Ecuador afrontará nuevas elecciones presidenciales y parlamentarias en febrero de 2025. Hace exactamente un año, en una campaña electoral marcada por la conmoción provocada por el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio y por la salida anticipada de Guillermo Lasso de la presidencia, un inesperado aspirante daría la gran sorpresa, pasaría al balotaje y ganaría apretadamente la segunda vuelta contra la candidata auspiciada por el expresidente Rafael Correa. Las únicas credenciales conocidas de Daniel Noboa Azín, el candidato triunfador, eran las de ser hijo del magnate bananero Álvaro Noboa Pontón, cinco veces candidato presidencial.

Noboa hijo era un silencioso diputado que rehuía la confrontación y había brillado solitariamente en un debate televisado bajo el trauma del reciente magnicidio. Con una votación de segunda vuelta prácticamente idéntica a la que había llevado al Palacio de Carondelet a Guillermo Lasso en 2021, la victoria de Noboa Azín ratificó el “techo” recurrente de las candidaturas correístas. Se comprobaba así que casi cualquier candidatura improvisada podía vencer la fuerza de Rafael Correa (presidente entre 2007 y 2017), en este caso, a Luisa González, cuyo mayor activo era la fidelidad hacia el exmandatario exiliado en Bélgica.

¿Qué ha pasado en este año de gobierno interino y qué futuro puede augurarse en la contienda electoral actual?

Coordenadas económicas y de seguridad

Noboa fue elegido para completar el interrumpido mandato del banquero conservador Guillermo Lasso por un poco más de un año y medio. Inicialmente, la situación económica y fiscal heredada de su antecesor lucía desesperada. En diciembre de 2023, el déficit primario era mayor al encontrado por Lasso en diciembre de 2020 (3.300 millones de dólares), las reservas habían caído a niveles históricos, la ejecución presupuestaria del plan nacional de inversiones públicas apenas superaba el 11% de lo planificado y las deudas con proveedores, la seguridad social y los gobiernos locales dejaban al gobierno con la caja más que vacía.

En el marco de una economía dolarizada, el gobierno tomó el camino económico desplegado en piloto automático por los gobiernos anteriores. En abril de 2024 firmó un nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), el cuarto desde marzo de 2019, que le aseguró una inyección de fondos de 4.000 millones de dólares, esencialmente para pagar las deudas con el propio FMI, y la apertura de financiación con otros organismos multilaterales por otros 6.000 millones.

A fines de noviembre de 2023, el mandatario había enviado al Parlamento una ley para la condonación de intereses y multas de deudas tributarias (llamadas popularmente “amnistías tributarias”), con la que anunció que recaudaría 960 millones de dólares, aunque a final de agosto de 2024 el Servicio de Rentas Internas señaló haber cobrado sólo 562 millones. Este blanqueo de la evasión tributaria se ha repetido regular y perversamente: Correa lo hizo cuatro veces, Lenín Moreno y Lasso, una cada uno.

El 1º de abril de 2024 entró en vigor la ley contra la delincuencia –un verdadero flagelo nacional–, por la que se autorizó el alza del IVA de 12% a 15%, lo que implica un aumento de la recaudación estimado en 1.500 millones de dólares al año, y una contribución temporal de seguridad a las utilidades de 2022 por la que se recaudaron 328 millones más. Por último, el 28 de junio el gobierno tomó la medida más delicada y difícil, que en el pasado había desencadenado fuertes movilizaciones sociales: aumentó el precio local de las gasolinas usadas para transporte privado al precio internacional. Lo hizo, en todo caso, cuando el precio internacional estuvo lo suficientemente bajo para que el impacto no fuera inmediato, e impuso topes máximos y mínimos en la variación mensual. El ahorro fiscal se estimó en 644 millones de dólares anuales, que es lo que se gastó por este rubro en 2023. El gobierno evitó cuidadosamente, por el momento, tocar los dos subsidios más sensibles, el del diésel, usado en el transporte de pasajeros y carga, y por tanto con más impacto en la inflación, y el del gas de uso doméstico, ambos en el centro de poderosas movilizaciones indígenas y populares en 2001, 2019 y 2022.

