de futuro está encadenada a la noción de cambio de época. Y, para ello, habrá que evitar en los próximos años que esa noción sea apenas una manifestación de intenciones y se mantenga en un nivel cosmético.
El desafío principal
La mayor prueba para el nuevo gobierno de Lula será la de construir una visión de mundo que otorgue un fundamento y un contenido propiamente político a su proyecto internacional. En este caso, el desafío consistirá en darle forma, identidad y sustancia a lo que en relaciones internacionales se llama una “gran estrategia”.
El contexto internacional actual presenta una rara combinación de crisis y movimientos de transformación que abre posibilidades de definición de rutas de política internacional que implican simultáneamente oportunidad y riesgo. Cada día resulta más evidente que el corto ciclo de la pos-Guerra Fría –con su ideal de convergencia política y económica asentada en una promesa universal de que la seguridad, la equidad y la justicia constituirían los pilares de un “nuevo orden” liderado por Estados Unidos– ha terminado. La creciente pugna entre Estados Unidos y China –más alentada por un Washington declinante que estimulada por un Pekín ascendente– revela que la transición de poder e influencia moldea un interregno en el cual, siguiendo a Gramsci, afloran los “síntomas mórbidos” del sistema global.
En tal coyuntura se despliegan fenómenos, fuerzas, contradicciones y procesos que no condicionan por igual a todos los actores internacionales, pues aún hay espacio para la agencia y para una relativa autonomía de aquellos países y regiones que puedan sortear las restricciones y aprovechar las ventajas. Sin embargo, y a diferencia de la primera década del siglo XXI, se han reducido la difusión y fluidez del poder a escala internacional, en especial en el último lustro. Esto hace más arduo, costoso y vacilante el ingreso de los países del Sur global al círculo de los actores que concentran la mayor capacidad de incidencia en los asuntos mundiales. Esta situación limita las chances de un multipolarismo inclusivo.
Frente a este escenario volátil, precario y ambiguo, Brasil podrá recorrer caminos distintos en función de las orientaciones dominantes de su política exterior. Actualmente están dadas las condiciones para elegir líneas de acción que impliquen sumar al país como un jugador de estatura de poder mediano a “partidas” que ya han comenzado y que cuentan con un conjunto de “cartas” colocadas sobre la mesa. El punto de inicio de esta elección es reconocer las diferencias que se plantean en el presente cuando se evoca la idea de multipolaridad que prevalecía hace dos décadas. El cuestionamiento al orden liberal internacional podía generar presiones y fricciones, pero no ofrecía riesgos mayores de colisión. Pero en la actualidad, la difusión y fluidez del poder que otrora acompañaban el surgimiento y despliegue de los poderes medianos han sido reemplazadas por una lógica rígida de polarizaciones que reduce el margen de autonomía de las potencias medias.
Una alternativa sería la adopción de un rol positivo y funcional que identifique formas de contribuir a frenar la crisis y el declive del orden liberal internacional, lo que conduciría a Brasil a una opción “occidentalista”. Es importante que se aclare que esta preferencia se traduce más en la dirección de una mayor cercanía y no de un seguidismo automático de Occidente. En el discurso que brindó tras su victoria electoral, Lula hizo referencia a Estados Unidos y a la Unión Europea y no mencionó ni a China ni a Rusia. Entre las principales aspiraciones que destacó en su discurso, se encuentra que Brasil sea parte de la ampliación del Consejo de Seguridad de la ONU.
El tema de la reforma del Consejo de Seguridad lleva décadas postergado, pero en la alocución de setiembre de 2022 ante la Asamblea General de la ONU, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, anunció la voluntad de su país de procurar que se aumente el número de miembros permanentes (y no permanentes) del Consejo. Ya en 2021, en todas las votaciones de las resoluciones de la Asamblea General, Brasil tuvo un inusitado nivel de coincidencia con Estados Unidos. El porcentaje de coincidencias de toda América Latina y el Caribe con Washington fue de 34%; Brasil coincidió en 42% de las votaciones, sólo emulado por Guatemala y superado por Dominica, que llegó a 45%. Habrá que ver el comportamiento del país a partir de 2023.
En 2019, el gobierno de Donald Trump designó a Brasil aliado extra-OTAN y ese mismo año el gobierno brasileño firmó un acuerdo de cooperación con la Guardia Nacional del Estado de Nueva York y acordó con Estados Unidos el uso de la base de Alcântara para fines espaciales. Preservar o eventualmente profundizar la dimensión de defensa entre Washington y Brasilia será una señal relevante a evaluar en el futuro. Atender o no el deseo de Washington de que el país sudamericano contribuya con fuerzas militares o policiales a una nueva misión en Haití se ha presentado en la agenda de conversaciones bilaterales antes de la asunción de Lula da Silva para su tercer mandato presidencial. Al mismo tiempo, las afinidades entre Biden y el ex-dirigente metalúrgico respecto al cambio climático son evidentes. El interés de Estados Unidos de integrar y aportar al Fondo Amazonia, junto con Noruega y Alemania, es parte de esa sintonía. Al mismo tiempo, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) anunció en junio de 2022 la “adopción formal de la hoja de ruta para la adhesión de Brasil” y otras naciones. ¿El nuevo gobierno podría agilizar y acelerar ese ingreso a la OCDE como señal de su disposición más “occidentalista”?
