El 18 de octubre de 2019, una pequeña alza en el costo del transporte público en Santiago encendió una movilización que terminó siendo el mayor estallido social del país en décadas. El estallido, que duró varias semanas, incluyó momentos de destrucción de propiedad pública y privada, atropellos de derechos humanos por parte de las policías –según cuatro informes internacionales–, así como la marcha más masiva de la historia de Chile, con más de un millón y medio de personas. De este estallido surgió una fuerza social y política que desembocó en un proceso constituyente, dominado por activistas de distintas causas sociales, ecologistas, feministas e indigenistas. Fue un proceso fallido que terminó con un rechazo masivo en las urnas.

En espejo a este proceso, surgió un movimiento de reflujo, que se expresó en el crecimiento explosivo de una agrupación de derecha radical, el Partido Republicano, que dominó un segundo proceso constitucional, igualmente rechazado en las urnas.

Las secuelas del estallido marcaron, también, los debates presidenciales que siguieron. En las elecciones de 2021, en las que se enfrentaron en segunda vuelta José Antonio Kast, representante del Partido Republicano, y Gabriel Boric, representante del Frente Amplio, coalición de partidos jóvenes de izquierda que intentó dar un cauce institucional a las demandas del estallido, ambos prometían traer de vuelta la normalidad. El primero, con “mano dura”; el segundo, respondiendo a las demandas sociales, pero en paz, con diálogo y en la institucionalidad.

Entre 2019 y 2022 la política chilena tuvo poco de la relativa calma que la había caracterizado previamente. Hasta ese momento, comparada con la de los vecinos de la región, mostraba cierta estabilidad partidaria y tendencia a los acuerdos. En cambio, en los tres años que siguieron al estallido, lo que hubo fue una suerte de montaña rusa de giros a izquierdas y derechas. Pero la agitación política no devino en grandes transformaciones de políticas públicas o derechos sociales. Un sector de la sociedad empezó a añorar la política de antaño, la política fome (aburrida) que, a fin de cuentas, había liderado importantes avances económicos y sociales. Después de años extremadamente convulsionados, de pronto una demanda de calma parecía marcar de nuevo el debate nacional, con una opinión pública que priorizaba cada vez más los desafíos de la inflación, el crecimiento económico y, sobre todo, el combate a la delincuencia. Tanto la izquierda como las derechas se disputaban como los verdaderos portadores de una “normalización”, de un proyecto que traería de nuevo la tranquilidad a la sociedad chilena.

En el quinto aniversario del estallido social, ad portas de las elecciones locales, las encuestas mostraron elocuentemente este cambio de ánimo. Según la encuesta Cadem, no sólo toda forma de protesta había perdido apoyo en la población, sino que 63% de los encuestados consideraba que Chile era un país peor que lo que era antes. La cifra contrasta fuertemente con el optimismo que se vivió durante el estallido en 2019, cuando 74% opinaba que Chile sería un mejor país una vez que superara la crisis. No eran pocos quienes se preguntaban si quizás las próximas disputas electorales, las votaciones locales de 2024 y las presidenciales de 2025, irían a reflejar esta nueva temperatura del ambiente nacional.

Las elecciones locales

El 26 y 27 de octubre, Chile vivió elecciones locales en las que se eligieron representantes municipales y regionales. Se suele repetir en Chile la máxima de que las elecciones locales “no se ganan ni se pierden, se explican”. Como en este tipo de elecciones se eligen varios cargos separadamente (concejales, alcaldes, gobernadores y consejeros regionales), cada grupo político puede concentrarse en algún resultado beneficioso (ya sea número de cargos obtenidos, votos alcanzados, porcentaje de la población bajo gobierno de su color, victoria en municipios icónicos, etcétera).

Así, las anteriores municipales, las de 2021, fueron más bien una excepción, porque la derecha salió derrotada en todas las métricas relevantes. En cambio, esta vez, todos salieron a contar “sus victorias” (y a omitir sus derrotas).