Resulta llamativo, inexplicable a primera vista, que el gobierno haya conseguido aprobar semejantes medidas económicas impopulares en un Parlamento en el que dispone apenas de 25 legisladores sobre 137. Más llamativo aún es que su propia popularidad se mantuviera relativamente blindada. A fines de abril, cuando se realizó la consulta popular sobre seguridad, su aprobación rondaba el 70%, cayó a 52% en julio de este año y se mantenía en ese nivel en setiembre.

Estos porcentajes resultan aún más sorprendentes cuando se les suma la torpeza monumental mostrada en la política eléctrica. Desde abril se produjeron repetidos cortes del suministro de electricidad en los que la población ni siquiera fue advertida a tiempo. Junto con la profunda sequía de un “verano” inusualmente árido (en la mitad del mundo se llama verano al período de escasas lluvias), los cortes se explican porque las inversiones en grandes represas hidroeléctricas durante el gobierno de Correa fueron mayoritariamente instaladas en la misma zona hidrológica con estiaje en los mismos meses, y otras resultaron mal construidas, por lo que no pueden funcionar a su plena capacidad. Finalmente, se suma la indolencia de los gobiernos de Lasso y Noboa en la inversión en plantas termoeléctricas de emergencia.

En una reacción que se volvería costumbre, el gobierno acusó de “sabotaje” a 21 funcionarios de su propia administración, incluida su ministra de Energía. Sobre todo, en un segundo tipo de reacción, compensó la incapacidad de gestión con rápidos gestos asistencialistas. Por ejemplo, anunció que serán gratuitas las facturas eléctricas de los hogares que consumen menos de 180 kwh en diciembre, enero y febrero. Se trata de una desembozada medida electoral precisamente durante los meses de campaña. El gasto previsto por esta medida se ha anunciado en 34 millones de dólares, en plena crisis eléctrica, cuando las inversiones en provisión de electricidad son urgentes (y han sido nuevamente postergadas).

A pesar de estas graves deficiencias en la gestión, la explicación última de que el gobierno todavía tenga oportunidades de repetir la elección en febrero reside en el principal problema que atribula a los ecuatorianos desde hace cuatro años: la intensa crisis de seguridad pública, el incremento de los homicidios ligados al narcotráfico y de todo tipo de extorsiones, robos agravados y violencia delincuencial.

Pero ¿acaso el gobierno de Noboa ha logrado éxitos contundentes en la contención del crimen? ¿Estamos ante un nuevo Bukele? Las cifras disponibles hasta junio y las cifras parciales de julio y agosto niegan cualquier mejora sustancial. No obstante, el crimen ha dejado de crecer, por primera vez desde 2019. Ecuador había llegado a la astronómica cifra de 47 homicidios intencionales por cada 100.000 habitantes en 2023, la más alta de América Latina.

Según el Observatorio Ecuatoriano de Crimen Organizado, “entre el 1o de enero y el 30 de junio de 2024, Ecuador registró un total de 3.036 homicidios, lo que representa una reducción de 585 casos en comparación con el mismo período de 2023. Este resultado marca la primera disminución en la tendencia observada desde 2019, con una reducción de 16,16% en relación con 2023”. La disminución es bastante modesta. Sin embargo, la caída es mucho más notable en dos provincias de la Costa: El Oro, en la frontera sur, y Esmeraldas, en la frontera norte, donde los homicidios cayeron a la mitad luego del pico de 2023. En estos lugares, la leve mejora se siente en la vida cotidiana.

No obstante, es poco probable que esta caída sea estadísticamente suficiente para explicar los éxitos políticos del gobierno y, de hecho, es poco probable que se deba a la acción gubernamental. El gobierno ha hecho más de lo mismo que ya hicieron los gobiernos anteriores: declaratorias de estados de excepción para tener militares en las calles y golpes de efecto en las cárceles sin llegar a controlarlas efectivamente. Ganó incluso en las preguntas sobre seguridad de una consulta popular el 21 de abril, convocada expresamente para hacer más de lo mismo. La mayoría de la población confía en una estrategia de “mano dura”, aunque Lasso haya decretado 11 estados de excepción y Noboa otros tres más, sin resultados prácticos. Hemos vivido permanentemente con los militares en las calles por cuatro años seguidos. Y no sólo eso. Desde 2021, casi 500 reclusos murieron en masacres carcelarias, es decir, se vivió una suerte de “pena de muerte informal”, sin que la violencia en las calles haya disminuido. ¿Qué pasó entonces?

