Hace un par de meses, todos pensábamos que por estas fechas el tema central sería el debate parlamentario del proyecto de ley de urgente consideración (LUC), y que los ministros estarían abocados a impulsar sus primeras iniciativas y procurar recortes del gasto, todo esto en el marco de duras controversias, abundantes paros y frecuentes protestas callejeras. La emergencia sanitaria cambió sustancialmente la realidad, y es muy importante considerar cómo debería cambiar también, por lo menos mientras dure la crisis, el modo de gobernar y el de ser oposición.

Los primeros meses que el presidente Luis Lacalle Pou esperaba iban a estar marcados por un fuerte impulso para modificar varias de las políticas de los gobiernos del Frente Amplio (FA) y poner en práctica nuevas orientaciones, a las que obviamente habría una poderosa resistencia política y social. Tal escenario implicaba que se instalara un clima de polarización y, en el mejor de los casos para el oficialismo, que este cerrara filas, por lo menos en torno a la LUC y al proyecto de presupuesto, dejando para después sus discrepancias internas.

Desde el punto de vista del FA y de las principales organizaciones sociales, no parecía que tampoco cupieran dudas de que ingresaríamos a un período de intensas contradicciones, ni de que sólo quedaban por discutir y definir cuestiones de articulación, de gradación y de estilo.

En este nuevo contexto, de urgencias imprevistas para el gobierno y la oposición, es crucial que se le dé prioridad al diálogo, para lograr acuerdos amplios y sólidos, y que las decisiones acerca de problemas sectoriales se procesen de la misma manera, con participación de los sectores involucrados y en el marco de los lineamientos generales compartidos.

Ocurre ahora que hay urgencias imprevistas para el país, para el gobierno y para la oposición política y social. La agenda cambió para todos. En este nuevo contexto, es crucial que se le dé prioridad al diálogo, para lograr acuerdos amplios y sólidos sobre objetivos y procedimientos (incluso dentro de la coalición “multicolor”, donde ya se han manifestado disidencias), y que las decisiones acerca de problemas sectoriales se procesen de la misma manera, con participación de los sectores involucrados y en el marco de los lineamientos generales compartidos.

Así se hizo durante la crisis de 2002, a veces en forma pública y en otros casos mediante contactos reservados: esto fue clave para que el país redujera mucho los daños económicos, sociales y políticos que podían producirse. Al igual que hace 18 años, sería ilusorio esperar ponerse de acuerdo por completo, pero es fundamental que se trate de hacerlo en cuanto sea posible, y que las discrepancias y conflictos se procesen sin afectar los compromisos compartidos.

Esta manera de afrontar la emergencia ayudaría mucho a resolver, de la forma más democrática y justa que sea posible, una compleja interacción de necesidades e intereses, evitando, por ejemplo, que los sectores con mayor capacidad de presión logren mejores soluciones. También aumentaría en gran medida la eficiencia de los esfuerzos y de las políticas: cuanto más amplios sean los consensos iniciales, menos tiempo perderemos luego debido a las reacciones de quienes no hayan sido tenidos en cuenta, y a las eventuales rectificaciones sobre la marcha.

Si procedemos así, es posible incluso que dentro de algunas semanas, cuando pase la crisis, todos hayamos aprendido algunas lecciones provechosas.