El resultado confirmó varias de las predicciones. La centroderecha avanzó con fuerza, recuperando varios municipios: pasó de 87 a 122 alcaldías, mientras que la centroizquierda cayó de 150 a 111. Por otro lado, la relativamente nueva derecha radical, articulada en torno del Partido Republicano, que competía en casi todo el país por fuera de la alianza de centroderecha, ganó ocho alcaldías (hasta ahora no tenía ninguna). Finalmente, el número de alcaldes independientes fuera de listas partidistas, que había sido uno de los fenómenos llamativos de las anteriores municipales (cuando el número de estos se había duplicado), no continuó su tendencia alcista, pero se mantuvo estable: pasó de 105 a 104, en parte porque varios “independientes” fueron como tales dentro de listas partidarias (los “independientes” dentro de listas partidarias pasaron de 58 a 104).

En términos de población gobernada en el plano local por cada bloque político-ideológico, una de las variables que los analistas suelen apuntar como predictor para las elecciones presidenciales, el porcentaje bajo gobiernos locales de centroderecha y derecha pasó de 21,6% a 37,4%, y el gobernado localmente por la izquierda y la centroizquierda pasó de 40,1% a 38,5%. El porcentaje gobernado por independientes se mantiene en torno de 24,5% (en las municipales pasadas hubo fuerzas de centro que no fueron en coalición con izquierda o derecha y alcanzaron a ganar varias alcaldías, con 13,5%). Los resultados de consejeros regionales y concejales mostraban un panorama similar: un avance significativo de la oposición de derecha y una centroizquierda e izquierda que lograron resistir.

Por otro lado, quizás la noticia más interesante de la noche electoral se dio en los municipios políticamente más relevantes. La presidenciable de centroderecha Evelyn Matthei se vio fortalecida, pese a que su partido, la Unión Demócrata Independiente (UDI), tuvo un resultado decepcionante, compensado con creces por el otro partido de la coalición de derecha, Renovación Nacional (RN). Mientras que la UDI no ganó ningún sillón edilicio icónico, salvo el municipio de la propia Matthei, Providencia, RN tuvo un buen desempeño a lo largo del país. Una de las victorias más significativas de este partido fue la de Mario Desbordes, que desplazó a la alcaldesa comunista Irací Hassler en la comuna de Santiago centro.

En la interna de la derecha, la pelea principal era una medición de fuerzas entre dos presidenciables: Kast, de extrema derecha, y Matthei, de la derecha tradicional. Si bien los republicanos lograron una votación importante –10,4%– y las mencionadas ocho alcaldías, estuvieron muy lejos de sus propias expectativas de convertirse en el partido más grande de la derecha y quedaron atrás de RN y la UDI.

Por el lado de la izquierda y la centroizquierda, la gran pregunta era si de estas elecciones surgiría un liderazgo capaz de dar la pelea por suceder a Boric, sin posibilidades de reelección, en la Presidencia.

En los equilibrios internos de la coalición no hubo grandes cambios. Todos ganaron algunos municipios y perdieron otros. Sin embargo, en relación con sus expectativas, la colectividad más golpeada es el Partido Comunista, que no ganó ningún nuevo municipio y perdió el icónico Santiago centro.

En este sentido, los ojos de la izquierda y la centroizquierda estaban puestos en dos disputas en la Región Metropolitana, sobre todo en las reelecciones del gobernador Claudio Orrego y de Tomás Vodanovic, el alcalde de la comuna de Maipú, una de las más populosas de Chile. El primero es un independiente salido de la Democracia Cristiana y el segundo es una de las figuras insignes del Frente Amplio. Mientras que Orrego ganó en segunda vuelta, en la primera Vodanovic superó el 70% de los votos y se convirtió en el alcalde electo más votado de la historia de Chile. Sin embargo, ha insistido en reiteradas ocasiones que no tiene en sus planes participar en las presidenciales del próximo año.

Hasta ahora, Evelyn Matthei aparece con una intención de voto espontánea de 17%, según la encuestadora Cadem. Es un porcentaje razonable, pero está muy lejos de dominar la escena. La siguen a distancia la expresidenta socialista Michelle Bachelet (9%) y José Antonio Kast (7%). Sin embargo, Matthei ha optado por mantenerse al margen de las principales disputas nacionales.

Ya sea por decisión o por dificultades para hacer valer su ascendiente sobre los liderazgos locales de los partidos, su presencia no tuvo el protagonismo que solían tener las precandidaturas presidenciales. Esta falta de liderazgos nacionales ordenadores podría explicar el desorden en las candidaturas de derecha.