El país parece haber vivido el primer semestre de 2024 bajo el impacto del pico inaudito de violencia organizada ocurrido el 9 de enero. Ese día hubo atentados con explosivos en ocho provincias, aunque ninguno en sitios estratégicos y varios con dispositivos artesanales; siete policías fueron secuestrados y hubo motines en seis cárceles, con no menos de 135 guardias penitenciarios retenidos. En la tarde, un canal de televisión público, TC Televisión, fue ocupado por 13 jóvenes armados que sembraron el pánico, pero sin hacer ninguna proclama ni defender con armas la ocupación cuando llegó la Policía. El gobierno respondió con la declaratoria de “conflicto armado interno” y la proclamación oficial de organizaciones terroristas para 22 grupos delincuenciales ligados al narcotráfico.

Se suspendieron clases y sólo una semana más tarde se recuperó el control de las cárceles sin un solo muerto en la incursión. A la distancia, es claro que el pico de violencia desatado el 9 de enero constituyó una operación de distracción organizada por los Choneros y los Lobos, las principales bandas delincuenciales ecuatorianas, para facilitar la fuga de la cárcel de sus dos jefes, alias Fito (Choneros) y Fabricio Colón Pico (Lobos).

El efecto psicológico fue enorme. Luego del 9 de enero, la actividad delincuencial y los crímenes homicidas disminuyeron inmediatamente de manera drástica por un par de semanas. En los siguientes meses, a partir de marzo, volvieron a crecer, pero en un nivel ligeramente inferior al de 2023. Parece haberse producido una reubicación geográfica de la violencia, las rutas de la droga y las organizaciones delictivas antes que una tregua estable en sus conflictos internos por el control de las exportaciones de cocaína a Europa y Estados Unidos. El atractivo político del gobierno, ante partidos y población, derivó en gran parte de ese golpe de efecto. Modelada sobre esa experiencia inicial, toda su estrategia ha buscado repetir golpes de efecto similares.

Escenario electoral

Desde el punto de vista de su estrategia política, el gobierno ha girado hacia la ortodoxia económica aprovechando la oportunidad brindada por el capital político ganado gracias a los gestos autoritarios contra la delincuencia. De manera complementaria, pero contradictoria, ha convertido las políticas sociales en prácticas abiertamente asistenciales, descaradamente electorales; no sólo la gratuidad de las facturas de luz, sino la condonación de deudas de la banca pública.

Pero su giro políticamente más intrigante fue el cambio de actitud ante el correísmo. En un inicio, el discurso de Noboa buscó situarse por encima de la polarización correísmo/anticorreísmo y aprovechar una alianza parlamentaria con Revolución Ciudadana, la fuerza que controla la bancada más numerosa. Sin esa alianza, habría sido imposible aprobar las leyes reseñadas en la primera parte. Más de una vez, el presidente declaró que no es “antinada”. Pero a partir de abril se produjo un abrupto cambio de orientación, con la operación de captura del exvicepresidente Jorge Glas, condenado en la secuela ecuatoriana del escándalo continental de Odebrecht y refugiado en la embajada de México.

Desde entonces, el anticorreísmo domina el discurso presidencial. Este giro del gobierno podría explicarse por dos factores. El primero es un cálculo puramente electoral. Mientras confía en que la política de seguridad le permita robar algunos votos de Correa en la Costa, ante todo en Esmeraldas, Guayas y El Oro, su cálculo es que la votación anticorreísta de la Sierra y la Amazonia se vuelve indispensable incluso para asegurar su paso a la segunda vuelta. Una gran parte de la inesperada votación de Noboa en agosto de 2023 provino de ese electorado, precisamente los votos que en 2021 se dirigieron al indigenista Yaku Pérez y al outsider Xavier Hervas.

El segundo factor proviene de la imposibilidad de adecuarse a la estrategia política del correísmo, centrada en ganar el control de la administración judicial y de la institución encargada de los nombramientos de las oficinas de control de la corrupción, el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social. La principal obsesión del correísmo es, sin duda, la destitución de la fiscal general del Estado, Diana Salazar, conocida (y apreciada) por los juicios iniciados contra los tentáculos del crimen organizado en la política, la Policía, las Fuerzas Armadas y el sistema judicial. Para el gobierno, mantener la alianza con el correísmo, forjada en la Asamblea Nacional y continuada el primer trimestre del año, implicaba aceptar o tolerar los denodados esfuerzos de su socio por controlar tales instituciones, lo que, a su vez, habría erosionado su base de apoyo electoral.

