Algo inmenso abandonó el mundo. Así definió el notable Christian Ferrer la noticia sobre la muerte de Horacio González. Pasan las horas, los textos, las palabras, las llamadas entre amigos o amigas, los homenajes, los videos en su recuerdo, los posteos infinitos y hay algo que vamos reafirmando en cada expresión de dolor y reconocimiento: algo inmenso abandonó el mundo y deja un vacío imposible de reparar.
Creo que nunca nos animamos a decirle a González que era el mayor intelectual del último tiempo de Argentina, aunque lo insinuamos muchas veces. Quizás alguien tuvo el atrevimiento. No lo recuerdo, pero sí tengo registro de sus caras de desacuerdo al recibir grandes elogios acompañado de sonrisas pícaras y amables.
Afirmar que Horacio fue el mayor intelectual de esta última etapa argentina no tiene ninguna lógica de competencia ni de ranking, algo que detestaba y hacía saberlo en cada oportunidad que tenía. Lo digo en un claro sentido político y tratando de valorizar aquello que un proyecto popular, progresista y emancipador necesita de los y las intelectuales. Y esto significa, en primer lugar, la generosidad de exprimirse al máximo de las capacidades en pos de pensar, reflexionar y preguntarse por la sociedad que se habita, fuera de las comunes vanidades que perduran eternamente en la intelectualidad de los establishments de cada uno de nuestros países, reforzadas por la lógica comercial de la industria del libro y el pensamiento hegemónico. Las enormes y variadas despedidas de Horacio marcan su carácter único y excepcional, porque su reconocimiento no provenía de premios en las academias vernáculas o internacionales, de concursos organizados por la industria ni nada que se le parezca. Al contrario, tuvieron que considerarlo siempre a regañadientes, porque su ámbito de pertenencia siempre fueron los infinitos y variados rincones del pensamiento y la militancia que habitan en aquello que denominamos campo popular.
Recomiendo empezar a conocer más la obra gonzaliana a partir de los muchos textos y posteos de gente amiga, exalumnas o alumnos, militantes y colegas de distintas cepas que en estas horas expresaron no sólo dolor, sino una infinita variedad de anécdotas y acciones. Ahí van a empezar a descubrir a una persona única, de un humanismo desbordante y una sabiduría infinita, con una inédita capacidad de lectura y relectura, que iba desde las obras clásicas hasta los artículos perdidos en revistas de poco alcance. Porque Horacio pasaba de Borges al Indio Solari sin inconvenientes, previo análisis de las teorías desarrollistas en América, el positivismo del siglo XX, Platón, Nietzsche, Martínez Estrada, la poesía beat o Sarmiento. Todo esto antes de sentarse en una charla o una presentación de un libro de cualquier desconocido, como somos la mayoría de los habitantes del mundo.
Horacio reconocía en cada persona una biografía, una historia social, sueños y anhelos que lo constituían. Y por eso se entregaba con la misma dedicación a escribir un artículo en un diario de alcance nacional, a conversar con una radio lejana de cualquier rincón de Argentina o a prologar el libro que le pidieran. Todos estos actos los recorría con elegancia, dedicación, escucha y palabras que ayudaban a mirar y pensar.
Los hechos más dramáticos o los más comunes los observaba desde un rincón imposible de alcanzar. Tuvo la virtud del diferente: era la pieza clave para resolver el partido en el momento difícil y con una jugada impensable. Pero cuando terminaba no iba a la tribuna a buscar los aplausos, sino que te invitaba a continuar con un vino y una pizza o simplemente te daba un abrazo y se volvía solo, caminando por las calles de Buenos Aires.
Horacio González también fue docente universitario. Desde las aulas enseñó que el deseo siempre es más importante que los deberes imprescindibles del buen ciudadano o el alumno prodigio. Hacer lo que conmueve en un mundo que habla de utilidades, valores de cambio y conveniencias. Hacer lo que conmueve, incluso en la academia. Leer, investigar y escribir sobre lo que deseamos y no sobre lo que marcan las interminables carreras plagadas de papers o investigaciones que casi nadie lee y son dirigidas por los intereses corporativos en pos de sostener la industria del conocimiento. Tanto detestaba los rankings y las escalas numéricas que alguna vez llegó a dictar un seminario donde se certificaba sobre “saberes inútiles”. La tarea más difícil al cursar sus materias en la facultad era lograr desaprobar, porque siempre sostenía que todo trabajo merece una valoración positiva, planteando –como afirma María Pía López– una idea de la amistad intelectual con los estudiantes antes que una pedagogía para encauzar a los díscolos.
González no era una persona que militaba, sino un ser esencialmente político. Toda su obra es una elegía a los diversos tipos de militancias. No ponía una escala de valores sobre las militancias y esto molestaba a algunas tradiciones tan propicias a tener el propio ranking de la militancia.