En el oficialismo no aparece ninguna candidatura clara para la próxima disputa electoral. Las elecciones locales no mostraron la caída de la izquierda y la centroizquierda que algunos temían, pero tampoco una esperanza de crecimiento en el futuro cercano. Así, en estos resultados, quizás lo más relevante es lo que no pasó. No hubo desplome del oficialismo ni surgió claramente su carta presidencial. No hubo avalancha de la derecha radical ni se terminó de consolidar una mayoría de centroderecha.

El “relato” de Evelyn Matthei

Antes de las elecciones locales, había habido un cierto resquemor en la centroderecha, unida bajo la coalición Chile Vamos, por la ausencia de un proyecto presidencial. En palabras de un intelectual de este sector, Daniel Mansuy, los políticos de la centroderecha no parecían mostrar suficiente “hambre” por llegar a La Moneda en 2025 y parecían estar sumidos en la “sensación de que la elección está ganada”. En particular, en cuanto a la candidatura de Matthei, se reclamaba la falta de un relato claro y, haciendo explícita una preocupación repetida en diversos foros, varios se preguntaban, como Mansuy, “si la derecha ha sacado las lecciones de lo que fue [el estallido social de] el 18 de octubre y… la última parte del gobierno de Sebastián Piñera”.

Efectivamente, en la derecha uno de los debates que comenzó a consolidarse, ante un escenario electoral que se veía cada vez más promisorio, era por qué un eventual gobierno de Matthei no se enfrentaría a los mismos problemas que los que enfrentó, sin éxito, el de Piñera y, más aún, cuáles fueron estos problemas. Rápidamente esta discusión se desplazó al grado de responsabilidad que tuvieron los distintos actores políticos en el desempeño del gobierno de Piñera.

Dentro de cierta diversidad de posiciones, la centroderecha confluía en la visión de que el estallido sería un punto de inflexión en la trayectoria de desarrollo que estaba llevando Chile. Si desde el Partido Republicano se declaró el 18 de octubre de 2019 el “día de la vergüenza nacional”, desde Chile Vamos los discursos “antioctubristas” se volvieron el fundamento cohesionador de un relato para el próximo ciclo político.

La acusación de “octubrismo” serviría como una etiqueta difusa para englobar la violencia en el estallido social, las posiciones radicales en el proceso constituyente y, en ocasiones, a toda la izquierda. El proyecto presidencial en ciernes de la derecha podía resumirse como el “antioctubrismo” moderado: los chilenos, después de años de incertidumbre y “caos octubrista”, buscaban salir de ese estado y sería la derecha, con Matthei a la cabeza, la que les ofrecería retomar el rumbo perdido ese fatídico día. Como explicaba la precandidata en una entrevista en The Economist, los chilenos estarían hartos del extremismo y demandarían moderación.

En definitiva, el relato en ciernes era que, si bien se reconocía que Chile tenía algunos problemas antes del estallido, se insistía en que el país estaba en camino de superarlos y, en cualquier caso, después del estallido todo había sido para peor. Chile volvería a ser el “oasis” de tranquilidad que alguna vez había sido. El futuro de Chile estaba en su pasado.

Volver al futuro: los relatos presidenciales en disputa

Hace un tiempo, el filósofo y ensayista Daniel Innerarity afirmaba en una columna que las coordenadas políticas de izquierda y derecha han sido sustituidas por prisa y nostalgia. ¿En dónde se encuentra la población chilena en estas coordenadas? ¿Qué es lo que quieren los chilenos? ¿Comparte la ciudadanía un pesimismo del presente y un optimismo por el pasado? O, por el contrario, ¿mantienen los chilenos un optimismo con el rol de la política para alcanzar un futuro distinto y mejor?

Para comprender con más precisión las visiones de los chilenos, el informe de desarrollo humano en Chile del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), titulado Por qué nos cuesta cambiar, puede dar algunas pistas. En primer lugar, las investigaciones muestran una población pesimista con el presente. Sin embargo, esta percepción no tiene como punto de inflexión el estallido social, sino que refleja una tendencia de, al menos, una década. Desde 2013 hasta el presente, la percepción pesimista pasó de 21% a 59%.

