La autocrítica tiene por base una derrota electoral, pero la explicación del resultado va mucho más allá de la campaña y debe buscarse en la revisión de los gobiernos del Frente Amplio. A lo largo de ese proceso, fundamentalmente desde 2009 en adelante, la seguridad se ubicó como un tema central en el debate público, y no se logró dar una respuesta satisfactoria.

“No se hizo lo suficiente”, dicen algunos, conscientes de que se hizo mucho. Pero el problema fundamental es el enfoque de lo que se hizo: la política de seguridad en sí (y esto sin hablar de los resultados). Sin dejar de reconocer el esfuerzo que supone afrontar una problemática tan compleja y los factores que inciden en la toma de decisiones (presiones políticas, mediáticas, etcétera), es necesario asumir los errores.

A nivel ideológico, la política de seguridad de la última década se alejó mucho de lo que debería ser un proyecto de izquierda. Atrás quedó aquel gran hito de la llamada Ley de Humanización de Cárceles durante el ministerio de José Díaz, se abandonó el discurso de la “sensación térmica” y se dio un “giro punitivo” que tomó casi como propio el diagnóstico y la agenda de la derecha en materia de seguridad (particularmente ilustrativos son el “Documento de consenso de la Comisión Interpartidaria de Seguridad Pública” de 2010 y la “Estrategia por la vida y la convivencia” de 2012).

No faltaron acusaciones de naíf a otras visiones –muchas veces bien fundamentadas no sólo desde lo ideológico sino desde la evidencia empírica– ni fricciones absurdas con la academia, presumiendo de un “realismo” (de derecha) que sintonizaba con “lo que la gente quiere”, acaso confundiendo la demanda de seguridad con una demanda de autoridad, control, orden u otros valores asociados al discurso de la derecha. No por casualidad Rudolph Giuliani, el ex alcalde de Nueva York promotor de la “tolerancia cero”, encontraría tantas coincidencias con el gobierno frenteamplista –a quien asesoró, además– en aquella reunión organizada por Edgardo Novick.

Lo policial ganó terreno hasta posicionarse como un elemento central en la respuesta a la inseguridad: videovigilancia, patrullaje y encierro. Mientras esos ejes inspiraban la política de seguridad, se desplegó un discurso ambiguamente progresista que la derecha supo usar para criticar la política de seguridad del Frente Amplio, presentándola como una política “blanda”, “ingenua” o “permisiva”, además de ineficaz.

No se pudieron instalar las bases para desarrollar un enfoque verdaderamente alternativo que disputara la hegemonía conservadora en materia de seguridad, a la que finalmente adherimos. Pese a algunos intentos de recorrer otros caminos que fueron desandados antes de evaluar su éxito, a instancias de presiones políticas (por ejemplo, las medidas alternativas a la prisión o la contrarreforma del Código del Proceso Penal) o pobremente desarrollados (como las políticas de egreso y preegreso del sistema penitenciario), nunca se logró posicionar en el debate público un relato de izquierda sobre la problemática de la seguridad que lograra permear el sentido común.

Y si nos ponemos resultadistas, como tanto les gusta a muchos de los propios, lo cierto es que no hay ninguna copa en la vitrina. En 2011 la tasa de homicidios era de 5,8 cada 100.000 habitantes. En 2018 la tasa trepó a 11,8. Todos los indicadores empeoraron; los datos son demoledores, a excepción quizá de una valoración algo más positiva de la Policía, pero en el contexto de una tendencia social a valorar instituciones de fuerza, síntoma de un autoritarismo que debería preocupar al menos a una parte de la izquierda.

Los avances de los que podemos jactarnos están al margen de un proyecto de izquierda y pasan fundamentalmente por la mejora técnica de la Policía, en la que además se iniciaron procesos de militarización. También se asignaron cometidos policiales a las Fuerzas Armadas.

No hubo una estrategia de prevención orientada a identificar y mitigar factores de riesgo: la prevención se redujo al concepto policial, apostando a la vigilancia y el patrullaje. No se encaró en profundidad un programa de policía comunitaria, más allá de algunas iniciativas, en cambio sí se apostó a los megaoperativos de saturación. No se desarrolló una estrategia que permitiera enfrentar el gran crimen organizado ni los delitos de cuello blanco. Si bien se dieron algunos pasos en materia de reconocimiento a las víctimas, tampoco se concretó una política integral como estrategia amortiguadora. No hubo una política de seguridad subordinada a las políticas sociales y de inclusión, en las cuales las acciones policiales y penales no rompieran las tramas de la inclusión.

Criticar la actual política de seguridad nos exige una revisión crítica del rumbo que ayudamos a trazar y que hoy se reafirma con un vector más autoritario.

Hubo marchas y contramarchas en materia de penas alternativas a la prisión y se profundizó la criminalización de la pobreza (con particular incidencia sobre los y las jóvenes) aumentando la población privada de libertad e inaugurando la participación público-privada en el ámbito penitenciario. Si bien se avanzó en la despolicialización de la gestión penitenciaria con el Instituto Nacional de Rehabilitación (INR), no se logró despegar dicha área del Ministerio del Interior y se terminó por introducir a la Guardia Republicana en las cárceles, donde subsisten enormes carencias.

Se lograron pequeños pero valiosos avances en el camino de la despenalización de las drogas, concretamente de la marihuana, pero se reforzó el prohibicionismo, no sin un duro sesgo de clase, en materia de pasta base mediante el endurecimiento de penas y el combate del microtráfico.

“Entendemos que hay que ejercer la autoridad sin complejos, sin miedo, con mucha contundencia y con rigor”. Podría haberlo dicho el actual ministro del Interior, pero [la frase] (https://970universal.com/2018/10/01/leal-hay-que-ejercer-la-autoridad-sin-complejos-sin-miedo-y-con-rigor/) es del ex director de Convivencia y Seguridad Ciudadana Gustavo Leal, quien habría sido ministro en caso de ganar Daniel Martínez, y que por supuesto contaba con total respaldo del ex ministro Eduardo Bonomi y del ex presidente Tabaré Vázquez.

Los procesos de criminalización de la pobreza y el incremento de la violencia institucional sobre determinadas poblaciones nos exigen una reflexión más. El abordaje punitivo parece un intento de imponer autoridad allí donde no pudimos ampliar la democracia, donde no dimos bienestar, donde no construimos ciudadanía. Ese despliegue de violencia tampoco resolvió el problema que lo justificaba, de manera que por dos vías distintas conduce al desencanto, y esto nos lleva a cuestionar hasta dónde existen realmente dos modelos, como tantas veces se dijo, o si al final la izquierda está dispuesta a pagar el precio de no poder profundizar transformaciones estructurales y responder al conflicto social como lo haría la derecha.

Criticar la actual política de seguridad nos exige una revisión crítica del rumbo que ayudamos a trazar y que hoy se reafirma con un vector más autoritario. Como se acaba de ver, es una visión que contó con amplios apoyos dentro del Frente Amplio, acaso porque la fuerza política no supo construir otros sentidos en la sociedad, o porque tal vez esa política se asentó en el poder de un sector y en la capacidad para garantizar equilibrios y repartos sectoriales de las áreas de gobierno.

En este terreno, no se trata de autocrítica sino de reinvención.