Un eventual acercamiento al círculo de poder de Occidente se puede comprender, en parte, como la expresión de un fenómeno combinado de reciprocidad y necesidad. Antes del triunfo de Lula, quienes más alzaron la voz para defender la legitimidad del proceso electoral y el respeto al Estado de derecho en Brasil fueron las principales potencias de Occidente. A su vez, ante los niveles de polarización existente, Lula seguirá requiriendo del respaldo visible y activo tanto de Estados Unidos como de la Unión Europea. Países como Alemania, Francia, España y Portugal ya han mostrado su disposición a reforzar los vínculos con el gobierno entrante.
La cuestión será cómo encajar este apoyo en una lógica de lo que Robert Keohane llamó la “reciprocidad difusa”, lo que implica “algo más” que reforzar un discurso que subraye afinidades entre la democracia brasileña y el sistema de creencias del clúster mundial de promotores de la democracia liberal. La disposición a robustecer lazos con el nuevo gobierno brasileño ha sido manifestada por “pesos pesados” del orden internacional, empezando por Estados Unidos y Alemania. Hay, en tal sentido, un abanico de posibilidades que podrían incluir tanto la reapertura de la negociación del acuerdo Mercosur-Unión Europea –para reforzar concesiones en cuestiones de cambio climático–, como generar espacios de avances promisorios en el campo de la economía digital o, incluso, abrir nuevas agendas de comercialización de equipos militares. La Unión Europea deberá definir quién orienta el relanzamiento de un compromiso hoy en hibernación: París parece más inclinado a no avanzar, mientras Berlín se muestra más inclinado a impulsar el acuerdo de 2019.
De todas formas, la adopción de un camino de este tipo por parte de Brasil significaría una bajada de tono importante con respecto a las posturas de cuestionamiento al liberalismo que marcaron la política exterior de los primeros gobiernos de Lula, además de lo que fuera la apuesta importante a una multipolaridad inclusiva a través de la actuación en grupos como el Foro Trilateral IBSA (India, Brasil, Sudáfrica) y BRICS y el acercamiento a países con presencia internacional como Irán, Turquía e India. Los tiempos ya no son los mismos y los espacios de negociación se han restringido en el contexto de una rivalidad agudizada entre los principales polos de poder mundial. La guerra en Ucrania se ha convertido en un desasosiego que presiona a la comunidad internacional en dirección a prescripciones militarizadas y securitizadas que son muy dañinas para el Sur global. Sin poder librarse totalmente de estas constricciones, existe la posibilidad –y la oportunidad– de que el Brasil de Lula preserve su libertad de acción, buscando al mismo tiempo reforzar un sentido y una orientación independiente y propia. Se menciona, por ejemplo, la iniciativa de asumir un rol protagónico en el frente de la seguridad alimentaria articulando el combate contra el hambre en el plano doméstico con un aporte mundial productivo en la materia.
En este mismo contexto se proyectan con imponente gravitación las relaciones con China, que presentan nuevos retos. Tanto para Pekín como para Brasilia es más deseable que sus respectivos vínculos se desarrollen dentro de una dinámica intracapitalista de competencia económica y tecnológica, evitando la contaminación derivada de una lógica bipolar de rivalidad geopolítica. Hoy por hoy, China expande su interés en América Latina sobre la base de un tejido que combina el multilateralismo informal (por ejemplo, las cumbres Celac-China) y bilateralismos jerarquizados –con Brasil a la cabeza, seguido por la tríada Argentina, México y Colombia– y mediante acuerdos específicos en el marco de la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Brasil no podría afrontar los costos que significaría revertir el peso económico-comercial de la relación con China. Tal constatación, entretanto, no implica ignorar la necesidad de encontrar maneras de reducir la dependencia del mercado chino como también de recuperar competitividad en los mercados regionales: la reprimarización de la economía brasileña ha provocado daños para nada insignificantes. En consecuencia, para Brasil será esencial trabajar en conjunto con los socios del Mercosur, en especial Argentina, para imprimir un sentido estratégico a la “sudamericanización” de cadenas de valor.
