Hace tres años se hacía pública la agresión sufrida por Héctor Leites, un peón rural azotado por su capataz en la estancia Flor de Ceibo, en Salto. Las marcas del rebenque en la espalda del trabajador fueron profusamente televisadas, el caso llegó a la Justicia y terminó en un acuerdo de indemnización a Leites por los daños físicos y la pérdida del empleo. Los hechos ocurrieron en setiembre de 2017 y el acuerdo fue cerrado en febrero de 2018. Desde entonces y hasta ahora Leites no volvió a ser contratado por ningún establecimiento.

Esta semana se conoció otro caso de violencia física ejercida por un capataz sobre un peón. Fue en Bella Unión, en un establecimiento dedicado al cultivo de caña de azúcar, y el agredido fue un joven trabajador cañero de apenas 20 años. La noticia ya salió en la diaria, pero brevemente podemos repasar los hechos: el joven encontró sus herramientas cagadas, las lavó, se puso a trabajar, fue amonestado por el capataz, que le dijo que estaba cortando mal las cañas y le indicó cómo debería hacerlo, siguió trabajando, y un rato después el capataz volvió a increparlo, le pidió el machete y, cuando el joven se lo entregó, empezó a azotarlo con el rebenque, mientras lo insultaba y le decía que abandonara el predio.

Las cosas se supieron porque tomaron conocimiento del caso integrantes de la Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas (UTAA), que acompañaron al peón primero hasta la pieza en que habitaba (miserable, sin luz ni agua) y luego hasta la seccional de Policía a hacer la denuncia y al hospital de Bella Unión a que atendieran sus heridas. La situación, entonces, ya llegó a la Justicia y al Ministerio de Trabajo, y están corriendo los procesos correspondientes. Además de por este hecho, esperemos que el capataz rinda cuentas también por los inconcebibles abusos que forman parte de su práctica y que no vamos a detallar ahora porque ya han sido expuestos en varios medios de prensa. Y claro, que se responsabilice a los patrones en lo que corresponda por permitir semejante situación en su establecimiento.

Sin embargo, no hay que ser dueño de una sagacidad excepcional para imaginar que estas situaciones son habituales en el medio rural, al contrario de lo que suelen pontificar los dueños de la tierra y sus representantes. Y se puede imaginar que son habituales porque si hay algo tristemente habitual a lo largo y ancho del mundo y de la historia es el abuso de poder. La violencia ejercida porque sí, como forma de mostrar quién manda y quién no tiene más remedio que aguantar. Hay abuso y violencia de la patota sobre el individuo, del capataz sobre el peón, del hombre sobre la mujer y de todo el mundo sobre los niños, los desvalidos, los frágiles. Hay abuso y violencia constantes sobre los más vulnerables, y cuanto más escondidos están los protagonistas, cuanto más aislados y solos están, más la padecen. Por estas cosas, sin ir más lejos, es que nacieron las uniones obreras, los colectivos feministas y las agrupaciones de vulnerados y vulneradas de toda especie. Porque sólo la organización y la fuerza colectiva pueden enfrentar esquemas de dominación que llevan siglos construyendo su institucionalidad, sus brazos armados, su propaganda.

Esta semana se conoció otro caso de violencia física ejercida por un capataz sobre un peón. Estas cosas ocurren porque aceptamos un sistema de jerarquías que favorece al más fuerte y lo sostiene en su posición, porque dejamos que las víctimas de abuso tengan que explicar que no tuvieron la culpa.

Ahora, seguramente, escucharemos hablar de situaciones excepcionales. Se dirá que lo de Bella Unión fue un caso de violencia privada entre particulares (es conmovedor el esfuerzo de El País, que mientras toda la prensa decía que un capataz había agredido a un peón, titulaba que un peón había sido agredido por un compañero de trabajo, con la misma encantadora inocencia con que titulaba no hace mucho que un indigente que dormía en Ciudad Vieja se había prendido fuego, en lugar de decir que lo habían prendido fuego), que esto está lejos de ser moneda corriente y que no hay que sacar conclusiones políticas a partir de disputas personales. Es la misma lógica que ve en el comercio sexual con adolescentes una transacción legítima y no un abuso naturalizado y sistemático.

Lo que quiero decir, por si hasta ahora no he sido clara, es que estas cosas, todas ellas, ocurren porque aceptamos un sistema de jerarquías que favorece al más fuerte y lo sostiene en su posición, porque dejamos que las víctimas de abuso tengan que explicar que no tuvieron la culpa de la situación en la que terminaron jodidas y porque damos por bueno un relato que en el fondo siempre está diciendo que el que manda, el que tiene el dinero o el que tiene el poder es, por definición, el que se lo merece.

Pensemos, por ejemplo, una vez más, en el caso de Leites: llegó a un acuerdo de indemnización, pero nunca más consiguió trabajo. Denunciar, reclamar, exigir tiene su costo, y no todos los que sufren violencia o abuso pueden afrontarlo. Incluso con la Justicia de su lado, el denunciante paga cara la osadía. Ni hablemos de las mujeres que denuncian violencia y terminan muertas.

Me deja helada que no reaccionemos a todo esto con una furia digna de tan lacerante causa. Y me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que cualquier reacción, furiosa o tímida, sea reconvertida en excusa para meternos en cintura, porque a la autoridad, como ya se ha visto, no hay que contrariarla.