En esta edición, Florencia Astori cuenta por qué y cómo decidió reaccionar ante la difusión masiva de mensajes en redes sociales que la difamaban. Su experiencia puede servir para que quienes reproducen ese tipo de barbaridades tomen conciencia de que cometen un delito, y también aporta sobre la necesidad de que la sociedad no descuide, en el marco de la libertad de expresión, la construcción colectiva de respeto.

No deberíamos naturalizar el uso dañino de las redes sociales. El problema ha surgido en un proceso tan reciente como cambiante, y la pandemia de covid-19 debería habernos vuelto muy cautelosos ante la afirmación de que una práctica “llegó para quedarse”.

Hace sólo 18 años que Facebook comenzó a expandirse desde la universidad estadounidense de Harvard, al mismo tiempo que Google lanzaba su servicio de correo electrónico, Gmail. Twitter empezó a operar hace 15 años; Whatsapp, hace 13; Instagram, hace diez; Tiktok, hace cinco.

En el último cuarto de siglo, e incluso antes, varias otras aplicaciones para comunicación tuvieron períodos de auge internacional y luego dejaron de ser utilizadas. Los nombres de algunas de ellas ya no significan nada para la juventud actual. Quizá en un par de décadas las actuales y el modo en que se usan parezcan algo muy lejano y estrafalario.

En todo caso, ya en aquellas aplicaciones, al igual que en los espacios para comentarios de innumerables sitios de internet (incluso cuando los dispositivos de acceso eran sobre todo computadoras de escritorio, antes de que se difundiera el uso de celulares “inteligentes”), había conductas agresivas de provocación, a menudo desde el anonimato, y se empezó a llamar “trolls” a quienes las adoptaban.

Algunos años después, ese tipo de intervención comenzó a practicarse en forma organizada y sistemática, para desinformar y manipular a la opinión pública. En beneficio de intereses económicos, políticos e ideológicos, se han vuelto muy frecuentes las operaciones de difamación de personas y colectivos.

Hay brigadas dedicadas a estas tareas y sus mensajes son multiplicados por muchas personas que no las integran, a veces porque el contenido reafirma sus creencias y a veces por otros motivos, que incluyen el afán de notoriedad y el placer perverso de escandalizar, típicos de los trolls en escala individual.

En algunos casos se suman todas las motivaciones mencionadas, y así parece que ocurre con la senadora Graciela Bianchi, cuya conducta en redes sociales el oficialismo se niega a reprobar en voz alta.

Estas prácticas contribuyen, obviamente, a la polarización, al fomentar la percepción de enemigos abominables que merecen ser destruidos. Pero también propagan un relato falso sobre las propias redes sociales. En ellas, los verdaderos energúmenos son menos que quienes fingen serlo, y ambos grupos juntos son, muy probablemente, una minoría. También en este terreno es crucial la construcción colectiva de respeto, para defender el valor de las herramientas y su gran potencial de aporte a una convivencia constructiva.