Otra alternativa para el gobierno de Lula será la de optar “por el Sur”. Brasil en general y Lula en particular tienen suficientes credenciales para recuperar y potenciar su condición de poder emergente del Sur global. Si Brasil desea revitalizar su proyección, debería asumir un papel más activo, por ejemplo, en la expansión de lo que se considera el “BRICS plus”: hasta el momento, los motores para la inclusión de nuevos miembros son China y Brasil, pero estos han venido desempeñando un papel relativamente pasivo. Habrá que ver si Brasil quiere o puede invertir en reimpulsar el alicaído IBSA, cuya última declaración de relevancia fue la de 2011.
Los foros que otrora fueron auspiciados por Brasil, como los encuentros de los países de América del Sur con el mundo árabe y con África, llevan postrados más de un lustro, en parte por la autodestrucción de la Unasur, que tuvo a Brasil como un protagonista relevante del colapso, y por el retiro del país de la Celac. Relocalizar otra vez en la Unasur las agendas de convergencia sudamericana en temas como la defensa y salud pública, sumando ahora el cambio climático, depende de la reactivación y actualización de la diplomacia regional brasileña y de una desideologización efectiva de los ámbitos subregionales de concertación.
Volver a estimular los foros regionales de relacionamiento exige voluntad política, recursos materiales y temarios sustantivos que incluyan las voces de actores no estatales. Es probable que el gobierno de Lula tenga disposición a recrear esos espacios, pero es difícil pensar que lo podrá hacer de modo unilateral. En ese sentido, habrá que observar hasta qué punto la vecindad (el Mercosur, Sudamérica, Latinoamérica) acompaña a Brasil en ese empeño y en qué medida Brasil convoca a sus vecinos. Nuevas pautas de reciprocidad, inclusión y distribución serán necesarias si este esfuerzo implica asegurar un liderazgo regional legitimado.
Además, será muy importante que, en paralelo, se profundicen ciertos diálogos bilaterales, muy especialmente aquellos de refuercen el compromiso de Brasilia con la paz regional. Dos buenos ejemplos son el de la postergada presencia de Brasil en el llamado proceso de “Paz Total” en Colombia, impulsado por el gobierno de Gustavo Petro, y la regeneración del diálogo y la cooperación con Argentina en temas centrales y sensibles. En esta misma dirección, para Brasil sería recomendable revertir la militarización que actualmente domina las políticas de frontera del país –en particular en las áreas amazónicas–, que perjudica las interacciones sociales transfronterizas y securitiza el tratamiento de las cuestiones migratorias. En algún momento, Brasil y los países latinoamericanos deberían abordar conjuntamente un diagnóstico y una iniciativa en materia de drogas ilícitas y crimen organizado: los temas delicados no se diluyen a pesar de que se los omita.
Para Brasil, América Latina y Asia constituyen hoy los espacios cruciales en materia comercial. Entre los principales diez destinos de las exportaciones brasileñas están China (primero), Argentina (tercero), Chile (quinto), Singapur (sexto), Corea del Sur (séptimo) y México (octavo). Y entre los diez principales orígenes de las importaciones están China (primero), India (quinto) y Corea del Sur (octavo). En breve, una inclinación más “sureña” de Lula da Silva significaría, en la política exterior del país, recobrar la relevancia de la región y diversificar el tejido de vinculaciones con Asia. La opción “por el Sur” no necesita colisionar con otras cartas que quiera y pueda jugar Brasil. Hay algunos interesantes trabajos académicos que muestran que la opinión pública en Brasil se inclina por diplomacias de equilibrio más que por abrazar a tal o cual país o a tal o cual conjunto de naciones. Incluso hay actores domésticos de peso que, de modo pragmático, no quieren perder mercados de exportación como el de China. Y hay también sectores industriales competitivos que buscan ampliar el comercio con África: según algunas estimaciones, el intercambio con ese continente podría duplicarse en los próximos años. La cooperación con Pekín se hizo extensiva a la Antártida: la reconstrucción de la base brasileña en ese territorio fue construida por una empresa china en 2020 para agrado de civiles y militares en el país.
América del Sur también quiere y necesita redefinir su inserción internacional y, en ese sentido, la vuelta de Lula al poder podría significar un acompañante clave y decisivo para pluralizar políticamente y diversificar materialmente las relaciones exteriores de la región. Fue bajo iniciativa de Brasil que, en 1986, se creó la Zona de Paz y Cooperación del Atlántico Sur, fue durante el mandato de Lula cuando esa zona se dinamizó, y fue el gobierno de Bolsonaro el que la localizó en un lugar irrelevante de la agenda externa brasileña. ¿Quiere Lula reimpulsar este compromiso ribereño de 24 países de la Cuenca del Atlántico Sur para asegurar la no proliferación en el área y evitar las disputas entre las grandes potencias en esta porción importante del Sur global? ¿Tendrá la voluntad, la creatividad y el compromiso el entrante gobierno para proponer ante la comunidad internacional nuevos conceptos más cercanos al Sur en materia de invocación a la fuerza legítima en un ámbito multilateral? No hay que olvidar que la guerra en Ucrania –desde la invasión ilegal de Rusia hasta la proxy war alentada por Occidente– ha significado un duro golpe a un multilateralismo ya jaqueado desde hace años –mucho más por el comportamiento de los más poderosos que por las acciones de las naciones con menos poderío–.