Las dos principales fuerzas políticas actuales –oficialistas y correístas– están decididamente enfrentadas. Ambas se benefician de la polarización a su alrededor. Entre los damnificados de la polarización figuran hasta ahora varios otros contendores. La derecha tradicional, que hasta 2023 se agrupó alrededor del Partido Social Cristiano (PSC), dirigido por Jaime Nebot, exalcalde de Guayaquil, y de CREO, la empresa electoral de Guillermo Lasso, han presentado sus propios y débiles candidatos. El PSC, lejos de plegarse a la polarización anticorreísta, ha mostrado gran flexibilidad para acomodarse a su estrategia y beneficiarse de alianzas puntuales y repetidas con quien disputa sus tradicionales bastiones electorales. En efecto, el electorado socialcristiano está ahora debilitado al haber perdido los gobiernos locales de Guayaquil y la provincia del Guayas a manos correístas en 2023.

La izquierda ecuatoriana, magnetizada por el polo de atracción del movimiento indígena, perdió su oportunidad de reconducir la polarización entre 2021 y 2023. No fueron sólo los graves errores en la conducción parlamentaria entre 2021 y 2022 los que determinaron su extravío político. Dotado por primera vez de un bloque significativo de 27 sobre 137 asambleístas, Pachakutik obtuvo la presidencia de la Asamblea Nacional en 2021. En ese marco, tanto Pachakutik como el correísmo privilegiaron en su comportamiento parlamentario la lucha entre sus fuerzas por encima de la oposición a las políticas del gobierno de Lasso. Ambos buscaron, sucesivamente, la alianza con el gobierno, y ambos fracasaron; Pachakutik de forma desordenada, fragmentada y lamentable, Revolución Ciudadana conservando una centralización mucho mayor. Pero a diferencia del correísmo, lo que determina el prestigio social de Pachakutik es el movimiento indígena, el movimiento social, antes que sus representantes electos.

Yaku Pérez no comprendió este detalle. Cansado de lidiar con un movimiento variado, conflictivo y exigente, prefirió salirse de Pachakutik en mayo de 2021, confiando en mantener incólume su prestigio personal sin mancharse con la política contingente. Sobre todo, calculó erróneamente que los votos obtenidos en 2021 le pertenecían a él y que podía dejar de ser un representante orgánico del movimiento que consolidó simpatías en los levantamientos indígenas y populares de octubre de 2019 y junio de 2022.

En tales circunstancias, sin el contrapeso de Yaku Pérez, la dirección de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador recayó a mediados de 2021 en manos de una corriente política muy particular, liderada por Leonidas Iza. Su éxito no deriva de un discurso “clasista” por oposición a una deriva pretendidamente “etnicista”, como a veces se dice. En realidad, su capacidad de convocatoria interna reside en que atribuye a la participación electoral la responsabilidad por las divisiones internas, la cooptación estatal y el “aburguesamiento” de sus líderes. Contra eso, la solución sería “volver a las bases”.

En un escenario interno dominado por esta corriente, el resultado externo es el completo desarme de cualquier esfuerzo serio por construir una amplia alianza electoral que recoja el prestigio acumulado y lo convierta en una alternativa viable. No parece probable que la oportunidad perdida en 2023 se materialice otra vez.

El correísmo cuenta en esta oportunidad con la primera opción de triunfo. Esa opción no se basa en ninguna relectura de su experiencia pasada, ni en la más mínima autocrítica respecto de cualquiera de sus políticas o decisiones pasadas. En la hoja de ruta que ha diseñado Correa, la victoria electoral es el primer paso para conseguir su rehabilitación, participar como candidato en una nueva Asamblea Constituyente y rediseñar desde allí las instituciones públicas y judiciales que pondrá bajo su control. Pero es indispensable que Luisa González, que repite como candidata, gane las elecciones.

Para ello, Correa confía en que la sucesión de incompetencia estatal, insensibilidad social y codicia económica de tres gobiernos anticorreístas sucesivos agote la reserva de desconfianza que creció contra su figura desde 2014. Es su apuesta. Quizá esta vez le alcance.

Pablo Ospina Peralta es historiador, docente de la Universidad Andina Simón Bolívar e investigador del Instituto de Estudios Ecuatorianos. Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en Nueva Sociedad.