Desde hace casi dos décadas, el de Serguéi Lavrov es el rostro de la diplomacia rusa. Producto del aparato de formación de la burocracia soviética, Lavrov es un personaje peculiar que ha sabido abrirse paso en el gobierno de Vladimir Putin. Su gestión acompañó el esfuerzo ruso por volver a posicionarse como gran potencia y ahora tiene la tarea de justificar la invasión de Ucrania.
Hace casi dos décadas que la política exterior rusa tiene el mismo rostro: el de Serguéi Viktorovich Lavrov. Su corporeidad robusta y estética old style quedaron asociados a los años en los que Rusia amplió su capacidad militar, se probó en la guerra de Siria y finalmente, se lanzó a la invasión de Ucrania. Su propia vida sintetiza la transición entre la antigua potencia del “socialismo real” y el país actual, gobernado con mano de hierro por Vladimir Putin.
De padre georgiano con ancestros armenios y madre rusa, Lavrov nació en Moscú en 1950. En la biografía oficial que aparece en la página de internet del Ministerio de Asuntos Externos de Rusia se lo define como “russky”, lo cual resalta su origen étnico y cultural y no tanto su pertenencia legal, que es lo que expresaría el término “rossianin”, matiz que en castellano se pierde, ya que ambas palabras se traducen como “ruso”. Lavrov forma parte de lo que Alexei Yurchak bautizó como la “última generación soviética”, aquella que creció convencida de que la Unión Soviética duraría para siempre y que, sin embargo, no se sorprendió cuando se disolvió casi de un día para otro.1 La entrada de Lavrov a la carrera diplomática comenzó, de hecho, en los días en los que Leonid Brezhnev se afirmaba en el poder y el petrificado socialismo tardío parecía navegar en las aguas del estancamiento. Luego de cumplir diversos roles diplomáticos, Vladimir Putin lo nombró, en 2004, ministro de Asuntos Externos de la Federación Rusa. Desde entonces, permaneció en el cargo y se acercó lentamente al récord que ostenta el patriarca de las relaciones internacionales soviéticas, Andrey Gromiko, quien se mantuvo en su puesto durante más de 25 años.
Lavrov es un producto natural de la formación de burócratas soviéticos. Se graduó en el Instituto Estatal de Relaciones Internacionales de Moscú en 1972 e inmediatamente comenzó a trabajar en el servicio diplomático. Su primera misión importante lo encontró en la embajada soviética en Sri Lanka, donde perfeccionó su manejo del cingalés, uno de los idiomas que domina además del ruso, el inglés y el francés. Allí operó como asesor y fue también intérprete del entonces embajador Rafiq Nishonov, quien más tarde sería primer secretario del Partido Comunista de Uzbekistán. De regreso en Moscú en 1976, ocupó diversos cargos en el ministerio hasta que en 1981 fue enviado como miembro de la delegación soviética ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Nueva York, donde permaneció durante siete años.
La disolución de la Unión Soviética encontró a Lavrov trabajando en Moscú, en lo que ahora se conoce como Ministerio de Asuntos Exteriores de la Federación Rusa. En 1994 regresó a Nueva York para desempeñarse como representante de su país ante la ONU, y presidió en diversas ocasiones el Consejo de Seguridad. A pesar de ser un posible candidato para reemplazar a Evgueny Primakov para el cargo de ministro de Asuntos Exteriores en 1998, su nombramiento tuvo que esperar hasta 2004, cuando fue convocado por Putin para que reemplazara a Ígor Ivanov, sucesor de Primakov y un gran opositor tanto a la intervención de la OTAN en Yugoslavia como a la invasión estadounidense en Irak. Desde entonces, Lavrov se ha desempeñado como canciller.