Algunos puntos claves sobre el porvenir
Desde el punto de vista conceptual, la opción de buscar un espacio independiente y soberano de actuación en un contexto de polarizaciones geopolíticamente demarcadas ha merecido diferentes rúbricas, tales como el “no alineamiento”, la “equidistancia” y la “neutralidad”. También se han combinado estas posibilidades con una comprensión de los intereses propios que se desea defender y lo que se busca eludir. Esto introduce el pragmatismo como una línea de conducta más adecuada. La idea de que se estaría iniciando una nueva Guerra Fría en el escenario mundial ha otorgado relevancia a ese tipo de reflexión, recordando que el pragmatismo se asemeja de algún modo al colesterol: puede ser bueno o malo, según implique la apertura de alternativas de acción o la aceptación del ajuste a lo establecido en el ámbito internacional.
Por ello mismo, habría que indagar hasta qué punto es inexorable aceptar como principal (y casi única) forma de racionalidad del escenario internacional la contraposición de polos, traducida por la insistencia de Washington en que es y será irreversible la pugna entre Estados Unidos y China. En simultáneo, se ha instalado una lectura exacerbada de la geopolítica mundial por parte de las potencias europeas que justifica la creciente militarización a partir de la guerra en Ucrania. De ambos lados del Atlántico las polarizaciones se han securitizado e ideologizado, lo que genera nuevas presiones sobre gobiernos que comparten los mismos valores democráticos, pero difieren de tales interpretaciones bélicas que refuerzan la fatiga con la paz. Esas interpretaciones estrechan los márgenes de maniobra y generan nuevas restricciones sobre una actuación internacional que pretende una autonomía sustentable. Para el nuevo gobierno brasileño, será esencial encontrar la medida adecuada de asociación y distanciamiento de Occidente, lo cual exigirá prudencia, temple y coraje. Sin duda, el apoyo de las potencias occidentales ganó nuevo sentido en la lucha doméstica contra la extrema derecha, pero ello no debería contribuir a debilitar o fracturar a la coalición partidista triunfadora de la reciente elección.
Además de apuntar a afianzar el reconocimiento de Brasil por su importancia política y su peso económico, la ampliación del acceso a mercados y a tecnología de punta será fundamental para la valoración del país como un poder regional. En este caso, sería aconsejable que se avanzara paralelamente en diferentes modalidades de vínculos con su entorno geopolítico cercano y que ello signifique poner en marcha un regionalismo constructivo. Lula puede combinar un menú de modos de articulación y proyección en Sudamérica en particular y en América Latina y el Caribe en general. Hay un ámbito vecinal inmediato que Brasil puede desplegar con acciones bilaterales positivas y un comportamiento “minilateral” propositivo. Un imperioso relanzamiento con componentes prácticos y realistas en la relación con Argentina es un ejemplo de lo primero, mientras que un ejemplo de lo segundo es la urgente reactivación de la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica con sede en Brasilia. La región espera un Brasil concertador y productivo, mientras padece el drama de un crecimiento conjunto de 0,8% promedio en la última década. América Latina ha sufrido por separado el dolor de más un de millón de muertos a consecuencia de la pandemia de covid-19, lo que representa casi una tercera parte de total mundial de las vidas perdidas. Nadie espera milagros, pero sí consistencia, madurez y efectividad.
Finalmente, el capital político inicial del nuevo mandatario brasileño dará lugar a una potente diplomacia presidencial. La novedosa presencia de la agenda internacional en los debates preelectorales ha revelado un lugar inusual para la política exterior en las definiciones del porvenir de Brasil. Además de recobrar la multifacética presencia del Estado, el nexo interno-externo involucra actores con voz propia tales como las corporaciones económicas, así como múltiples grupos y organizaciones sociales. La polarización ideológica interna en Brasil incide sobre estos grupos, lo que podría significar una fuente de múltiples tensiones, así como una oportunidad para la construcción de la paz doméstica. Hoy por hoy, el sentido progresista de esta diplomacia dependerá de la capacidad del nuevo gobierno para imponer un sentido social al proyecto democrático brasileño, con el acompañamiento de una reconfigurada proyección internacional y regional.
Mónica Hirst es historiadora, profesora visitante en el Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Universidad del Estado de Río de Janeiro y profesora en la Maestría de Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella, en Argentina.
Juan Gabriel Tokatlian es sociólogo, vicerrector y profesor del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella.
Una versión de este artículo fue publicada originalmente por Nueva Sociedad.