El conflicto en curso dentro de la Mutual Uruguaya de Futbolistas Profesionales tiene, por supuesto, varios aspectos complejos, pero el problema central en la actualidad es muy simple. En cualquier organización con criterios de democracia representativa, si la mayoría soberana de los asociados expresa su voluntad de que las autoridades dejen sus cargos, lo único que queda por conversar es la transición hacia las siguientes elecciones. Lo demás es pura chicana.
El fútbol es un juego. La organización del fútbol como negocio no lo es: siempre que se mueven, a nivel mundial, decenas de miles de millones de dólares, hay grandes conflictos de intereses y actores muy poderosos, corrupción y prepotencia, explotadores y explotados. Se trata, además, de una actividad que ha logrado regirse en escala internacional por sus propias normas y autoridades, evadiendo en gran medida la acción de los Estados y de los acuerdos entre estos, desde el terreno de los derechos laborales hasta el del manejo del dinero.
Uruguay tiene un fútbol grande y un mercado interno pequeño, y esto ha determinado el predominio en el negocio de lo relacionado con la exportación, que en este caso no es de carne vacuna, soja o software, sino de personas que se destacan en un juego. En ese marco, y pese a que estén formalmente prohibidas determinadas prácticas relacionadas con la representación comercial de los futbolistas personas, hay dueños de jugadores que los compran o los venden, o que compran y venden el derecho a verlos por televisión cuando están jugando. Como es lógico, esos empresarios invierten, al igual que cualquier otro, a fin de garantizar la continuidad de su lucro: ponen dinero para facilitar que se juegue al fútbol desde la infancia y para que los chiquilines con futuro no abandonen el deporte; para que se sostengan muchos clubes y la asociación que los representa; para que un montón de paniaguados elogie la mercadería de sus patrones, y otro montón de catedráticos los defiendan de la DGI. Etcétera. También les sirve, por supuesto, que quienes deben representar gremialmente a los futbolistas se pongan la camiseta de la empresa.
Lo antedicho no significa que la aparición de tales empresarios haya sido una completa desgracia. Muy por el contrario, la situación previa era sin duda peor en numerosos sentidos, y en especial peor para los jugadores. Pero la historia no se queda quieta, y lo que en cierto momento es progresista puede volverse reaccionario cuando se instala en el poder y se aferra a él.
El movimiento Más Unidos Que Nunca no siempre ha actuado en el momento más conveniente y en la forma más adecuada. Lo integran personas jóvenes con poca experiencia en los manejos del poder. Pero en lo sustancial tienen razón, y hay que elogiar que no se hayan resignado a que todo siguiera como estaba. Que no los quiebren, que no los traicionen. Ellos representan hoy la mejor esperanza de que quienes crean, en las canchas, la riqueza del juego, tengan un papel más digno, fuera de ellas, en el juego de la riqueza.