El historiador británico James Joll señaló alguna vez que “toda historia es historia contemporánea”, es decir que los hechos del pasado adquieren sentido en el contexto presente en que esos hechos son analizados.
Hace poco el Instituto Leibniz de Historia Contemporánea de Múnich desclasificó documentos del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán que contienen las conversaciones sostenidas entre el entonces canciller Helmut Kohl, su vicecanciller y ministro de Relaciones Exteriores, Hans Dietrich Genscher, y el premier soviético Mijaíl Gorbachov. De la lectura de las minutas, memos y correspondencia entre estos y otros líderes de los años 90 –los presidentes George Bush y François Mitterrand, entre otros– surgen algunas conclusiones que, en el contexto de la crisis ruso-ucraniana actual, podrían tener consecuencias explosivas, especialmente para el gobierno alemán. La principal es que Kohl y Gencher apoyaron el mantenimiento de la Unión Soviética (URSS) y se opusieron tanto a la independencia de Ucrania y los países bálticos como a la inclusión en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) de los exmiembros del Pacto de Varsovia.
El 1º de marzo de 1999 Genscher informó a Washington que su gobierno se oponía a la expansión hacia el este de la OTAN ya que “durante las negociaciones 2 + 4 (las dos Alemanias + Estados Unidos, URSS, Francia y Gran Bretaña) se les dijo a los soviéticos que no teníamos la intención de expandir la OTAN hacia el este”. Tres días más tarde, en una reunión con diplomáticos de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, el funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores alemán Jürgen Chrobog expresó que el entendimiento de lo acordado en las negociaciones del 2 + 4 era que no aprovecharíamos la retirada de las tropas soviéticas para sacar ventaja”. El 18 de abril de ese mismo año Genscher manifestó a su par griego que les había dicho a los soviéticos que después de la reunificación Alemania permanecería dentro de la OTAN, pero que esta organización no se expandiría hacia el este.
En una reunión llevada a cabo el 11 de octubre con sus pares francés y español, Genscher expresó la oposición del gobierno alemán al ingreso de los países de la Comunidad de Estados Independientes (Bielorrusia y Ucrania) a la OTAN sobre la base de que ello contribuiría a desestabilizar las relaciones entre las exrepúblicas soviéticas y Moscú. Al parecer, el gobierno alemán tuvo la intención de hacer que la OTAN formulase una declaración oficial señalando que la alianza atlántica no se expandiría hacia el este, pero abandonó esta idea luego de que en una visita a Washington en mayo de 1991 el ministro de Relaciones Exteriores alemán fuera informado de que “en el futuro no puede excluirse la expansión”.
Kohl y Genscher temían, con razón, que la crisis entre las repúblicas bálticas y Moscú tendría un efecto dominó que arrastraría luego a Ucrania y terminaría con la desintegración de la URSS y la caída de Gorbachov. En una visita a París a principios de 1991, Kohl le dijo a Mitterrand que las repúblicas bálticas estaban tomando el “camino equivocado” y que debían esperar por lo menos diez años para separarse de la URSS, y una vez que fueran independientes debían permanecer neutrales, con un “estatus finlandés”, y no ser miembros de la OTAN ni de la Comunidad Europea.
El gobierno alemán adoptó la misma postura respecto de Ucrania. Esta debía permanecer dentro de la URSS, al menos inicialmente. Sin embargo, ante el hecho irreversible de la independencia, y también de lo que en la diplomacia alemana se interpretaba como la tendencia en Kiev hacia “excesos nacionalistas y autoritarios”, en una reunión que mantuvieron en Bonn, en noviembre de 1991, Kohl y el presidente de Rusia, Boris Yeltsin, el canciller alemán prometió al mandatario ruso que “ejercería influencia sobre la dirigencia ucraniana” para que Kiev se uniese a una confederación integrada por Rusia y las exrepúblicas soviéticas.