La llegada de Evgueny Primakov a la cancillería marcó un quiebre con la política exterior rusa de los primeros años postsoviéticos, que se había subordinado a las resoluciones de Estados Unidos y Europa. La amenaza que conllevaba la expansión de la OTAN hacia los territorios del antiguo bloque socialista y el objetivo de reponerse de la humillación que significó la pérdida del lugar de superpotencia luego de la disolución de la Unión Soviética en 1991, junto con el declive de Boris Yeltsin y sus consejeros más occidentalistas, condujeron a una nueva política exterior. La meta de Putin fue lograr la independencia de las potencias occidentales en la toma de decisiones a partir del fortalecimiento del rol del Estado. Así lo expresó Lavrov en 2006: “Para nosotros, esta autonomía es una cuestión clave y vamos a continuar actuando sobre esa base tanto en el país como en la arena internacional”.2
La intervención de la OTAN en Yugoslavia en 1999 fue la gota que rebalsó el vaso, y la nueva dirigencia a cargo de la cancillería se puso como objetivo recuperar el control de un área de influencia que históricamente se había considerado reservada a Rusia. Las llamadas “revoluciones de colores”, así como las invasiones estadounidenses de Irak y Afganistán, reforzaron la idea de que Rusia debía jugar un rol de importancia en el mundo y romper con la unipolaridad que pretendía ejercer Estados Unidos, haciendo valer rasgos heredados de la vieja Unión Soviética. Putin sabe, y lo recuerda cada vez que puede, que Rusia es una potencia que cuenta con armas nucleares. Pero el presidente ruso también apela a elementos sacados del pasado imperial. No se puede entender la conducta de Lavrov si no se comprende primero la necesidad del putinismo de reponer el lugar de Rusia en el concierto global o incluso la idea de restaurar un mundo ruso –russky mir– que unifique y proteja a todos aquellos que forman parte de esa comunidad lingüística y cultural. Gran parte de la política exterior rusa está guiada por esta idea de una civilización dividida y amenazada por fuerzas foráneas, especialmente las que provienen de Occidente, que relativiza las fronteras y sueña con una integración entre quienes viven en el territorio ruso y los rusoparlantes desperdigados por el planeta.
A diferencia de otros funcionarios del gobierno de Putin, que provienen de su grupo de amistades forjado en su ciudad natal de San Petersburgo, Lavrov no forma parte del círculo rojo del presidente y, en ese sentido, no parece tener el mismo peso a la hora de decidir la política exterior, como sí pueden haberlo tenido Serguéi Ivanov o Serguéi Prijodko. Eso no impidió, sin embargo, que le regalara a Putin una estatua de bronce tamaño natural de Mahatma Gandhi para su cumpleaños número 63, recordando una entrevista de 2005 en la que el presidente respondió a los medios occidentales que le cuestionaban su falta de democracia que “luego de la muerte de Gandhi no hay nadie más a la izquierda con quien hablar”.3
De carácter apacible pero también severo, su estilo está más cerca del funcionario estatal que se subordina a las directivas del jefe que de un miembro del club de los amigos del presidente. Lavrov no es un político ni un militante, sino más bien un funcionario que heredó de la Unión Soviética –y particularmente de un ámbito como las relaciones internacionales– el imperativo de la defensa de los intereses del país por encima de cualquier otra cosa. Nunca juega solo, sino que es la voz cantante del equipo dirigente. Cuenta para ello con la compañía de la hábil María Zajárova, quien desde 2015 se desempeña como directora del Departamento de Información y Prensa del Ministerio de Asuntos Exteriores y quien además de presentarse semanalmente frente a la prensa para sintetizar las actividades de su jefe, no tiene problemas en reunirse con docentes de las escuelas moscovitas para recordarles que tienen que reservarse su opinión personal sobre la guerra en Ucrania, ya que trabajan para el Estado y deben proteger sus intereses.
Al igual que el presidente ruso, Lavrov suele practicar deportes, y el esquí y el fútbol están entre sus favoritos. Fanático del Spartak, uno de los equipos más populares de Moscú, Lavrov acostumbra, además, aprovechar sus ratos libres y sus vacaciones, que suele pasar en el interior de Rusia más que fuera del país. Es entonces cuando se arremanga su camisa para cortar leña, rutina que explica en parte su conservada línea que ronda ya los 70 años. Como muchas personas de su generación, es aficionado a la poesía y, de modo similar a muchos líderes soviéticos –el secretario general del Partido Comunista Iury Andrópov, sin ir más lejos– le gusta escribir versos, emulando tal vez a Evgueny Evtushenko o Bulat Okudzhava. Pero Lavrov es también un gran admirador de la literatura y entre sus autores favoritos se encuentra Mijaíl Bulgákov y su clásico El maestro y Margarita, una crítica exquisita y contundente a la vida soviética y sus contradicciones. En sus años como canciller, Lavrov ha logrado varias condecoraciones, como la Orden al Mérito por la Patria (en 2015), la más elevada que el Estado ruso puede otorgar a un civil. En 2020 fue nombrado, además, Héroe del Trabajo de la Federación Rusa, título que también fue otorgado al afamado director de orquesta Valery Gergiev y al director de cine Nikita Mijalkov –ambos de notable cercanía con el Kremlin– por sus aportes “a la prosperidad de Rusia”.