Su participación política siempre dio vueltas por el peronismo y sus alrededores, y su compromiso lo llevó a lugares pocos recomendados para quienes sueñan carreras intelectuales y reconocimientos del mundo de las letras, algo a lo que –estoy completamente seguro– Horacio nunca prestó atención y desestimó. No creía en la idea de carrera, en la idea de ir superando títulos para llegar a una altura sin sentido. Este acto, profundamente político e intelectual, le valió innumerables críticas a lo largo de su vida. Recuerdo algo que repetían positivistas de izquierda en los años 90 sobre el González profesor de Ciencias Sociales: “no hace ciencia”, decían, como un modo de deslegitimar la búsqueda de caminos mucho más complejos, sinuosos y contradictorios para el pensamiento emancipador.
González tenía un saber imposible de comparar en Argentina, pero, a diferencia de los vanidosos y las vanidosas, nunca usaba ese conocimiento para la autorreferencia o la admiración, sino en pos de propiciar debates, reflexiones y fundamentalmente nuevas preguntas. Podía recibir a Rancière en su casa, discutir públicamente con Vargas Llosa o intercambiar debates con la presidenta con el mismo entusiasmo que intervenía en una asamblea barrial o polemizaba en presentaciones de libros.
Su presencia en la vida marcó el destino de muchas personas. Muchas y muchos somos, en tanto la inédita generosidad con que compartió infinitos mundos, travesías y sueños colectivos. Como esos personajes únicos y maravillosos de la escena contemporánea, su trayectoria es inabarcable, pero fundamentalmente imposible de colocar en algún casillero de los predestinados para la vida. Nadie puede describir la totalidad de su presencia y cada uno y cada una tiene su propio González, desde donde construye mundos y continúa caminando. Porque hay un González para los infinitos peronismos, pero también para las ciencias sociales y para el pensamiento emancipador o las tradiciones anarquistas o las izquierdas o la cultura o el campo de la escritura, el ensayo o el sindicalismo o el movimiento de derechos humanos. Y así en forma indefinida. Todos y todas tenemos nuestro propio mundo gonzaliano, válido, irrepetible, comprometido y maravilloso.
Horacio González logró ser el mayor intelectual y pensador de este tiempo desde una forma de vida profundamente contracultural.
Durante diez años dirigió la Biblioteca Nacional de Argentina. En ese tiempo puso patas para arriba una institución vetusta y conservadora para convertirla en el espacio público y cultural más importante del país. Allí se generó una práctica profundamente democrática y pluralista que la convirtió en el espacio cultural más diverso, múltiple, contradictorio y amplio que conocieron las instituciones públicas de Argentina. Era el funcionario que no cumplía con los prerrequisitos de funcionario, tensionando las contradicciones al límite, para sacar de allí nuevas e inéditas experiencias. Esto le valió la reprimenda de algunos alcahuetes del poder, pero el respeto de las principales figuras del gobierno, empezando por el presidente y luego la presidenta.
Horacio González logró ser el mayor intelectual y pensador de este tiempo desde una forma de vida profundamente contracultural. Hizo un doctorado en su exilio, pero su tesis fue un ensayo. Fue docente universitario, pero la academia nunca le otorgó una más que merecida dedicación total para la titularidad de las materias que tan magistralmente dictó durante décadas. Fue director de la Biblioteca Nacional, pero no recibió los ostentosos premios que otorga la industria cultural. Fue un escritor distinguido, pero publicaba en Colihue, una editorial chica y nacional, nunca en las corporaciones de la industria. Su reconocimiento proviene de una compleja variedad de experiencias militantes, instituciones públicas, dirigentes, estudiantes u organizaciones sociales. Pero no sólo eso, también lo engrandecen sus detractores y sus enemigos, porque dan el marco del territorio donde dio las batallas a lo largo del tiempo.
Como se dijo, ningún artículo tiene la posibilidad de abarcar la inmensa trayectoria de Horacio González, pero para aquellas y aquellos que no lo conocen todavía, les invito a leerlo o escucharlo, en la inmensidad de videos que están dando vueltas. Su escritura y oralidad tienen particularidades excepcionales. No sólo la recomiendo, sino que estoy seguro de que nadie puede salir del mismo modo que entró una vez que se atraviesa la “experiencia González”.
Mientras tanto, seguimos con el dolor encima, tratando de escribir para aminorar una tristeza que –lo sabemos– nunca terminará del todo, sino que simplemente mutará a diversos recuerdos y experiencias.
El gran artista Jorge Fandermole canta algo así: “No sé más qué hacer en esta tierra incendiada sino cantar. Tan débil soy que cantar es mi mano alzada. Y fuerte canto; qué más hacer con palabras deshabitadas sino cantar”. En estos días muchas y muchos reemplazamos el canto por la escritura. Algo así intentamos realizar torpemente con las palabras que nos quedan, en las horas en que hemos decidido sostener para siempre la presencia de Horacio, a pesar de que la biología se empeña en anunciarnos su ausencia corporal para el resto de nuestra existencia.
Mariano Molina es periodista y docente argentino.