Por otro lado, la gran mayoría de las personas desea cambios (88%) y que los cambios sean profundos (75%). Las personas están descontentas con el presente, pero no es cierto que haya una fuerte nostalgia por el pasado. De hecho, la ciudadanía quisiera que las cosas fueran de otro modo, ni como son ahora ni como eran antes (67%). Los conformes con el presente y los nostálgicos del pasado son igualmente escasos, con apenas 7% cada uno. Por lejos, el grupo más grande es el de los gradualistas (44%) que “quieren que las cosas sean distintas respecto del pasado y del presente, y también anhelan cambios profundos pero graduales”.

En definitiva, en el nuevo clima político parece haber tres interpretaciones del actual pesimismo ciudadano.

a) Para la derecha radical, el momento reivindica un “antioctubrismo” duro, sin nostalgia. Detrás de este relato subsiste la creencia de que en 2019 Chile vivió en realidad un “estallido delictual”, en el que, si bien la izquierda es acusada de ser cómplice activa, los dardos se apuntan más contra la centroderecha por su “complicidad pasiva”, por haber sido temerosa en su reacción. En este relato, las demandas sociales que antecedieron y se expresaron en el estallido son irrelevantes y la única agenda relevante, más allá de algunas concesiones discursivas, es la pelea contra la delincuencia.

b) Para el oficialismo de izquierda y centroizquierda, más allá de una amplia diversidad que va desde el Partido Comunista hasta la Democracia Cristiana, la interpretación del momento político, encarnada en la figura presidencial de Boric, es la consagración de los cambios sociales demandados durante las movilizaciones, pero de forma gradual e institucional.

c) Finalmente, la centroderecha liderada por Matthei propone un antioctubrismo moderado: sí, había algunos problemas antes del estallido social, pero a grandes rasgos las cosas iban bien. La política era mejor, la sociedad estaba más segura, etcétera. A diferencia de los otros dos relatos, este puede presentar con certeza su horizonte, porque este se encuentra en el pasado. Volver al día antes del estallido como punto de llegada. El mayor problema de este relato es el riesgo de que los chilenos puedan, perfectamente, desconfiar de las promesas de futuro de las otras fuerzas políticas sin tener hambre de pasado.

En la tierra de los ciegos...

El resultado de las elecciones locales ha terminado de consolidar la candidatura de Matthei, no tanto por el avance de los propios como por la caída de los eventuales adversarios. En la derecha, Kast aparece como una amenaza menos apremiante que antes. El pobre resultado de su partido en las municipales, pero también la convicción de que los chilenos están cansados de la estridencia le juegan en contra. En cualquier caso, si la derecha radical quisiera volver a ser una amenaza real, tendrá que resolver su disputa interna, entre republicanos y el Partido Social Cristiano.

Por el lado de la izquierda y la centroizquierda, también parece haber un intento de disputar el retorno a la calma, pero sin renunciar a generar cambios profundos. Sin embargo, la ausencia de liderazgos vuelve muy difícil cuajar un relato de transformaciones graduales creíble. A esto se suma un gobierno desgastado y que empieza a perder capacidad de instalación de agenda, a medida que se consolida el “síndrome del pato cojo” que afecta a los presidentes sobre el final de sus mandatos cuando no tienen posibilidades de reelección.

Todo esto hace que la presión sobre la centroderecha y, en particular, sobre la candidatura de Matthei se sienta más.

Todo parece apuntar a que, efectivamente, los chilenos quieren un Chile un poco más fome, pero la idea de que esto se traduzca en una demanda de volver al Chile preestallido parece menos convincente. El peligro es que la centroderecha termine ganando por walkover o por un voto de castigo a sus adversarios, sin que eso se traduzca en adhesión a su programa. Después de todo, como decía el cientista político Juan Pablo Luna, en el Chile de hoy, ganar las elecciones puede ser la manera más fácil de perder poder.

Noam Titelman es economista graduado de la Pontificia Universidad Católica de Chile, magíster en Métodos de la Investigación Social por la London School of Economics and Political Science y doctor por la misma universidad. Actualmente se desempeña como investigador posdoctoral en el Observatorio de la Polarización de Sociedades de Mercado de la Universidad Sciences Po (París). Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en Nueva Sociedad.