En su larga trayectoria, Lavrov ha sumado más logros que reveses en el desarrollo de una “diplomacia en red” que busca evitar, por un lado, la consolidación de alianzas formales y, por el otro, la ideologización de las relaciones internacionales. La “diplomacia en red” favorece un enfoque pragmático y flexible que tiene en cuenta los intereses de los actores involucrados para maximizar la influencia rusa.4 Por ejemplo, su llegada a Siria en 2012, luego de que Rusia votara en contra de una resolución de la ONU que pretendía aplicar sanciones al gobierno de Bashar al Assad, fue recibida con júbilo por miles de sirios que padecían las miserias de la guerra civil. Al año siguiente la tarea de Lavrov resultaría decisiva para acordar la destrucción de las armas químicas que poseía el gobierno sirio.
Durante la crisis ucraniana de 2014, su desempeño resultaría fundamental para legitimar la anexión de Crimea y para dejar en claro que Ucrania debía ser el límite de la expansión de la OTAN. De hecho, Lavrov siempre manifestó que la alianza euroatlántica debía limitar su expansión, cuando no revisar su existencia en un mundo donde la Guerra Fría ya es historia. Si bien hubo sanciones por parte de Estados Unidos, su efecto sobre la economía y la diplomacia apenas fue percibido. Cada vez que pudo, Lavrov dejó en claro su oposición a las sanciones que ese país aplicó no sólo a Rusia, sino a otros como Turquía, pero también a otras formas de presión internacional, como que se considerara a Irán un “estado canalla”. En los círculos diplomáticos todavía se recuerda cuando, en plena crisis de Corea en 2017, caracterizó al enfrentamiento verbal entre Donald Trump y Kim Jong-un como “una pelea de niños en un jardín de infantes”.
El actual conflicto con Ucrania lo encuentra tan atareado como incómodo. Lavrov se ve forzado a hacer malabares para justificar, tanto ante sus compatriotas como ante la opinión pública internacional, los eufemismos que su gobierno utiliza para definir lo que es una lisa y llana invasión. Lavrov llama “operación militar especial” al ataque ruso sobre Ucrania y afirma que su gobierno no está enfrentando a los ucranianos, sino a los “nacionalistas”. Se trata, por supuesto, de ejercicios retóricos difíciles, sobre todo luego de que el 10 de marzo el Ejército ruso descargara sus misiles contra un hospital de niños de la ciudad de Mariúpol y desde que el gobierno ucraniano comenzara a reportar la muerte de civiles. Si bien su trabajo supone el ejercicio diplomático de evitar frases comprometedoras y fuera de lugar, hace unos días sostuvo en una conferencia de prensa, luego de reunirse con su colega ucraniano, que Rusia no pretende atacar a otros países porque de hecho, “no atacó a Ucrania” sino que “la está liberando”.
Su rostro incólume no sirvió para matizar el eufemismo ni para disimular el enorme daño que la actual política exterior rusa está generando en el territorio de Ucrania. Todavía está por verse hasta dónde es capaz de llegar.
Martín Baña es doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Actualmente se desempeña como profesor adjunto a cargo de la cátedra de Historia de Rusia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Es autor de Una intelligentsia musical. Modernidad, política e historia de Rusia en las óperas de Musorgsky y Rimsky-Korsakov (1856-1883) y coautor de Todo lo que necesitás saber sobre la Revolución Rusa. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.
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Alexei Yurchak: Everything was Forever, Until It Was No More. The Last Soviet Generation, Princeton University Press, Princeton, 2005. ↩
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Jeffrey Mankoff: “Russian Foreign Policy. The Return of Great Power Politics, Rowman & Littlefield Publishers”, Lanham, 2009, p. 16. ↩
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Mikhal Zygar: “All the Kremlin’s Men. Inside the Court of Vladimir Putin”, Public Affairs, Nueva York, 2016, p. 432. ↩
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J. Mankoff, op. cit., p. 104. ↩