Preocupado por la creciente sensación de aislamiento y frustración que reinaba en Moscú, a principios de 1991 Genscher declaró que el ingreso a la OTAN de los países del centro y el este de Europa “no está en nuestro interés” y que, si bien tenían el derecho de unirse a la alianza occidental, debía “evitarse que ejerzan ese derecho”.
Ya sea que se vea como un intento de mantener la paz en Europa –evitando el trágico ejemplo de Yugoslavia– o como un acercamiento con Moscú a expensas de otros países, el presidente del Comité de Asuntos Exteriores del parlamento alemán, Michael Roth (Partido Socialdemócrata de Alemania, SPD), pidió la creación de una comisión a fin de determinar si el gobierno alemán tomó o no decisiones que implicaron la “negación de soberanía” de países vecinos.
Los alemanes no eran los únicos que veían con preocupación las tendencias nacionalistas que amenazaban con desgarrar al imperio soviético. Mitterrand se quejó de las repúblicas bálticas afirmando que “no se puede arriesgar todo lo conseguido (las negociaciones del 2 + 4) sólo para ayudar a países que no han tenido existencia propia en 400 años”. El mismo Bush se mostró molesto por la contundencia con que los tres estados del Báltico presionaban por su independencia. No menos proféticas resultaron las advertencias del ministro de Relaciones Exteriores de Gorbachov, Eduard Shevardnadze. En una visita que Genscher hizo a Moscú en octubre de 1991, Shevardnadze, que ya no ocupaba ningún cargo oficial, le advirtió al funcionario alemán que si la URSS colapsaba surgiría un “líder fascista” que llegaría al poder y reclamaría el retorno de Crimea a Rusia.
En otro momento estas revelaciones probablemente no hubiesen encontrado eco más allá de los ámbitos académicos. En el contexto actual, cuando las relaciones entre Alemania y Ucrania pasan por uno de sus peores momentos –hace unas semanas Kiev prohibió el ingreso del presidente alemán, Walter Steinmeier– a raíz de lo que la dirigencia ucraniana ve como “influencia rusa” en la política alemana, el contenido de estos documentos podría convertirse en munición para ambas partes del conflicto ruso-ucraniano.
El presidente ruso, Vladimir Putin, tendría la prueba “objetiva” de lo que siempre había dicho: que la OTAN no cumplió la promesa hecha a Gorbachov de no expandirse hacia el este. Zelenski, por su parte, podría usar los documentos desclasificados para demostrar que la parsimonia alemana para imponer sanciones contra Rusia, que en el fondo se debe a la dependencia alemana del gas ruso, en realidad es parte de una política alemana, independientemente de qué partido dirija el gobierno, de lograr acuerdos con Moscú a expensas de otros países.
Esta situación podría, además, ahondar aún más las divisiones dentro de Alemania, no sólo de la sociedad sino del propio gobierno, ya que en la coalición de socialdemócratas, verdes y liberales las posturas se dividen entre la cautela del canciller Olaf Scholz (SPD, partido históricamente asociado con la “Ostpolitik”, es decir, el acercamiento a los países del este y a Rusia en particular), la postura proucraniana de la ministra de Relaciones Exteriores, Annalena Baerbock (verde), y el ministro de Economía, Christian Lindner (Partido Democrático Libre, FDP), y la rusofobia extrema de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen (Unión Demócrata Cristiana, CDU), quien en una de sus intervenciones en Bruselas llamó a desmantelar “pieza por pieza” la estructura industrial de Rusia.
El efecto negativo que la guerra tiene en Alemania, la división en el gobierno y la crispación en la sociedad por el aumento de los precios son una mala noticia en toda Europa; con todos los problemas y defectos que puedan señalarse, Alemania posee uno de los sistemas políticos más liberales y estables de Occidente, además de seguir siendo el motor económico de Europa. Su debilitamiento acarrearía consecuencias imprevisibles para otros países como Francia, cuyo gobierno la extrema derecha acaba de poner contra las cuerdas.
Este artículo fue publicado originalmente por Le Monde diplomatique edición Cono Sur.